Kibutz Ketura en el Neguev
A estas alturas ya nadie duda que a la salida de esta guerra sanitaria contra el coronavirus nos espera un mundo diferente. No sólo tendremos que paliar una crisis económica sin precedentes, sino que probablemente el concepto de nación, economía y sociedad se vean afectados. Incluso a un nivel más sencillo y cercano, es difícil que podamos recuperar la realidad que teníamos hasta hace apenas unos meses. Uno de los aspectos que más posibilidades tiene de afincarse en la Nueva Normalidad es el teletrabajo. No es un invento de este año ni de esta década, pero ahora disponemos de las herramientas esenciales para su desarrollo y que seguirán evolucionando a un ritmo creciente. Por ejemplo, las aplicaciones de videoconferencias podrían popularizarse al punto que asistamos a varias de ellas simultáneamente, ya que no siempre nos va a interesar lo que se esté diciendo en cada momento. La inteligencia artificial podrá mantenernos al tanto de lo que más suele interesarnos o si alguien nos interpela directamente.
Pero, más allá de estas novedades, un uso extensivo del teletrabajo acabará con algunos axiomas de las sociedades desarrolladas, como la infinita e inabarcable ampliación de autopistas y vías de transporte, por las que ya no crecerá el ritmo de trabajadores desplazándose a sus empleos que, si fuera necesario, bien podrían utilizar un transporte sin conductor individual o colectivo que les posibilitaría seguir trabajando plenamente en ruta. No sólo que se descongestionarían las vías de transporte, sino que importaría poco dónde vive uno para desempeñar su labor. Encontramos una semilla de esta tendencia demográfica en el Israel actual, en el cual muchos de los antiguos kibutzím (granjas agrícolas colectivas alejadas de centros urbanos) se han ido transformando en barrios residenciales muy apetecibles por la calidad de vida que ofrecen a sus moradores, más cercana a la naturaleza y con excelentes servicios de educación, sanidad y hasta cultura.
En la península ibérica, esa podría ser la solución para la creciente despoblación de muchas localidades, por la ausencia de trabajos tradicionales e industrias cercanas. El componente esencial sería un acceso de calidad a la tecnología. La consolidación de este cambio sociológico (con viviendas a precios mucho más asequibles que en las grandes urbes) traería aparejada una mejora de los servicios disponibles, por ejemplo la entrega a domicilio de comercio electrónico en parajes hasta hora “no rentables”. Como en el caso israelí mencionado, no hará falta inaugurar nuevas localidades ni barrios, sino aprovechar las infraestructuras existentes y muchas veces semiabandonadas de los pueblos que tapizan el país. Es posible que la Nueva Normalidad provoque un efecto similar al de la desurbanización que se produjo en el siglo XV en Europa para huir de las pestes y sus consecuencias (hambrunas, masacres sociales, etc.), que nos empuje a reconvertirnos en una sociedad geográficamente mejor distribuida, con menor huella contaminante, a la par que capaz de conservar y difundir educación, cultura, ciencia y demás logros colaborativos de la humanidad
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