Quienes se reúnen a protestar contra el uso obligatorio de las mascarillas y las posibles y cercanas vacunas soslayan el hecho real del contagio, constatado una y mil veces en clubes y fiestas nocturnas. Enojados, gritan a cuatro vientos que hay una conspiración contra el ciudadano de a pie, que lo del Covid 19 es un engañabobos y los gobiernos y sus ministerios de sanidad se están aliando contra sus ciudadanos. Pero como una conspiración conduce a otra, van para atrás y para adelante y nos hacen creer que la Historia está llena de despropósitos médicos. En su momento hubiesen rechazado a Pasteur, y más adelante a Salk y Sabin, que crearon las vacunas contra la polio. Se puede estar de acuerdo con quien disiente, pero de ningún modo con aquellos que echan más leña al fuego y sostienen visiones apocalípticas de la realidad llenas de seres humanos malignos-chinos o rusos, americanos o de cualquier otra procedencia-, que están esperando nuestras distracciones para chuparnos la sangre.
Un conocido cantante es, o parece ser, uno de los líderes de este movimiento de rechazo a la clase médica actual, que en su mayoría sostiene que el virus es bien real y requiere un trabajo arduo y continuo de prevención, una didáctica responsable de cuidados y abstenciones. El cielo nos libre de esos benefactores que se erigen en jueces absolutos de la realidad. Sobre todos si son artistas. Conozco uno de esos seres de cerca y no le confiaría ni el cuidado de mi perra; todo él irradia terror, desprecio y rabia. Tras oírlo, en un encuentro casual, junto a la oficina de correos ante la que él y yo debemos esperar nuestro riguroso turno, siento un irreprimible deseo de ducharme, de limpiarme de los efluvios de su rencorosa postura. A su juicio no hay nada ni nadie bueno, todos somos culpables de haber llegado a esta situación. Menos él, claro, que nos venía advirtiendo desde hace años del mal trigo que contribuye a nuestra harina, de la espantosa calidad del agua que bebemos, de las infecciones económicas y sociales que nos afectan, etc. Que una persona así continúe viviendo tras sus drásticos análisis y no se suicide ni haga huelga de hambre es, cuando menos, sospechoso.
Ser agorero a ratos, profeta del desastre, acontece en todas las latitudes. Pero serlo veinticuatro horas al día es bien pesado. Esa gente no agradece el pan que come ni los enormes esfuerzos que realizan ahora mismo los sanitarios para preservar su salud y la mía. No los callaremos, no, pero hay que tomar con pinzas sus soluciones. Su actitud, ácida y crítica, es como la hidra mítica: le cortas la cabeza y en su lugar crecen seis más. No se trata de creer a pie juntillas en los estados y sus políticas sanitarias ni en la OMS y sus dudosas directrices, pero sí de cerrar el paso a los apocalípticos cuya moral es dudosa y sus intenciones temibles. De tan anti-Trump que son resultan sus mejores representantes. Los ignorantes y los necios creen en conspiraciones, las gentes sensatas piensan en cómo contribuir con su ayuda a hacer menos grave el mal que nos azota.
La conmoción social en medio de la cual sobrevivimos como podemos, peor los pobres que los pudientes-por una simple cuestión de espacio vital-, requiere un pulso firme y una atención plena. Las eventuales vacunas no forman parte de la conspiración. El esfuerzo de la ciencia salvará, eventualmente, también a quienes la niegan.
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