Una de las obras de teatro judío más famosas es “El dibuk” de Sh. Ansky, palabra que en el folclore de nuestro pueblo nos remite a un espíritu maligno (que no es otra cosa que el alma en pena de un muerto), capaz de “poseer” a otras criaturas. El término proviene de la raíz hebrea DeBeK, que engloba significados que van desde el pegamento a la adhesión, pasando por el contagio. Y, si algo va a dejar su impronta en la generación de los jóvenes actuales es el complejo de culpa por haber contagiado a sus mayores con el espíritu maligno que toma posesión de las células de nuestros cuerpos humanos y que conocemos como Covid-19.
Generaciones anteriores a ésta llegaron a imaginar un mundo utópico sin mayores de treinta años, de los que los grafiti de las calles de París en mayo de 1968 llamaban a desconfiar y que al año siguiente el argentino Adolfo Bioy Casares novela como víctimas del incipiente terrorismo geronticida en su Diario de la guerra del cerdo. Hoy, sin embargo, no se pretende acabar con ellos (que en años recientes pusieron un plato de comida en la mesa familiar gracias a sus exiguas pensiones y que se han prestado en gran medida a acompañar a sus nietos durante largas horas entre la salida del colegio y la cena en familia), aunque sí gozar del mismo privilegio de insensatez y desorden que ha caracterizado a los jóvenes desde el boom demográfico posterior a la Segunda Guerra Mundial, de plantear su rebeldía fuera cual fuera la causa (o sin ella).
Si el futuro aterra a quienes el cuerpo les da señales inequívocas de decadencia, más temible resulta para quienes aún están creciendo, por fuera y por dentro, y ven cómo la edad dorada les caduca sin usar y abusar de ella. No existen más certezas laborales, profesionales y, ahora encima, tampoco de ocio. Si antes se hablaba de los “ninis” (los que ni trabajan ni estudian), ahora llegamos a los “nininis” (que tampoco pueden interactuar socialmente en el mundo real). Y, quizás por vez primera en la historia, el mismo proceso sea realmente mundial (mucho más que el adjetivo de las grandes guerras del siglo XX), afectando (no sabemos aún por cuánto tiempo) a todo el planeta.
Hay gente que, ante el pánico sanitario desatado, achacan a esta generación el pecado de la propagación de estos males, mientras que otros adultos actúan con la misma inconsciencia que cuando eran adolescentes y se suman a la ruleta rusa, como los que ante la pandemia del SIDA hace pocas décadas se lanzaron al desenfreno sin profilaxis, como kamikazes olímpicos de un deporte de riesgo extremo. Llegará el día en que este confinamiento generacional se acabe, aunque puede que ya sea tarde para muchos que habrán dejado de ser jóvenes mientras tanto y lleguen a la Nueva Normalidad con cuentas pendientes con un pasado en el que estuvimos poseídos por el coronadíbuk.
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