La experiencia médica demuestra que al virus que nos asola es gregario, le encantan los grupos humanos y la estrecha proximidad entre sus miembros, y aunque su fin más macabro sea disminuirlos, mermar sus fuerzas, amenazar la vida de sus componentes, no suele visitar los lugares aislados, quizá porque la poca gente no le ayuda a propagarse. De todo lo que no sabemos del Covid 19, lo más revelador resulta ser la vigencia de sus ciclos, si descansa ocultando su poder como ciertas floraciones botánicas, y luego arremete con más fuerza, o acude a ciertas cifras-cuatro, catorce, etc-, por razones matemáticas. Actúa como si fuera ciego en su avance pero luego se ve que hay ciertas pautas que le gustan y conoce; la higiene lo mantiene a raya pero también encuentra caminos para no hacerle caso.
Nuestros hábitos afectivos tardarán en reestructurarse. El beso, desterrado por el momento entre amigos y recién conocidos¿ en qué tierra de sombras aloja su fruncir de labios? La caricia de una fruta o de un objeto, seguida de un lavado de manos, ¿qué indica sino que queremos estar seguros de no contaminarnos? La desinfección y los guantes de plástico fino quedarán para siempre a la entrada de los supermercados, para no hablar de las mascarillas que niegan al observador la sonrisa de los demás y la propia, a pesar de lo cual los ojos aún se encargan de expresar simpatía, contento y por supuesto felicidad, que la hay aunque sea en pequeñas dosis. Es imposible que nuestra manera de ser no se altere, en lo psicológico, tras la alternancia de las restricciones y los permisos. Se agotan, a ratos, las reservas de paciencia y la capacidad de encerrarse en uno mismo. El espacio entre las personas resulta escaso para la mayoría de nuestros congéneres , y eso se percibe en las discusiones que hay en relación a la ratio de alumnos que debe de haber en las aulas. No sería raro que los estadios de fútbol, ahora mustios y vacíos, empiecen a ser empleados, con su apropiada separación de tabiques movibles, en lugares de estudio. Y lo mismo es válido para los campos de golf ( cuya apariencia paradisíaca quedaría desfiguraba si, por ejemplo, se soltasen en ellos manadas de niños) o los estadios de básquet. La cuestión es cómo disponer de más espacio vacío, de más aire libre. El proceso de desurbanización ya ha comenzado a la par que se mejoran y abren nuevos caminos. Pueblos semidesiertos comienzan a repoblarse. Esa es la mejor parte de nuestra lucha contra el virus corona.
Hay que deshinchar los cinturones urbanos y redistribuir racionalmente a la población mediante más ágiles y más efectivos sistemas de movilidad. Ignoro si eso incrementaría los puestos de trabajo, pero lo que es cierto es que dinamizaría las estructuras sociales haciéndolas más flexibles y más sanas. Al mismo tiempo, se reactivaría la construcción con materiales que repelen el virus o lo alejan, como parece que ya existen. Esta salida es mucho más generadora de bienestar, aunque por el momento sea más lenta, que el teletrabajo. En la tradición judía se necesitan diez hombres, es decir un minyan, para que el rezo sea efectivo. En algunos países diez es el máximo de personas permitidas en una reunión a fin de que el virus, ese gregario disgregador, se busque la vida en otra parte. Diez son también los mandamientos y uno de los números favoritos de Pitágoras. En ambos casos se evocan leyes, humanas y cósmicas. Tal vez se trate de eso, de empezar a legislar ecológica y sanitariamente. Como reza el proverbio hindú, ´´ La enfermedad aísla, la salud comunica.´´
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