¿Quién nos iba decir que el codo reemplazaría al apretón de manos y al abrazo? ¿Quién hubiese podido adivinar que los guantes, en decadencia como prenda desde hace mucho mucho tiempo, volverían a estar tan presentes en nuestras vidas? ¿Quién hubiese adivinado que una costumbre litúrgica judía como el lavado de manos, se transformaría en una obligación universal aumentando el precio del agua? A medida que pasan los días, las semanas y los meses, y el virus parece empeñado perturbar la vida humana, el pasado se nos aparece como un tiempo idílico de libertades y permisos, en muchos casos duramente conseguidos. Los cumpleaños y las bodas tenían entonces pocos límites, los viajes en transporte público no representaban grandes peligros, el espectáculo del fútbol era, para muchos, una ocasión para desgañitarse y fundirse a la multitud, y los viajes transatlánticos en avión iban de oferta en rebaja y de récord en récord.
Hablaremos no de una edad de oro pasada, ni siquiera de esa tonta denominación, ´´la nueva normalidad´´, sino de una época de incertidumbres crecientes y desatinos laborales que aparecen, se retuercen, retroceden y avanzan a la vez, dejándonos un regusto a mascarilla en la garganta y el sentimiento de que más allá de la prevención es poco lo que cada individuo puede hacer sin convertirse en un paranoico a tiempo completo. Hablaremos, en los próximos y largos días, de nuestras habilidades y talentos postergados, del evanescente dinero, del olor del alcohol y las crisis nerviosas. Entretanto, los chinos celebran que llevan casi un mes sin contagios ni rebrotes. Me gustaría creerlo, así como también que la vacuna rusa es efectiva y pronto llegarán las que nos corresponden a nosotros. Nuestra noción de tiempo se distorsiona y también lo hace, o parece hacerlo, el lenguaje. La precisión, acaparada casi al completo por los laboratorios, es difícil de observar en el trazado de las zonas a confinar. Mis parientes me cuentan que familias enteras están diezmadas, al menos provisoriamente, por el virus; y en cambio otras con uno o dos miembros tocados y el resto indemnes. Para la medicina tradicional no hay peor realidad que los casos asintomáticos y los falsos negativos, ya que promueven más y más dudas sobre la evolución colectiva del virus.
Es probable que en los próximos meses presenciemos heroicidades inéditas y sanaciones espectaculares, eso también forma parte de historia de la medicina. Pero serán, por lo que parece, excepciones. Ramón y Cajal, el genio español de la investigación neurológica, teñía dendritas y axones para mejor estudiarlos. Evidenciar y detectar más rápido dónde está el virus ayudará asimismo a neutralizarlo. Seremos más tácticos, más hábiles, pero no más felices. Seremos más solidarios y también más solitarios. La desinfección mejorará, pero también será más cara si es cierto que los colegios e institutos la ejercerán varias veces al día. Nuestra especie está luchando con armas cada vez más sofisticadas por su salud pública. Los que creen en los ángeles los invocan y los ateos, entre fatalistas y resignados, escriben Ciencia con mayúscula como si se tratara de Dios. Cada quien, como dicen los criollos del campo argentino, busca un palenque onde rascarse.
Lo imperdonable es que todas nuestras conversaciones se vean más o menos enhebradas por un mismo tema: el miedo. El temor de haber estado en el lugar incorrecto con la gente incorrecta o, peor aún, ¡el no recordar dónde hemos estado y en qué tiendas nos cruzamos con quien los últimos cuatro días! El famoso Rabí Kook, sabio y santo, solía decir que el mal no se combate con una dosis idéntica de bien sino con una dosis doble. Supongo que los que idean y fabrican las vacunas lo tendrán en cuenta.
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