La ceremonia para la firma de los acuerdos de normalización entre Israel, Emiratos y Baréin fue un amargo trago para la casta diplomática. Quienes piensan retomar el control de la política exterior norteamericana si Joe Biden gana en noviembre no podían sino contemplar consternados cómo el presidente Donald Trump presidía la clase de ceremonia en la que les hubiera gustado lucirse; pero fracasaron en el empeño cuando se les presentó la ocasión.
La importancia del acontecimiento como game-changer en Oriente Medio no puede negarse. Pero la reacción general entre los diplomáticos y los medios no es ni sombra de lo que hubiera sido con una Administración demócrata en la Casa Blanca. La mayoría ha puesto una mejor cara que la presidenta de la Cámara de Representantes, la demócrata Nancy Pelosi, que en un primer momento despreció los acuerdos calificándolos mezquinamente de “distracción”. Pero como no hay manera de considerarlo un acontecimiento negativo ni de encajarlo en un relato en el que pueda decirse del presidente que es un líder irresponsable que está destruyendo el país y enajenándose al mundo, la mayoría de los detractores de Trump hacen lo que pueden para no hablar de ello.
He aquí por qué la pregunta más pertinente es cómo un tipo al que sus enemigos presentan como un ignorante en materia de política exterior y en las complejidades de Oriente Medio ha conseguido un éxito tan importante.
La respuesta es simple: Trump y su equipo de política exterior han triunfado porque ignoraron a los expertos y las concepciones que la casta lleva vendiendo desde hace décadas.
El presidente ha puesto en evidencia dos mitos cordiales de la política mesoriental de EEUU. Uno es la creencia de que la solución del conflicto israelo-palestino es la clave para resolver los problemas de la región, y el fracaso a la hora de satisfacer las ambiciones de quienes le presionan condena al Estado judío a vivir en conflicto con los mundos árabe e islámico, lo que por otra parte complica las relaciones de EEUU con esos países. El otro es la convicción de que la única manera de conseguir avances hacia la paz consiste, precisamente, en ejercer presión sobre Israel para que haga concesiones a los palestinos. En este planteamiento va implícita la noción de que hay que hacer la vista gorda ante prácticas indignantes de la Autoridad Palestina (AP) como la corrupción o el apoyo financiero al terrorismo.
Todos los predecesores de Trump asumieron esas posiciones como las correctas, y la Administración Obama fue la más obcecada en apretar las tuercas a Israel para generar un necesario umbral entre EEUU y el Estado judío.
Trump las rechazó. Pero para eso hubo de asignar la misión de promover la paz en Oriente Medio a gente sin la menor experiencia diplomática.
Tras asumir el cargo en 2017, pocos de sus nombramientos fueron recibidos con tanto escarnio como el de Jared Kushner como asesor especial y encargado de liderar los esfuerzos de paz de la Administración en Oriente Medio. Pues bien, con independencia de lo que haga en su vida, Kushner debería ser recordado por contribuir a poner fin al veto palestino a la paz del mundo árabe con el Estado judío.
Lo de confiar la cartera de Oriente Medio a un exmagnate inmobiliario y editor fue recibido por la casta de la política exterior norteamericana como una broma de mal gusto. La principal cualidad de Kushner era su condición de esposo de la hija de Trump, Ivanka. Todo lo que las luminarias del mundillo intentaron en los últimos 50 años se había saldado en sonoros fracasos: dar a su yerno la labor de materializar las ambiciones de Trump como pacificador fue considerado el colmo.
El desdén no tuvo por único objetivo a Kushner. Su equipo pacificador –el negociador jefe, Jason Greenblatt; el principal asesor de Kushner, Avi Berkowitz , y el embajador de EEUU en Israel, David Friedman– no tenían más experiencia diplomática que él.
Además, todos eran judíos. Si bien no eran los primeros implicados en la diplomacia mesoriental de EEUU, quienes les precedieron generalmente accedieron a sus cargos como críticos del Gobierno israelí. A diferencia de Kushner y los suyos, ninguno era un fervoroso defensor de Israel.
Kushner persuadió a Trump para que pidiera cuentas a la AP por su patrocinio del terrorismo. Y fue igualmente su equipo el que estuvo detrás de la decisión del presidente de trasladar la embajada norteamericana en Israel de Tel Aviv a Jerusalén e ignorar las advertencias de los expertos sobre las incendiarias consecuencias que tendría en Oriente Medio.
Cuando Kushner develó el plan Paz para la Prosperidad, a principios de año, seguía ofreciendo a los palestinos un Estado independiente y ayuda económica. Pero recibió las mismas negativas palestinas con las que se toparon los negociadores que le precedieron, por lo que se centró en lograr lo posible.
A diferencia de Obama, que rechazaba las preocupaciones de Arabia Saudí y los demás Estados del Golfo derivadas de su empeño por apaciguar a Irán, Trump y Kushner les escucharon. Trump retiró a EE.UU del acuerdo nuclear de 2015 y decretó sanciones para forzar a Irán a negociar y a renunciar tanto a su programa atómico como a su patrocinio del terrorismo.
Los Estados árabes ya habían establecido entre bambalinas lazos con Israel, al que veían como un aliado estratégico contra Irán. Pero al conseguir un buen entendimiento con los aliados de EE.UU en la región, empezando por el controvertido príncipe heredero saudí, Mohamed ben Salman, que podría haber echado a perder algunas iniciativas con sus vecinos, Kushner contribuyó a persuadirles para que dieran el siguiente paso y trabajaran por el establecimiento de relaciones diplomáticas y económicas plenas.
Sólo funcionarios americanos que no siguieran el manual de la casta diplomática podrían haberlo conseguido. Y sólo un presidente como Trump, que desconfía de los expertos, podría haber dado el visto bueno a semejante estrategia. Así que fue su negativa a seguir las tácticas del pasado lo que llevó a los representantes de Emiratos y Bahréin a la Casa Blanca a principios de semana, y lo que abre la puerta a la posibilidad de que otros países árabes sigan esa misma senda.
Si Biden derrota a Trump, ¿Podrá su equipo trabajar sobre semejante logro? Puede que sí, pero el problema es que es prácticamente seguro que la persona que designe el demócrata será un creyente en la sabiduría convencional de la casta. Es probable que la próxima Administración retome el acercamiento a Irán y las presiones sobre Israel a fin de persuadir a los palestinos para que se sumen a una paz que no desean.
Si enero trae el fin de la era de los amateurs de la política exterior, los expertos y sus fans en los medios respirarán aliviados. Pero precisamente porque Trump y su equipo eran aficionados no adiestrados para tratar los mitos de la casta como verdades reveladas fue posible la ceremonia por los Acuerdos de Abraham en la Casa Blanca.
© Versión original (en inglés): JNS
© Versión en español: Revista El Medio
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