No estoy seguro de que el mundo necesite otra película sobre Cleopatra. Y la trayectoria profesional de la actriz israelí Gal Gadot, que se convirtió en una superestrella internacional con las películas de Wonder Woman, no es algo que importe demasiado en el estado general de las cosas. Ahora bien, el anuncio de que Gadot volverá a hacer equipo con Patty Jenkins, directora de esas exitosas películas, para hacer un film producido por la Paramount (aunque la productora de Gadot también pondrá su parte) sobre la legendaria reina de Egipto ha encrespado los ánimos en Twitter.
El alboroto en la red social a cuenta de dicho proyecto revela que un montón de gente cree que Gadot no tiene que seguir los pasos de leyendas de Hollywood como Claudette Colbert y Elizabeth Taylor. Les parece mal que haga de Cleopatra una mujer que no sea negra o árabe –o al menos morena–.
Muchos de los críticos cargan contra Gadot simplemente por ser israelí, una veterana de las Fuerzas de Defensa de Israel cuya familia emigró al Estado judío desde Europa Oriental (sus abuelos maternos son supervivientes del Holocausto; aunque su padre es un sabra de sexta generación). Pero la protesta no está basada únicamente en el odio a los judíos y los israelíes. Hablando en la jerga de la teoría racial y la interseccionalidad, los críticos sostienen que la película es otro acto de apropiación cultural por parte de unos colonizadores blancos que esquilman el legado de los pueblos indígenas de África y Oriente Medio.
He aquí por qué no estamos ante la típica estratagema publicitaria insensata a cuenta de una película que aún no es más que un proyecto. Es una polémica que importa porque ilustra la manera en que los mitos ideológicos sobre la raza distorsionan el debate público y, más importante aún, la forma en que opera la cultura popular. El quid de la cuestión es que si el temor de los directivos de los estudios y de los inversores a ser cancelados por poner a una judía a interpretar a Cleopatra debido a que el mundillo concienciado exige una persona de color consigue imponerse, estaremos ante un momento crucial, y no sólo para Hollywood. Sería una muestra más del resquebrajamiento de nuestra cultura por el creciente predominio de unos ideólogos de extrema izquierda que saturan de falsedades el presente y el pasado.
Lo primero que hay que decir es que, frente a las estupideces que aventan los críticos de Gadot, la auténtica Cleopatra no era negra ni árabe. Ella y los demás miembros de la dinastía ptolemaica eran descendientes del primer Ptolemeo, uno de los compañeros y generales de Alejandro Magno. Tanto él como sus sucesores eran griegos macedonios. Durante los 250 años en que gobernaron Egipto, casi siempre se casaron con parientes muy cercanos, lo cual generó los típicos problemas de las relaciones incestuosas pero también aseguró que el último de los Ptolemeos fueran tan europeo como el primero, por mucho que les pese a los que tratan de justificar las descripciones de una Cleopatra negra.
Por otro lado, Cleopatra no fue precisamente una figura del período previo a la escritura de la Historia. Sabemos bastante de su vida. Fue una de las personalidades más famosas de su tiempo, por sus romances (con Julio César y Marco Antonio) y por las intrigas políticas que condujeron a su muerte y al fin de la monarquía egipcia mientras en Roma se libraba una guerra civil romana que marcó durante siglos el destino del Mediterráneo. Hay monedas con su efigie, y aunque no son lo mismo que una foto, dejan claro que las especulaciones sobre sus ancestros son absurdas. Todo esto quiere decir que contar con una israelí nativa o con cualquier mujer blanca de ascendencia mediterránea es perfectamente compatible con el deseo de contar su historia de una manera que no contradiga completamente la Historia.
Por supuesto, el mundo del entretenimiento raramente permite que los hechos se inmiscuyan en una buena historia, o introduce giros en los hechos que piensa pueden desembocar en un taquillazo. Por eso, que unos grandes estudios se atrevan a contradecir a quienes expelen mitos afrocéntricos sobre la negritud o arabidad de Cleopatra dice bastante de la enorme popularidad de Gadot. Es más, aunque las tormentas de furia que se desatan en Twitter puedan influir en las decisiones que toman los ejecutivos cinematográficos y televisivos, parece que dan más importancia a poder contar con Wonder Woman.
Por todo ello, Gadot es una suerte de símbolo del fracaso general del movimiento BDS. Aunque lo woke imperante en el mundo universitario ha hecho incursiones en el periodismo mainstream, Israel, la tremendamente exitosa startup nation, con su economía boyante, se ha mostrado inexpugnable ante quienes librar una guerra económica contra ella.
Sea como fuere, y aunque la fuerza de Gadot puede ser suficiente para derrotar a sus detractores, no debemos infravalorar la influencia de quienes propagan los mitos que exigen la cancelación del referido film.
No hay forma de saber si la Cleopatra de Gadot tendrá algún mérito artístico. Aun así, deberíamos celebrar la capacidad de la glamourosa actriz para hacer frente a los ataques de sus críticos e interpretar un papel para el que está sobradamente preparada.
En la distorsionada visión interseccionalista de las cosas, los judíos no son un pueblo indígena en Oriente Medio o de Israel, sino blancos colonistas opresores, pese a que la mayoría de ellos son de origen mesorientral. Exigir que sólo gente de color protagonice este tipo de épicas históricas no es una forma de discriminación positiva para beneficiar a actores negros o morenos, sino una medida destinada a silenciar las narrativas pertinentes en favor de una Historia falsificada. El objetivo –así como el de los ataques a ciertos profesores y autores– no es la diversidad sino un revisionismo basado en las premisas falsas de la teoría crítica racial, que pretende dividirnos de una manera odiosa, en franca contradicción con los esfuerzos por tender puentes entre grupos y difundir la tolerancia.
© Versión original (en inglés): JNS
© Versión en español: Revista El Medio
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