Hace mil años nacía una figura imprescindible de la Sefarad más rutilante, pensador y artista. Su vida es un espejo de la obligada errancia a la que se vieron sometidos los judíos de entonces, pese a que algunos pinten la época de dorada: una familia cordobesa que huye de las matanzas y se desplaza durante los años de la infancia de Shlomó Ibn Gabirol a Málaga, para establecerse luego en Zaragoza, de allí ir a refugiarse en Granada de la que debe escapar y finalmente morir en Valencia, buscando en cada rincón la protección de algún judío cercano a los reyes de las taifas para que le concedan la gracia de seguir respirando, estudiando y creando.
Sus andares tuvieron como efecto colateral el conocimiento de distintas culturas (al menos las tres de sendos colectivos religiosos) que entonces compartían la península ibérica, incluidos sus idiomas y filosofías, de las que supo ser pionero en su pueblo, lo que si bien tras su muerte fue señalado como destacado logro, en vida le llegó a suponer un anatema de su propia comunidad en Zaragoza, teniendo en ocasiones como ésa que exiliarse no sólo de los ajenos, sino también de los propios. La paradoja es que hoy día sus textos son de lectura obligada en las escuelas rabínicas del mundo entero. Y más allá, ya que su “Mekor Jaím” (fuente de vida, en hebreo), redactado originalmente en árabe y firmado como Avicebrón, fue erróneamente atribuido a un Padre de la Iglesia española gracias a su traducción al latín (Fons Vitae). Seguramente, la razón de su expulsión por parte de los suyos se debió a que su pensamiento no era exclusivo ni excluyente, capaz de ser aceptado por cualquier alma sensible a la introspección, de la religión que fuese.
Incluso las calles y plazas en su memoria que hoy abundan en ciudades y pueblos de Israel preceden su apellido del Ibn, en árabe, en lugar del habitual Ben en hebreo, que en ambos casos significa lo mismo, “hijo de”, lo que destaca lo que hoy llamaríamos su “multiculturalidad” o la “transversalidad” de su mensaje: en el plano filosófico para los intelectuales mejor formados y en el emocional para la grey que recita sus poemas devocionales como “Keter malkut” (Corona del Reino) en Yom Kipur (día del Perdón), o los convierte en temas de la tradición popular como “Shalom lejá dodí” (Te saludo, amado). Hoy día, su poesía no sólo se conserva como reliquia del pasado, sino que captura a las nuevas generaciones que admiran un “existencialismo” primigenio y lo convierten en una de las plumas hebreas más destacadas de todos los tiempos, objeto de veneración de poetas como Bialik, estandarte nacional israelí del hebreo moderno.
Como señalamos al principio, no sólo su obra es admirable, sino también su instinto de supervivencia, que encarna y escenifica el destino de su pueblo que, como pasaría tantas veces en la historia (la más reciente quizás, en la Alemania nazi), vive en estrecha contemporaneidad sus momentos de mayor gloria y desdicha
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