El décimo aniversario del inicio de los levantamientos de la Primavera Árabe ha generado un alud de comentarios relativos al contraste entre las grandes esperanzas de cambio que suscitaron aquellas manifestaciones y la penosa realidad a la que dieron paso.
Una década después, los Gobiernos democráticos en el mundo árabe-musulmán son casi tan escasos como a principios de 2011. Con la excepción de Túnez –el país donde empezó todo, que sí ha logrado avances auténticos hacia un sistema más democrático, no sin contratiempos–, las esperanzas de una transición de la autocracia y la dictadura hacia sistemas más liberales se han desmoronado por doquier.
Hubo un momento en que Egipto pareció el mejor ejemplo de cómo un movimiento de masas podía acabar con un régimen dictatorial muy asentado sin apenas ayuda norteamericana. El presidente Barack Obama contribuyó a la caída de Hosni Mubarak y dio pie a la instauración de una tiranía de la islamista Hermandad Musulmana que sin embargo pronto fue derrocada por un golpe militar respaldado por la mayoría de los egipcios. Como consecuencia, en Egipto hay ahora menos libertad que hace diez años. El régimen del presidente Abdelfatah el Sisi es mucho más brutal y represivo de lo que jamás fue el de Mubarak.
En Siria, donde una revuelta popular pareció prometer el fin de la bárbara dictadura del clan Asad, la Primavera Árabe condujo a una guerra civil que no sólo no produjo el desalojo de Bashar Asad sino que provocó la muerte de cientos de miles de personas, dejó a millones sin hogar y puso el país bajo la férula de potencias extranjeras como Rusia, Irán y Turquía.
La historia se repitió por doquier y hoy siguen en el poder los dictadores, los oligarcas, los monarcas; y el impulso hacia la democracia o cualquier cosa parecida es considerado del género ilusorio.
El colapso de la Primavera Árabe se llevó por delante la idea neoconservadora de utilizar el poderío y la influencia de EEUU para promover y extender la democracia por el mundo. Pese a la polarización de la política norteamericana, con los republicanos y los demócratas en desacuerdo en casi todo y cada uno considerando al otro esencialmente ilegítimo –estado de cosas que probablemente vaya a agravarse tras los incidentes en el Capitolio que incitó el presidente Trump–, hay una cuestión de política exterior en la que sí hay un acuerdo general. Y es que ambos partidos están igualmente convencidos de que no ha lugar a más aventuras militares en Oriente Medio.
Aunque los demócratas y algunos republicanos tacharon a Trump de aislacionista, la mayoría de ellos comparte ahora su idea de que las guerras de Irak y Afganistán, así como las intervenciones en Libia y Siria, fueron un error. Quizá los dos partidos sigan dispuestos a criticar las tiranías de Oriente Medio, pero no a las mismas. Así, los republicanos se centran en Irán y los demócratas, en Arabia Saudí. Sea como fuere, los norteamericanos parecen coincidir en que cualquier afán por ayudar a los pueblos de la región a conseguir la libertad sería una pérdida de dinero, tiempo y vidas humanas.
El fiasco de la invasión de Irak para sustituir una de las peores tiranías del mundo, la de Sadam Husein, con algo parecido a una democracia ya había socavado esa concepción mucho antes de que la Primavera Árabe condujera al desastre. Algunos pensaban que el triunfo de las ideas de libertad en el mundo árabe, donde tenían poco arraigo y atractivo, era no sólo inevitable sino un requisito necesario para la paz. Y eso persuadió a muchos de que la fe en la democracia era no sólo una manifestación de realismo sino un asunto de política práctica.
Por desgracia, la sociedad iraquí demostró ser irreductiblemente tribal. El influjo de Irán y los terroristas islamistas pinchó fácilmente las esperanzas de ciertos neoconservadores de que, con buena voluntad y la cantidad suficiente de ayuda, el natural deseo de todos los pueblos de ser libres y autogobernarse desovaría una suerte de régimen democrático.
En retrospectiva, tal concepción luce irremediablemente arrogante, así como ignara de la naturaleza de la sociedad y la política árabes. Aunque enraizada en la bienintencionada creencia de que los demás no tienen menos deseos de libertad que quienes viven en Occidente, la promoción de la democracia se dio de bruces con la dura realidad de Oriente Medio.
Desde la perspectiva de 2021, los esfuerzos por promover la democracia no sólo fracasaron sino que objetivamente agravaron las cosas para el árabe común. Pensar que una intervención extranjera o una revuelta de la calle árabe puede conducir a algo que no sea más caos y derramamiento de sangre y, en última instancia, a una tiranía aún peor es, ha quedado claro, una peligrosa fantasía.
Tras la Primavera Árabe, los presidentes Obama y Trump estuvieron dispuestos a ceder el paso a los rusos, y a Turquía en Siria. Y aunque Trump se mostró belicoso con Irán, también puso de manifiesto que sus esfuerzos por presionar a Teherán se limitarían a la imposición de sanciones y al asesinato circunstancial de un terrorista, sin campañas militares de largo aliento. Pese a su discurso de volver a implicarse en los asuntos del mundo, el presidente electo Joe Biden será aun más precavido respecto del uso de la fuerza.
Regímenes como el saudí y el egipcio son impopulares en América. Tanto el Partido Republicano como el Demócrata saben ahora que sus preferencias en esos países no incluyen la opción democrática. Al igual que Trump, Biden no va a preferir a un islamista antes que a Sisi o a la familia real saudí, por despiadados que sean.
En Israel, todo esto puede llevar a algunos a concluir que dependen de sí mismos a la hora de hacer frente a las amenazas de seguridad. Es cierto que una mayor disposición a intervenir en el extranjero refuerza la noción de que EEUU es de alguna manera proclive a acudir presto en defensa de Israel, pero los escenarios manejados son siempre remotos y como apocalípticos.
También es cierto que las tiranías árabes que salieron indemnes o reforzadas de la Primavera Arabe han demostrado ser mucho más cínicas, realistas… e indiferentes a la causa palestina. Asimismo, están más interesadas en satisfacer sus intereses de seguridad para contener a los iraníes y a los radicales, y son por eso mucho más proclives a aliarse abiertamente con Israel. En este sentido, los fiascos de los movimientos democráticos árabes, que por otro lado tienden a reflejar la opinión pública árabe en lo relacionado con el antisemitismo y los argumentos palestinos contra Israel, son también una ayuda para la diplomacia israelí.
La tiranía de El Sisi en Egipto ve a su vecino como un aliado contra la Hermandad Musulmana. Que los Estados del Golfo hayan abrazado a Israel e incluso normalizado sus relaciones con el Estado judío a causa de su temor a Irán no hace sino reforzar el punto. Estos desarrollos demuestran ser de mayor utilidad para Israel que un compromiso teórico de intervención de una América no escarmentada por Irak y la Primavera Árabe.
Ahora bien, Israel y EEUU deben preguntarse qué ocurrirá la próxima vez que haya un despertar árabe como el de 2011, inevitable aun cuando se produzca en un futuro lejano.
En el mundo musulmán, las fuerzas de la reacción están en auge, y los israelíes pueden confiar en que la normalización cambie las concepciones del árabe del común respecto de los judíos, junto con el bien que está haciendo para sus Gobiernos en términos comerciales o en lo relacionado con las amenazas militares.
Pero así como el triunfo de los reaccionarios en la Europa de 1848 no significó que no acabara llegando una hora de la verdad aún más formidable en el siglo siguiente con el auge del comunismo, no debería asumirse que la derrota del impulso que llevó a la Primavera Árabe es permanente. Mientras, los países que, como EEUU e Israel, han resultado beneficiarios inesperados de ese vuelco sacarán provecho del fracaso de la democracia árabe aun cuando lamenten la derrota de sus propios ideales en esa parte del planeta.
© Versión original (en inglés): JNS
© Versión en español: Revista El Medio
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