Produce una enorme tristeza constatar que a la mayoría de los ortodoxos de Israel no les importa nada la salud de sus connacionales. Una y otra vez, sin dar el brazo a torcer ante leyes o restricciones cívicas sin duda necesarias en esta hora de pandemia y enfermedad, insisten en reunirse, aglomerarse y pasarse de la raya. Ya sea en bodas gigantescas o sepelios masivos. Cuando Freud anotó que la religión poseía rasgos de neurosis obsesiva, tenía razón en un punto: a los fanáticos no les importa nada la vida de los que no creen en lo mismo que ellos; una cosa es ser creyente, observante, y otra muy distinta es vivir de espaldas al mundo, y sobre todo a lo que Herzl denominó ´´viejonuevo estado´´ judío, Israel. País que tiene un problema difícil de resolver con los ortodoxos: por un lado los necesita, admira su persistencia y, en muchos casos, su sabiduría milenaria, y por el otro rechaza de plano su falta de empatía con el resto de la sociedad. Si la Torá limita y constriñe la trama cívica, entonces se niega a sí misma, pero si la amplifica y endulza, facilita y mejora, entonces sus enseñanzas son útiles a todos.
No resulta ciertamente aleccionador ver a cientos, tal vez miles de personas negar las verdades de la ciencia, la constatación de que la vacuna contra el Covid nos protege si acaso también hacemos caso a las prevenciones que nos instruyen sobre la conducta en los campos de la higiene y la compartimentación comunitaria, los viajes y las reuniones extrafamiliares. La proximidad entre las palabras hebreas dat, religión, y daat, ciencia , que necesita, para serlo, pruebas de efectividad y verificación visual, hablaría de un nexo profundo entre ambas, pero mientras la religión ortodoxa se cierra y encierra en la fe ciega, la ciencia se apoya misteriosamente en una sola letra: la ain, el ojo, presente en daat. De ahí al simbolismo del color hay un solo paso: el negro de los haredim lo absorbe todo y no da nada, o casi nada, en tanto que la ticción celular en los laboratorios matiza, distingue y opera a nivel molecular, propone cambios, unos buenos y otros no tanto. Halla soluciones. Es obvio que vivimos en un mundo de colores, de especies distintas, microrganismos y virus. Generalizarlo es tan malo como atomizarlo en extremo. La misma Torá sostiene que el pueblo pierde su contacto con el Creador por ´´falta de conocimiento´´.¿Por qué negarlo entonces? ¿Por qué no dar el brazo a torcer en realidades tan básicas como la salud pública?
¿Qué clase de líderes tienen los haredim? ¿Meros repetidores de ensalmos? ¿Negadores de la pluralidad excelsa de la vida? No importan las pruebas que les demuestren el mal que hacen al reunirse más allá de las cifras permitidas; no se lo creen. Tienen su cabeza ocupada por cánones rígidos y anticuados. Creo que fue el historiador británico Toynbee el que llamó ´´fósil´´ al pueblo judío, ignorando que en las mismas fechas precisamente Weizmann, un científico anglojudío de pro, participaba en el sionismo que llevaría al renacimiento político de Israel. Así que de fósil nada. Y sin embargo algo de petrificado sí tienen los ortodoxos: sus pasos pueden ser huellas muertas de lo que alguna vez estuvo vivo. Sostenía el poeta Blake que todo lo que vive es sagrado, frase de amplias resonancias bíblicas. De manera que tiene que prevalecer, definitivamente y en Israel, el criterio oficial que desea y trabaja por la salud de todos y no por la de unos pocos. La veneración, todo lo respetable que se quiera, no sirve para curar. Por amargos que sean muchos remedios, es bueno que existan. Por duras que sean las restricciones para sobrevivir, son mucho mejores que la ignorancia multitudinaria.
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