Uno de los oficios que ejercían los judíos ashkenazíes que llegaban antes de la Segunda Guerra Mundial a Sudamérica era el de cuéntenik. Puede que en la España interesada únicamente en los vínculos judíos con su pasado (la legendaria Sefarad previa a la Expulsión de 1492) esta expresión no signifique nada, pero en aquellas latitudes del Nuevo Mundo fue el precursor nada menos que de las tarjetas de crédito, aunque no las otorgaba ninguna institución financiera y en lugar de utilizar la Big Data para valorar en qué medida se podía confiar en el futuro monetario de un cliente, el cuéntenik contaba únicamente con su instinto y criterio para detectar “chvoks” (en ídish, clavos, clientes morosos), además de la red de cuénteniks que tomaban juntos un té siempre en vaso fino de vidrio con un terrón de azúcar entre los dientes.
El de cuéntenik era un oficio impronunciable para la mayoría de quienes lo ejercían, para quienes el diptongo “ue” era un muro lingüístico infranqueable, un matrimonio léxico contra natura de prefijo español y sufijo eslavo. El aprendiz de cuéntenik empezaba como “corredor”, vendiendo de puerta en puerta algún producto, generalmente textil, mayoritariamente en barrios obreros aspirantes a clase media en los que, por ejemplo, un juego de sábanas para el lecho matrimonial era un lujo impagable de una vez, pero al que, gracias a la magia de la venta a plazos, podría accederse incluso antes de terminar de pagarlo, desde la primera cuota. Lo que el cliente (generalmente, clienta) no sabía era que su integridad para con las deudas estaba siendo sometida al escrutinio de los cuénteniks, que sabían ver más allá incluso de las demoras y leer en su alma si realmente tenía la intención de pagar o de evitarlo. Antes de la Inteligencia Artificial, ellos aprendían muy rápido en sus propias carnes el dolor de los impagos y compartían generosamente sus listas negras inscritas en la memoria.
Los que sobrevivían a estas pruebas de fuego crediticias, se apuntaban a una cooperativa, que realizaba compras a precio de mayorista; unas instituciones que se convertían en más importantes y cercanas incluso que los colores del club de fútbol, que ya es mucho decir. MI padre, por ejemplo, fue muchas cosas en su vida con mayor o menor éxito, pero si le hubieran preguntado entonces, sin duda hubiera orgullosamente definido su identidad como cuéntenik, evolución natural del “corredor” que con 17 años, bajado del barco que lo trajo de Europa y sin saber más de cinco palabras en castellano, se labraba un nuevo futuro que incluía una familia y que, con el tiempo, se amplió con amigos, correligionarios y colegas de oficio, compañeros de cooperativa y de sueños que finalmente truncó la inflación y los bancos que les robaron el oficio de saber cómo se portará la gente que te debe algo. Y es que, a diferencia de las entidades financieras y sus anónimas y desalmadas decisiones sobre la fiabilidad económica de los individuos, el cuéntenik siempre llamaba a la puerta dos veces.
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