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| domingo diciembre 22, 2024

Israel sigue necesitando a EE.UU, pero se acabaron los días del servilismo


Finalmente el presidente Biden llamó a Netanyahu, casi un mes después de haber asumido el poder. Pero el establishment de la política exterior ha enviado su propio mensaje al primer ministro israelí: ¡anda con cuidado!

El paso de la Administración Trump a la de Biden representa en algunos casos un brusco giro, de 180 grados. La diferencia entre ambos presidentes acerca de cómo tratar a Israel y los Estados árabes alineados con el Estado judío contra Irán es la más llamativa. Y la perspectiva de que Israel, así como otros Estados del Golfo y países musulmanes que han optado por la paz con el Estado judío antes que seguir siendo rehenes de la intransigencia palestina, sea relegado en la lista de prioridades de EEUU hace las delicias del establishment.

Ahora bien, por muy regocijados que anden, los inveterados promotores del mantra de que Estados Unidos ha de “salvar a Israel de sí mismo” poniendo distancia de por medio deben entender que las cosas han cambiado desde la última vez que manejaron Washington, hace cuatro años.

Con el equipo de política exterior de Biden conformado casi por entero por miembros de la Administración Obama, antiguos encargados del proceso de paz en el Departamento de Estado como Aaron David Miller apenas pueden contener su entusiasmo ante la postergación de Netanyahu. Así, en un artículo publicado en Politico, Miller y Richard Sokolsky –miembro del Carnegie Endowment for Peace, y también capitoste del Departamento de Estado– han resumido lo que estos sedicentes expertos creen que significarán las políticas de Biden para Oriente Medio. Titulado “Cómo Biden pondrá fin al encaprichamiento de Trump con Israel y Arabia Saudí”, en él se dice que a los “grandes egos” que están al frente de esos dos aliados de EEUU les aguardan una serie de reveses, y que la demorada llamada de marras fue solo el principio.

Sabiendo perfectamente de lo que dicen al hablar de cómo piensan excolegas como el secretario de Estado Blinken, Miller y Sokolsky afirman en términos nada inciertos que tanto Netanyahu como el príncipe heredero saudí, Mohamed ben Salman, deberían acostumbrarse a no ser inmediatamente atendidos por nadie en Washington. Tanto Netanyahu como Ben Salman sabían que podían contar el apoyo del presidente Trump en lo relacionado con su principal preocupación: cómo impedir que Irán se convierta en el hegemón regional y se haga con armamento atómico. En cambio Biden, asediado en EEUU por los problemas relacionados con la pandemia del coronavirus, que no desaparecieron por arte de magia tras su toma de posesión, y una economía nacional en declive, tiene en estos momentos preocupaciones más urgentes.

David Friedman, el embajador de Trump en Israel, consideraba su labor promover una cooperación estrecha entre los dos países y reforzar el apoyo americano al Restado judío. Miller y Sokolsky quieren una vuelta a la situación previa a 2017, en la que el embajador estadounidense en Israel actuaba no como un amigo sino como una suerte de procónsul imperial romano que estaba allí para dar órdenes a sus subordinados. Lo cual significaría que los israelíes dejarían de comportarse como si estuvieran facultados a defender sus derechos en Jerusalén y los territorios y para tomar sus propias decisiones en las cuestiones relacionadas con su seguridad. El establishment piensa que el reconocimiento trumpiano de Jerusalén como capital de Israel –y de la soberanía israelí sobre los Altos del Golán– y la petición de cuentas a la Autoridad Palestina por subsidiar el terrorismo y no ceder en nada eran algo intolerable.

Biden está decidido a revivir el desastroso acuerdo nuclear iraní de Obama. Y pese a las supuestas consultas con Jerusalén sobre los intentos de retomar las negociaciones con Teherán, su Administración está determinada a ignorar las legítimas preocupaciones de sus amigos más cercanos y de la única democracia de la región. El equipo de Biden se muestra tozudamente indiferente a las advertencias sobre la insensatez de volver a un pacto que expirará a finales del decenio, dejando al régimen islamista libre para retomar su empresa nuclear, mientras nada hace respecto de su programa ilegal de misiles y su apoyo al terrorismo.

Los autores reconocen que el nuevo presidente sabe que los palestinos no están interesados en la paz. Lo que significa la vuelta a la obsesión del presidente Obama con forzar a Israel a hacer concesiones en pro de una solución de dos Estados que serían un despilfarro de energías y tiempo. Aun así, Miller y Sokolsky prefieren reiniciar las relaciones con Israel.

Miller y Sokolsky tienen una impresionante lista de castigos para Israel y Arabia Saudí –que socavarían las relaciones de EEUU con ambos países– si cualquiera de los dos clama demasiado por sus propios intereses o buscan obstaculizar una nueva ronda de apaciguamiento norteamericano hacia Irán.

Esas amenazas difícilmente van a impresionar a los saudíes, mientras que Netanyahu tratará de evitar las confrontaciones innecesarias con Biden. Pero lo que Miller y Sokolsky –y quizá sus amigos en la Administración– no comprenden es que no hay vuelta al viejo paradigma que exige que Israel se comporte como un servil Estado clientelar.

Los países pequeños han tenido siempre que plegarse a los grandes, pero la dinámica de las relaciones EEUU-Israel se han venido basando en la idea de que el Estado judío es un pedigüeño que sólo puede acudir a Norteamérica en busca de ayuda. Y si bien hay una creciente facción del Partido Demócrata influida por el antisionismo del movimiento interseccional, aun en los peores momentos la mayoría de los americanos siguen apoyando a Israel.

La mayoría de las decisiones de Trump para legitimar la posición de Israel sobre la legalidad de los asentamientos en los territorios o en el Golán pueden ser eliminadas de un plumazo. Pero lo que no se puede revertir tan fácilmente es la nueva correlación de fuerzas en la región, con Israel y los Estados árabes más importantes agrupados en una tácita alianza antiiraní.

Israel aún necesita a su única superpotencia aliada; ahora bien, ya no está tan aislado como durante los años de Obama. Al resistir a las presiones para hacer concesiones insensatas a los palestinos, Netanyahu ya demostró que se podía decir “no” a los Estados Unidos, incluso sermonear públicamente a Obama en el Despacho Oval. Lo mismo vale para una Administración Biden respecto de un Israel que tiene más amigos que enemigos entre los Gobiernos musulmanes de la región hartos de los palestinos.

Al optar por apaciguar a Irán y retractarse de su “línea roja” sobre el uso de armas químicas en Siria (2013), Obama dejó a sus solas fuerzas a Israel y los Estados del Golfo, prácticamente hizo que se abrazaran. Aunque estaba tan poco interesado como Obama en una mayor implicación en la región, Trump alentó esa relación y el resultado fueron los Acuerdos de Abraham, verdadero hito por la paz. Que no fueron fruto de un fiat americano. Esos acuerdos perdurarán no porque sean parte de un plan concebido en Washington, sino, precisamente, porque los vínculos entre Israel y el mundo árabe benefician a ambas partes.

Con una economía y un Ejército poderosos –y una creciente lista de amigos en el mundo árabe–, Israel no puede ser tan fácilmente acosado como antes. En tiempos de Trump, Israel supo qué se sentía al ser tratado como un auténtico aliado en vez de como un amigo pobre al que socorrer, como sucedía antes incluso con los presidentes más proclives, así que no hay manera de regresar al modelo preferido por Biden y sus partidarios.

Puede que Trump se haya ido, pero su legado de empoderamiento de Israel para que pueda sostenerse por sí mismo junto con sus amigos regionales permanece. Netanyahu o cualquiera de sus hipotéticos sucesores se mostrarán renuentes a tener problemas con Biden, pero ya no hay lugar para esa clase de deferencia que comprometía la seguridad y los intereses vitales de Israel.

© Versión original (en inglés): JNS
© Versión en español: Revista El Medio

 
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