Una petición reciente, firmada por centenares de estudiantes y antiguos alumnos de la Facultad de Derecho de Harvard, lleva el espectro del nuevo macarthismo al lugar en el que impartí clases durante medio siglo. La referida petición dice que «la Facultad de Derecho de Harvard se encuentra en la tesitura de acoger [o no] en sociedad a los artífices y promotores de los peores abusos de la Administración Trump», exige que la universidad no «contrate o se asocie» con ninguno de esos pecadores y amenaza: «[En caso contrario], si en el futuro hay ataques contra nuestra democracia incluso más violentos y exitosos, será cómplice [de los mismos]».
Los peticionarios consideran que ese veto forma parte de la misión educativa y laboral de la facultad: «Enseñaría a estudiantes ambiciosos de cualquier edad que tratar de subvertir el proceso democático [les cerrará] la puerta giratoria que lleva al éxito y el reconocimiento». Esta autojustificación de la censura está concebida para incluir una grosera amenaza económica: si, cuando termines tus estudios, quieres tener un buen trabajo, asegúrate de que Harvard veta a los profesores y conferenciantes que están tratando de «rehabilitar sus reputaciones y ocultar el baldón de su complicidad con la Admnistreción Trump».
Se trata de un mensaje parecido al que los macartistas primigenios trataron de inculcar al Harvard de los años 50 del siglo pasado, cuando a los estudiantes se les privaba de la dirección de la Revista de Derecho, de recomendaciones para la realización de prácticas y de otras oportunidades que se habían ganado por la mera razón de su supuesta vinculación con el comunismo y otras causas izquierdistas. Uno pensaría que los actuales estudiantes de la facultad estarían familiarizados con ese sórdido episodio macartista que infectó tantas universidades norteamericanas, empezando por Brooklyn College, del que fui alumno y donde combatí la denegación de libertades civiles a sospechosos de comunismo.
Igualmente, uno pensaría que los firmantes de la petición antecitada serían conscientes de que si esos vagos criterios –relativos a lo antidemocrático, lo racista, lo xenófobo, lo inmoral– fuesen aplicados a todo el claustro, el veto se extendería a cualquiera que haya estado relacionado con los regímenes vigentes en China, Cuba, Turquía, Bielorrusia, Venezuela, la Autoridad Palestina, etc. Así como a los partidarios de grupos norteamericanos antidemocráticos y contrarios a la libertad de expresión como Antifa y la organización –el Proyecto de Paridad Popular– que promueve esa misma petición contra la libertad de expresión. Por cierto, históricamente, la represión y la censura han sido dirigidas principalmente contra la izquierda. Aún hoy, el Gobierno francés expresa su preocupación por el impacto de las influencias «islamo-izquierdistas» procedentes de las universidades norteamericanas.
La petición tiene por blanco sólo a los partidarios de Trump, no a los que defienden la represión antidemocrática de izquierdas, ya sea aquí o en el extranjero. Se basa en la asunción de que hay una excepción Trump a la libertad de expresión y el derecho a un juicio justo. Pero las excepciones a la libertad de expresión y la libertad académica acaban convirtiéndose en norma.
‘Libertad de expresión para mí pero no para ti’ no es un principio defendible. Hoy es el mantra de los nuevos censores, que exigen cancelar a conferenciantes, profesores y escritores que no comparten su celo anti-Trump. El caso es que el voraz apetito de los censores raramente queda saciado. Ahora están tratando de silenciar a los defensores de la Constitución que, como yo, se opusieron a la mayoría de las políticas de Trump pero también a lo que consideramos esfuerzos inconstitucionales por procesarle. Cuando fui invitado por un grupo de estudiantes de la Facultad de Derecho de Harvard a conferenciar, el acto hubo de celebrarse fuera del campus debido a las amenazas de abucheo y silenciamiento.
La mayor parte del celo por excluir de los campus a los defensores de Trump corre por cuenta de organizaciones e individuos que por otro lado demandan más «diversidad». Pero su definición de diversidad se limita a la raza, el género, la orientación sexual y la etnicidad. No se extiende a la misión fundamental de las universidades: escuchar y aprender de la más amplia gama de concepciones, perspectivas, ideologías y preferencias políticas.
Los estudiantes deberían recibir a los defensores de Trump y desafiarlos; con respeto, civismo y mente abierta. Deberían estar dispuestos a escuchar ideas diametralmente opuestas a las suyas. Muchos de los oradores cancelados expresarían ideas aceptadas por decenas de millones de votantes norteamericanos. Quienes estamos en desacuerdo con ellas deberíamos confiar en que fueran contundentemente rechazadas en el mercado abierto de las ideas, como lo fueron en las elecciones de 2020. Ninguna universidad o facultad de Derecho debería clausurar ese foro, como hizo el viejo macartismo y pretende hacer el nuevo. No hay lugar para la censura política selectiva ni en la Facultad de Derecho de Harvard ni en ninguna institución de enseñanza superior, reciba o no fondos públicos, pero sobre todo si sí lo hace.
Esa petición contraria a las libertades civiles debería ser rechazada en el mercado de las ideas por todos los estudiantes, profesores y gestores que valoren la pluralidad de opiniones dentro y fuera de las aulas.
Alan M. Dershowitz es profesor emérito de la Facultad de Derecho de Harvard (Felix Frankfurter Professor of Law, Emeritus) y autor de libros como Guilt by Accusation: The Challenge of Proving Innocence in the Age of #MeToo («Acusado y por tanto condenado: el reto de demostrar la inocencia en la época del #MeToo»), publicado por Skyhorse en 2019. Su nuevo podcast, The Dershow, está disponible en Spotify, Apple y YouTube. Dershowitz es el Jack Roth Charitable Foundation Fellow en el Instituto Gatestone.
Traducción del texto original: The New McCarthyism Comes to Harvard Law School
Traducido por El Medio
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