Hay un viejo adagio, de autoría disputada, que ha recorrido los siglos y dice: en tiempos de guerra, la verdad es la primera víctima. Como el escritor inglés Samuel Johnson explicó en el s. XVIII, la guerra alimenta “las falsedades que dicta el interés y la credulidad ceba”. Siempre ha sido así.
Pero ¿Puede uno sostener que la verdad es también una víctima de la paz? Me hago esta pregunta en relación con los Acuerdos de Abraham, la histórica serie de tratados bilaterales de normalización del otoño del año pasado; primero entre Israel y Emiratos y enseguida entre Israel y Baréin, Israel y Omán, Israel y Sudán e Israel y Marruecos.
Todos ellos fueron suscritos con enorme fanfarria, y aún hoy se percibe lo que algunos han llamado “el espíritu de los Acuerdos de Abraham”. Se nota especialmente en las redes sociales, donde se ve que hay usuarios de Twitter que siguen maravillados ante unos acuerdos impensables hace veinte años. ¿Bodas y bar mitzvás en Dubái? ¿Surferos israelíes en Omán? ¿El increíble potencial de la paz entre el Israel creativo y emprendedor y los ricos Estados árabes, ávidos de importaciones? ¿La retirada del contenido antisemita y antisionista de los libros de texto de esos mismos países? ¿La ocasión de que los judíos misrajíes tomen contacto con las tierras y culturas de las que fueron expulsados sus antepasados? ¿Una ejecutiva de las aerolíneas Etihad hablando públicamente en hebreo? Francamente, ¿qué no hay que celebrar?
Los logros son reales, y la atmósfera de tremenda positividad que los rodea es comprensible. Pero el benigno clima de la paz puede ejercer tanta censura sobre la verdad como el adverso de la guerra; y es que, como diría Johnson, los intereses dictan que hay ciertos asuntos que no deberían abordarse y ciertas observaciones sobre nuestros nuevos amigos que no se deberían hacer, para no perturbar la paz.
Así las cosas, lo que sigue da cuenta de una verdad fundamental que corre riesgo de ser víctima de los Acuerdos de Abraham, presentados por sus entusiastas judíos y árabes con un espíritu de apertura de miras.
El régimen de la kafala, una modalidad moderna de la esclavitud, aún impera en todo el Golfo Arábigo, donde hace presa en millones de trabajadores inmigrantes. Hablar de “esclavitud” no es un exceso retórico: en Emiratos, Baréin y Omán, así como en Kuwait, Arabia Saudí y Qatar, los empleadores árabes controlan cada aspecto de la vida de los trabajadores extranjeros a los que explotan (procedentes de Bangladés, la India, el Nepal, Pakistán y lugares aún más lejanos), incluso su derecho humano elemental a ir y venir cuando les plazca.
En la última década, la kafala ha atraído considerable atención mediática, principalmente por las terribles condiciones de los migrantes que trabajan en Qatar construyendo los estadios y demás instalaciones del Mundial de fútbol del año que viene. El problema es igual de acuciante en Emiratos, donde los casi 8 millones de trabajadores foráneos comprenden el 80% de la población; lo cual significa que la gran mayoría de los habitantes del país viven sin apenas derechos.
Los estilosos hoteles de Dubái están a un universo de distancia de las condiciones míseras que soporta la mayoría de los trabajadores migrantes de la ciudad. Cuando llegan a Emiratos, sus empleadores les retiran los pasaportes; son también ellos quienes deciden dónde van a alojarse y qué ridícula cifra van a cobrar, y hasta qué pueden comer y cuándo pueden ir al baño. El sueldo medio es de menos de 200 dólares, y las jornadas laborales son de entre 16 y 21 horas, sin descansos de por medio. La situación es particularmente penosa para las empleadas domésticas, obligadas a trabajar también los fines de semana y a menudo sometidas a abusos físicos y sexuales.
Pese al flujo continuo de informes lacerantes elaborados por organizaciones de derechos humanos, la cobertura mediática de las condiciones que soportan los trabajadores foráneos e incluso las ocasionales declaraciones de condena por parte de dignatarios extranjeros, los países del Golfo siguen manteniendo el sistema de la kafala al tiempo que aseguran estar emprendiendo reformas de calado. Pero esas reformas nunca se materializan porque no tienen razones políticas para ello, más allá de aplacar a un puñado de críticos de fuera. Ninguno de los responsables del mantenimiento de la kafala –sin la cual esos países no podrían marchar como marchan– tiene el menor incentivo para acometer mejoras. Ni se expone a sanción alguna por no hacerlo.
En septiembre del año pasado, una reportera del Guardian británico consiguió hablar con algunos trabajadores migrantes en Dubái. “Hace más de un año que no puedo enviar dinero a casa. Porque me muero de hambre”, le dijo un paquistaní de 39 años que lleva diez meses sin cobrar. “Estamos enfermos y hartos de este lugar, y queremos escapar. Pero no puedo volver sin nada”. Mientras persista el sistema de la kafala, seguirá habiendo historias descorazonadoras como ésta.
No preveo que Emiratos ni ninguno de sus vecinos vayan a ser nada parecido a una democracia liberal en los años venideros. Ni pienso que el reformismo democratizador deba ser una condición para el establecimiento de relaciones diplomáticas con esos países, aunque llama la atención que la ONG Freedom House, que considera a Israel la única sociedad “libre” de la región, dé un 16/100 a Irán, un 17/100 a Emiratos y un 12/100 a Baréin en su más reciente índice de “libertad en el mundo”.
Hay ciertos crímenes patrocinados por el Estado tan monstruosos que impiden la adscripción al mundo civilizado. El genocidio es uno de ellos; la esclavitud, yo diría, otro. Y, guste o no, la verdad sigue ahí: la esclavitud está tan viva y coleando en los Estados árabes que han hecho la paz con Israel como en los que se prevé que lo hagan en un futuro próximo.
© Versión original (en inglés): JNS
© Versión en español: Revista El Medio
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