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| jueves noviembre 21, 2024

Muerte, memoria y nombre


Cuando era muy joven, una chica que limpiaba en casa, al enterarse de que éramos judíos, un día juntó valor y se atrevió a preguntarle a mi madre si era cierto que enterrábamos a nuestros muertos en posición vertical. Me imagino que la mayor de sus incógnitas sería cómo hacíamos para que el cadáver no se desmoronase y se mantuviera vertical: también a mí me asombraba lo que la gente podría fantasear en torno a nuestra condición. Muchos años después, ya en España, al comentarle a alguien que era judío, me dijo sentirse fascinado por nuestra supuesta parafernalia litúrgica, una imagen que, seguramente, procedía de películas de serie B o de alguna escena de la primera entrega de Indiana Jones (en cuya trama quien asume el papel de sacerdote para abrir el Arca de la Alianza no es un cohen / sacerdote, ni siquiera un judío, sino directamente un nazi con un ropaje ceremonial como nadie ha visto desde que hace dos mil años destruyeron el Segundo Templo de Jerusalén) y me preguntaba sobre nuestros rituales en torno a la muerte.

La verdad es que nuestros cementerios son bastante parecidos a los de los cristianos que siguen enterrando a sus muertos. Puede que más deslucidos por la falta de los colores de las flores, ausentes en los rituales judíos, muchas veces sustituidas por simples piedras que se apilan sobre la tumba. No encontrarán generalmente tampoco grandes alardes monumentales o mausoleos, porque la única consigna es descansar en la propia tierra de la que, según el relato bíblico, hemos sido creados. Por ello, la tapa inferior del ataúd suele ser de madera más fina para, en el momento del entierro, abrir una brecha que deje al cuerpo estar en contacto directo con la tierra, o directamente depositar el cadáver amortajado en el sustrato, sin caja.

La muerte como concepto, más que como ceremonial o liturgia, sí que se diferencia en el judaísmo de otras culturas: lo que preocupa no es tanto el destino (infierno o paraíso) en el Mundo Venidero (Olám Habá) sino la memoria que deja en éste. De allí la frase que acompaña todo deceso: Zijronó (o zijroná, en femenino) Librajá (o sus siglas, Z’L): bendito sea su recuerdo, la huella de mejora que deja en quienes le conocieron. Por el contrario, cuando alguien, judío o no, personifica el Mal, ha de acompañarse su invocación con la sentencia Imaj Shmó (Que su nombre sea borrado). En lugar de un paraíso celestial o abundante en vírgenes dispuestas a dar placer, el premio a la bondad, la decencia, la empatía, la ayuda y la iniciativa es permanecer en el recuerdo, como fórmula metafísica para vencer la entropía cósmica gracias a la vuelta a la vida en la conciencia individual y colectiva. Y, en lugar de un infierno de dolor y odio retroalimentándose eternamente, la oscuridad del vacío, el no verbo, el olvido del nombre que nuestros progenitores nos dieron como único equipaje para comenzar a andar la vida. Se entenderá entonces el alcance del Mal absoluto que dejó insepultos a millones de santos y les negó su propio nombre.

 
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