El estado de cosas en Israel recuerda mucho el proceso experimentado por el Líbano desde su independencia, en 1943, hasta el momento presente. Lo que destruyó “la Suiza de Oriente Medio” y provocó que acabara cayendo en manos de Hezbolá e Irán fue la subordinación del interés nacional a los intereses personales y sectoriales de los políticos –tanto cristianos y drusos como suníes–. Sacrificaron el país en el altar de sus propias carreras deslegitimando a los rivales y promoviendo a sus afines. Lo peor de todo: se pasaron 40 años reconciliándose con la presencia de Hezbolá como organización militar, aceptando su entrada en la arena política e incluso conformando coaliciones con la organización terrorista islamista. Todo ello, pese a que todo el mundo sabía con absoluta certeza que el objetivo de Hezbolá era facilitar la conquista del Líbano por parte de Irán.
Quien haya seguido la política israelí en los últimos años, pero especialmente en los últimos meses, no podrá evitar la desagradable sensación de que Israel está repitiendo la experiencia libanesa. Se fundan y dirigen partidos sobre la base del personalismo y los políticos llegan a lo personal en la deslegitimación del rival, sin la más mínima preocupación por el bienestar del país. Lo peor es que todo el mundo, a izquierda y derecha, está deseoso por recibir la ayuda del Movimiento Islámico, cuya ideología pivota sobre la eliminación de Israel como Estado judío y democrático y no pretende siquiera disimularlo.
El Movimiento Islámico es una rama israelí de la Hermandad Musulmana, vivero ideológico del que han surgido Hamás, Al Qaeda, el ISIS y otros grupos yihadistas suníes que ven a Israel como un Estado fundamentalmente ilegítimo que ha de ser erradicado del mapa. La Rama Meridional, que lleva en la Knéset desde 1996, ingresó en el Legislativo israelí para influir a modo en la política y la sociedad israelíes. Lo que está sucediendo –la conversión de la Hermandad Musulmana en un partido legitimado– es el sueño del Movimiento Islámico y un triunfo para su estrategia: dominar el sistema político israelí y explotar sus debilidades, que emanan de los conflictos personales, sectoriales y faccionales entre sus principales actores.
La izquierda y la derecha israelíes son igualmente responsables de lo que sucede. Están llevando a Israel por un derrotero similar al que puso fin al Líbano como país fundado como refugio para la minoría cristiana en el Oriente Medio mayoritariamente musulmán; refugio que los cristianos consideraron necesario tras el genocidio armenio perpetrado durante la I Guerra Mundial.
La semejanza entre los casos libanés e israelí es estremecedora. El Estado de Israel fue fundado para renovar la soberanía del pueblo judío en su tierra ancestral. La guerra de supervivencia de Israel contra el mundo islámico descansa sobre el hecho de que el islam no lo considera un Estado legítimo. El islam ve al judaísmo (y al cristianismo) como una din batal, una religión falsa, y a los judíos no como un pueblo sino como una serie de comunidades religiosas pertenecientes a los numerosos pueblos del mundo entre los que han vivido en sus 1.900 años de exilio. Además, el islam considera la Tierra de Israel como parte integral de la Casa del Islam desde que fuera conquistada por los musulmanes.
El día en que escuchemos al diputado árabe Mansur Abás renunciar a esas creencias islámicas y decir ante las cámaras, junto con los demás diputados de su formación, que cree que el judaísmo es una din hak (una religión verdadera), que el pueblo judío existe y tiene derecho a un Estado en su patria ancestral y que Jerusalén es la capital histórica y eterna del pueblo judío; entonces y sólo entonces podremos ver al Movimiento Islámico como una organización legítima con la que formar una coalición en el Estado judío. Pero las probabilidades de que el Movimiento Islámico haga esa declaración son cero.
Todos los mantras azucarados que nos han servido los medios en los últimos meses, sobre “el profundo cambio interno que ha ocurrido en el sector árabe”, que los “jóvenes árabes piensan de manera distinta”, que son “totalmente israelíes en su modo de vida”, que “quieren integrarse en la sociedad y el Estado” y “dejar de ser espectadores e implicarse en la vida política”; todos y cada uno de ellos encubren la desnudez de los políticos y su falta de interés en salvar el sistema político de la crisis en que lo han sumido. Si quisieran, podrían solucionar el problema muy rápidamente: renunciando a sus consideraciones personales y sectoriales y actuando en pro del interés nacional. Pero no: prefieren cifrar sus esperanzas en un movimiento cuyo solo objetivo es erradicar Israel como Estado judío y democrático. Así las cosas, todos ellos –a izquierda y derecha– son culpables de poner a Israel en el derrotero que siguieron los libaneses, que igualmente ignoraron el peligro representado por Hezbolá y proclamaron (como algunos comentaristas israelíes) que había dejado atrás “el ciclo del terror y asumido su lugar en la arena política”.
No hay que impresionarse por los trajes y corbatas de los diputados del Movimiento Islámico; por su hebreo impecable, sus titulaciones académicas y los eslóganes que proclaman. El Movimiento Islámico en Israel no ha renunciado a su objetivo final: la destrucción de Israel como Estado judío, y todo lo que ha hecho desde su ingreso en la Knéset ha ido dirigido a que le den su aprobación unos judíos sionistas cuyas ambiciones personales y disputas políticas les impiden poner su país por encima de todo.
Nota: este texto es la traducción de una versión editada de un artículo publicado en la web del BESA Center antes de que se anunciara la formación de una coalición de gobierno en Israel conformada por ocho partidos políticos, entre los que hay tanto sionistas de izquierda, centro y derecha como el islamista encabezado por Mansur Abás.
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