En comparación con las poblaciones locales, los judíos de las diásporas siempre destacamos por la multitud de orígenes geográficos, aunque dicha distinción se ha ido esfumando a medida que el mundo ha ido globalizándose. No pasa, sin embargo, lo mismo con nuestros nombres (o, al menos en mi caso). Los varones judíos recibimos por proclamación el nuestro (shem hakodesh, el nombre sagrado) durante la circuncisión, mediante la fórmula tradicional con el “ben” y el nombre (sagrado) del padre en lugar del apellido. En mi caso, y como suele ser habitual entre los ashkenazíes, recibí dos nombres de familiares difuntos: soy Jaím Eliézer ben Moshé (en pronunciación ídish: Jáim Léizer ben Móishe). Sin embargo, en mis papeles oficiales de nacimiento mis padres prefirieron elegir como apelativo habitual (shem kinúi) Jorge Luis (quedándose con las iniciales del shem hakodesh en ídish).
En el jardín de infantes de la escuela judía al parecer ya había otro Jáim y desde entonces mis compañeros en dicha institución me conocieron como Léizer (pronunciado como láser en inglés: un adelantado a mi época). Sin embargo, siendo ya adolescente, con el mismo grupo, y a consecuencia de una heroicidad deportiva nada habitual en mí durante un partidillo de fútbol, comenzaron a llamarme Físele (piernecita, en ídish). Al menos conservaba mi apellido, o eso creía, porque al ir a sacar mi pasaporte (trámite que se basaba únicamente en la partida de nacimiento) descubro que, si bien toda mi familia y sus descendientes desde que llegaron a Argentina a principios de los años 30 del siglo XX se apellidaban Rozenblum, el funcionario que se encargó de mi inscripción en 1955 decidió aplicar la regla ortográfica de “antes de la b va la m, no la n”. Desde entonces (y hasta el nacimiento de mi hija) he sido el único Rozemblum, la oveja “m” de mi estirpe.
La cosa no acaba ahí. Cuando llegué a Israel y tomaban nota de mi nombre en inmigración, el Jorge Luis acabó convertido en Joe Louis. Ese fallo y la facilidad que da Israel para cambiarse de nombre hicieron que optase por convertirme en Guiora Rozen. La verdad es que una mañana estaba haciendo un trámite en Beer Sheva (cerca del kibutz en que vivía) y, paseando por la ciudad, pasé por la puerta de la oficina del Ministerio del Interior y vi que podía cambiar mi identidad por sólo tres liras de las de entonces: ¿quién se podía resistir? Así llegué a mi sexto nombre (después de Jaím Eliézer, Jorge Luis, Léizer, Físele y Joe Louis) y tercer apellido (después de Rozenblum y Rozemblum). Como habrán intuido ya, la cosa no acabó allí. Para tramitar los papeles en España recurrí a mis documentos argentinos, con lo cual (como en un juego de mesa), me tocó retroceder algunas casillas. Lo asombroso es que, de todos los males que me han aquejado, nunca me han diagnosticado personalidad múltiple. Cosas de judíos.
Posdata: a veces firmo con seudónimo.
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