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| sábado noviembre 16, 2024

¿Estamos al principio de una nueva guerra fría entre EEUU e Israel?


Tanto para el primer ministro Bennett como para el canciller Lapid, la última semana de octubre fue una tormenta perfecta de circunstancias que amenazan con frustrar sus deseos de mejorar las relaciones entre Israel y EEUU. Los dos, cada uno por sus propias razones, veían en el establecimiento de una buena sintonía con el presidente Biden y su Administración uno de los principales objetivos de su Gobierno de coalición cuando se hicieron con las riendas del poder, el pasado junio. Pero el Departamento de Estado ha dado un par de zapatazos de advertencia mediante su renovado compromiso con la reapertura del consulado norteamericano en Jerusalén y sus críticas a la actividad constructora en los asentamientos. Además y por encima están las informaciones de que Irán está volviendo a las conversaciones sobre su programa nuclear en Viena. Todo esto son torpedos contra las esperanzas de Bennett y Lapid de que el desalojo del poder de Netanyahu, el diablo en persona para el equipo de Biden, asegurara la buena disposición del presidente estadounidense y les protegiera contra la clase de hostilidad hacia Jerusalén que caracterizó la última estancia demócrata en el poder.

Quizá Bennett y Lapid sabían que el anuncio de la construcción de unos pocos miles de viviendas en los asentamientos y la designación como terroristas de seis ONG palestinas provocarían la ira de Washington. Los dos son asimismo penosamente conscientes de que han fracasado sus intentos de persuadir a los norteamericanos de que renuncien a sus renovados esfuerzos por apaciguar a Irán y retomar un acuerdo nuclear que los israelíes consideran desastroso. La complaciente retórica que han desplegado en público sobre lo mucho que aprecian a Biden y su amistad con Israel han resultado estériles, así como los poderosos argumentos y advertencias que hacían en privado sobre la insensatez de comprometerse con Irán.

La firme determinación de Biden de reabrir el consulado norteamericano en Jerusalén para que funcione como embajada ante los palestinos pone al Gabinete Bennett-Lapid en trance de colapsar si no consigue poner freno a algo que socava la soberanía israelí en su propia capital. Sea como fuere, hay algo más importante que la perdurabilidad de esa tambaleante alianza de partidos derechistas, izquierdistas, centristas y árabes. La cuestión que Bennett y Lapid han de plantearse es si, aunque no tengan a Netanyahu enfrente, su Gobierno está verdaderamente preparado para volver al estado que presentaban las relaciones israelo-americanas en diciembre de 2016. Si este acaba siendo el caso, al Estado judío le esperan años difíciles. Y ningún paño caliente en forma de consenso bipartidista en defensa de la alianza EEUU-Israel alcanzaría para reparar el daño que podría hacer una Administración estadounidense abiertamente hostil.

Ante la perspectiva de un empeoramiento brusco y profundo de las relaciones entre ambos países, los argumentos para temerse lo peor son poderosos.

El primero tiene que ver con el personal que trabaja en el Departamento de Estado y la Casa Blanca.

Mucho se dice y se seguirá diciendo sobre los buenos sentimientos del secretario de Estado Blinken y el consejero de Seguridad Nacional Sullivan hacia Israel, por mucho que tanto ellos como Biden hayan tenido desacuerdos con los líderes israelíes a lo largo de los años, especialmente en tiempos de Obama, para el que trabajaron. A diferencia de Obama, los tres sienten cierto afecto por el Estado judío, y en el caso de Biden las muestras de amistad se remontan medio siglo, a los inicios de su carrera política.

Pero esa amistad siempre ha sido condicional. Como dijo el exsecretario de Defensa Robert Gates, resumiendo admirablemente su carrera, Biden se ha equivocado en casi todas las cuestiones importantes de política exterior de los últimos 40 años. A todo el mundo le cuenta lo mucho que ama a Israel, pero no deja de pensar que sabe mejor que los israelíes y que sus dirigentes qué es lo que más les conviene. Cree que los israelíes, niños consentidos, necesitan de un estricto tutelaje norteamericano. Además, no es de los que encajan bien las críticas. Su autoestima es tal que considera un insulto que se desafíen sus órdenes. Netanyahu lo constató en 2010, cuando el anuncio de una construcción de viviendas en Jerusalén durante una visita de Biden llevó a un grave incidente bilateral porque al parecer con ello se hirió la sensibilidad del entonces vicepresidente de Obama.

Desde entonces, la piel de Biden se ha hecho si acaso más fina, como se desprende de sus continuas respuestas intemperantes ante las preguntas de ciudadanos y periodistas no serviles.

Biden y sus consejeros no son unos completos ilusos, así que, a diferencia del expresidente Obama, no esperan que advenga milagrosamente una solución de dos Estados que los palestinos no desean. Pero si Bennett no se pliega a los deseos de Biden en lo relacionado con el consulado o comete la temeridad de desafiarle públicamente en lo relacionado con Irán, las consecuencias pueden ser graves.

Aunque Biden, Blinken y Sullivan son amigos condicionales de Israel que piensan que han de salvar al Estado judío de sí mismo, los hombres elegidos por el presidente para la segunda línea no son tan afectuosos. Algunos, como la subsecretaria de Estado Wendy Sherman o Robert Malley, enviado especial para Irán, son veteranos de las Administraciones de Clinton y Obama y tienen una visión de la relación bilateral mucho menos favorable. Sherman fue la arquitecta de los desastrosos acuerdos nucleares con Corea del Norte e Irán, y no ha aprendido nada de sus errores. En cuanto a Malley, fue, entre otras cosas, un apologeta del dirigente/terrorista palestino Yaser Arafat y un destacado partidario del acercamiento a Irán.

Igual de problemático es el hecho de que en la burocracia federal haya quienes, como Hady Amr, subsecretario para Asuntos Israelíes y Palestinos del Departamento de Estado, que reflejan las posiciones de las bases demócratas sobre Oriente Medio. Más jóvenes y alineados con la interseccionalidad y la teoría crítica de la raza que imperan en la Academia y el activismo de izquierdas, ven a Israel con un grado de hostilidad ausente en los procesistas de la paz y los diplomáticos con más edad.

No menos importante es la necesidad que tiene Biden de estar en sintonía con los congresistas progresistas con los que se ha alineado en la arena política doméstica. Lejos de plantarse ante la Escuadra izquierdista, con sus miembros antisemitas y pro BDS, Biden prefiere cortejarla. No es tanto una cuestión de afinidad ideológica como, ya digo, de necesidad política. Sabe que la izquierda no sólo representa el futuro de su partido, sino que tiene más energía e influencia en el coro mediático y cultural que los avejentados moderados pro Israel, aun cuando estos sean más numerosos.

Lo anterior significa que cualquier desafío a la Administración por parte de Jerusalén procurará una oportunidad a la izquierda para ser aún más asertiva en sus ataques contra Israel con la excusa de que está defendiendo al presidente.

No pintan bien las cosas para quienes, en Israel y en EEUU, mantienen que los años venideros no serán una repetición de las batallas incesantes entre Washington y Jerusalén que caracterizaron las relaciones entre Obama y Netanyahu desde 2009 hasta 2016.

Aun así, Bennett y Lapid pueden albergar alguna esperanza en que las cosas no se salgan de madre.

En primer lugar, pueden bregar por que Biden honre su promesa de mantener en privado sus disputas con Israel, en vez de dejar que se hagan públicas como hacía Obama. En ese caso, aun los peores desacuerdos no parecerán tan malos.

En segundo lugar, pueden confiar en que, como ha sucedido tantas veces en los últimos tiempos, los enemigos de Israel fuercen las cosas y lleven a Biden al rincón israelí. La intransigencia palestina y su apoyo al terrorismo, así como el afán iraní por conseguir sus objetivos nucleares –y su convicción de que Biden es demasiado débil como para impedirlo–, podrían resultar finalmente decisivos.

Por último, pueden contar también con las disfunciones de la propia Administración Biden. En los últimos nueve meses, los demócratas se han metido en un pantanal en el que descuellan el desastre afgano, la crisis en la frontera con México, el colapso de las redes de abastecimiento y el marasmo económico, que, junto con la pandemia del coronavirus, no se esfumarán. Estos asuntos han hecho que Biden se hunda en las encuestas, pese a que inició su presidencia con vastas reservas de buena voluntad y apoyo de quienes confiaban en que encarnara la moderación y la competencia.

A diferencia de Obama, que tenía capital político como para permitirse sus fútiles políticas mesorientales y su absurdo enfrentamiento con Netanyahu, Biden no tiene margen para semejantes dispendios. Los israelíes no pueden sino confiar en que sea lo suficientemente sensato para no enredarse en estúpidas disputas con quienquiera que gobierne Israel en los próximos años –ya sea Bennett, Lapid o Netanyahu–, disputas que no aportarían nada a la seguridad norteamericana o a las expectativas políticas del Partido Demócrata. Pero esto depende de Biden, no de sus interlocutores israelíes.

© Versión original (en inglés): JNS
© Versión en español: Revista El Medio

 
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