Son muchos los que están convencidos de que, así como existe una universalidad de las leyes físicas que hace que se cumplan en cualquier sitio y bajo cualquier condición, las palabras significan lo mismo en distintos idiomas y latitudes, que existe un mundo platónico de significados común a toda la humanidad. Pero quizás no sea así.
Quizás cuando en Nicaragua hay elecciones no triunfe la democracia. Quizás un territorio conquistado por un país como el norte de Chipre por Turquía en 1983 o parte de la Palestina tras el final del Mandato Británico entre 1948 y 1967, no se considere en algunas lenguas “ocupado” militarmente y sí en caso de que Israel haya retirado su ejército y gobierno de él (como Gaza desde 2005). Puede que decenas de cientos de miles de árabes muertos en Siria no merezcan ser denunciados como masacre o genocidio, y sí cuando unos cientos de palestinos son detenidos con garantías procesales por participar o planificar atentados terroristas indiscriminados.
Pareciera que las “leyes universales” sirven para todo el universo, excepto para los israelíes. Y con muy poquita imaginación, tampoco se aplicarían a los judíos. La lógica nos lleva a deducir que estos dos grupos, prácticamente solapados, viven en un “universo paralelo” (metaverso, lo llamaría Mark Zuckerberg), sometidos a leyes especiales, ajenas a la condición humana general. ¡Eso explicaría tantas cosas!: por qué estas gente han seguido siendo considerados extranjeros siglos después de afincarse en otras tierras (¿les suena Sefarad?), por qué “nadie les entiende”, por qué “no se mezclan con los demás” o justamente “lo hacen para contaminarlos” con su “alienidad” (una palabra tan fea como “otrosidad”). O, como diría (y escribe) Antonio Gala, “algo habrán hecho” (para merecer, entre otras lindeces, el Holocausto). No es antisemitismo, podrían decirnos, es una guerra contra los alienígenas.
Nosotros los judíos, no ya hombrecillos verdes aunque algunos aún nos imaginan con rabo y cuernos y otros nos describen como monos, seguiremos mientras tanto habitando un universo donde las leyes cada vez sirven más para proteger al culpable que al inocente, propiciando la corrupción con su lenguaje formal, y castigando a veces más a la víctima que al victimario (por ejemplo, en el caso del terrorismo yihadista, tantas veces “justificado” por lo mal que nuestra civilización les ha tratado, impidiendo que impusieran por la sangre su única Verdad teológica y social sobre el planeta). Y mientras lo hacemos, los que hablan otro lenguaje (el del terror, el del autoritarismo, el de la violencia de género, incomprensibles en nuestro hemisferio occidental del universo conceptual) sufren, pero por los ataques de risa que les dan a los pobres cuando sus abogados les comunican las resoluciones de nuestra justicia
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