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| sábado noviembre 23, 2024

Holocausto: una efeméride saneada

«La víctima perfecta –es decir, la que lo mismo vale en Estados Unidos, Inglaterra, o en los territorios administrados por la Autoridad Palestina– es el judío»


Y ahora, Blimele, hija mía,

apaga tu alegría de niña,

el río plateado de tu risa. Nos

prepararemos

para el camino desconocido.

[…]

Abandonar nuestra casa

es todo el tiempo que nos queda».

«Lekh-Lekho», Simkha-Bunim Shayevitch

«En las cinco semanas transcurridas entre el 18 de septiembre y el 25 de octubre de 1941, los acontecimientos se precipitaron rápidamente. Hitler dio marcha atrás a su anterior decisión de no permitir la deportación de judíos del Tercer Reich hasta después de la guerra y, en su lugar, buscó el objetivo irrealizable de una Alemania judenfrei [«libre de judíos»] para finales de año. Se seleccionaron los emplazamientos de los primeros campos de exterminio. Se realizaron las pruebas de varios métodos de matanza mediante gas venenoso. Se prohibió la emigración judía del Tercer Reich. Y los primeros once transportes de judíos partieron hacia Lodz como estación de estación temporal de retención. La visión de la Solución Final… había cristalizado en las mentes del liderazgo Nazi y se estaba convirtiendo en realidad», esta era parte de la conclusión del libro The Origins of the Final Solution (Los oríngenes de la solución final) de Christopher Browning.

Lo que en el trabajo del historiador era un resumen que seguía a un trabajo extenso, minucioso, parece ser la versión siempre condensada, aséptica, que se presenta demasiado a menudo cuando se habla de Holocausto. Es decir, se suele reducir hasta lo ininteligible el planeado horror hasta rebajarlo a un hecho que parece surgido de la nada, casi espontáneamente, o como el ensañamiento derivado de la guerra o, más precisamente, como el producto de la enajenación homicida de un movimiento situado muy puntualmente en el tiempo y el espacio – es decir, desconectado de la historia reciente y remota de Europa y de su larga tradición de aversión a los judíos… Esa víctima que, a diferencia de la síntesis de Browning, poco a poco se comienza a suprimir del mezquino, cómodo recuerdo, para transformarla en una generalidad en la que todo se pierde: sobre todo ella, devenida casi más un símbolo de lo que podría suceder que de lo que sucedió.

El largo recorrido del antisemitismo

De odio y persecución religiosa, del que a veces el judío podía librarse – aunque nunca completamente, pues la desconfianza siempre permanecía – mediante la renuncia a su fe, a su pueblo, a través de la conversión forzada; al antisemitismo de corte nacionalista que en un principio parecía dejar el resquicio de la asimilación, es decir, una vez más de la renuncia a su identidad – igualmente tenida por sospechosa, taimada. El derrotero del prejuicio condujo finalmente al odio racial que ya no permitía ningún tipo de arreglo intermedio y, en cambio, exigía la eliminación física del pueblo judío.

De uno a otro, el judío, ya fuese como «hereje» por antonomasia (era el «asesino de Cristo», ni más ni menos), como «extranjero» eterno al servicio de un «complot internacional», era imperecederamente la encarnación del mal: un «cuerpo extraño» en la sociedad, un «problema» que debía «resolverse». Una situación que no es pretérita: el judío es aún el «otro» (chivo expiatorio, colectivo sacrificial) ideal. Lo ha sido a lo largo del tiempo y las culturas – incluso en aquellas que no han tenido contacto, o en las que este ha sido prácticamente anecdótico, con judío alguno. El judío ha devenido en una representación global y fraudulenta de la injusticia, de la calamidad; de la vileza, en definitiva. Y los medios han contribuido y contribuyen grandemente a esta continuada caracterización funesta, a esta infamia que no cabría ni en la imaginación de Jorge Luis Borges.

En resumen, el antisemitismo es un fenómeno persistente, que nunca dejó de ser – no existe un «nuevo» antisemitismo; a lo sumo, existe un subterfugio de aspecto astuto -: cambia, o antes bien, se adapta, junto con la sociedad, con la historia; se acomoda a cada uno de sus temores (reales y fabricados), a sus necesidades, a sus remilgos – así, es actualmente groseramente maquillado detrás del término «sionista». Este fenómeno se presente ahora, de manera más descarada – es decir, como en la Europa de no hace tanto tiempo atrás – en otras regiones; y lo hace, eso sí, sin innovaciones, es decir, en similares o idénticos planteamientos. Ello es evidente en el discurso, cartas fundacionales y amenazas de diversos grupos, líderes y gobiernos árabes o musulmanes, como por ejemplo el grupo terroristas palestino Hamás, el gobierno iraní y numerosos líderes y clérigos palestinos, entre tantos otros que dicen sin que nadie en Occidente siquiera ensaye un rictus de escándalo. Son, parecen decir, sólo palabras.

El antisemitismo en estas sociedades – como en todas en realidad -, no sólo es una estrategia de desvío de atención, de responsabilidades, es decir, una truculenta distracción; sino que es una incitación a la acción en sí misma. Porque, si se presenta a un grupo de personas tales que trabajan en contra del bienestar general de la población, lo que se está haciendo requerir una solución, una acción. Ergo, se está incitando contra el grupo retratado como arquetipo de la perfidia.

El odio como llamado a la acción

Así, la equiparación entre personas y problemática es una suerte de acto performativo: no sólo se describe una supuesta situación, sino que se prescribe la acción a seguir. Ante un «cáncer» – como habitualmente denominan los líderes iraníes a al estado judío -, procede la extirpación: el extermino. Ante un mal absoluto, ante una inmoralidad categórica, se ordena un proceder similar. De manera que cuando el antisemitismo calumnia, está a su vez, o, sobre todo, llamando a la acción. Demandándola.

Precisamente, en un texto publicado en el blog del diario israelí Times of Israel citaba al filósofo analítico John Austin (How To Do Things With Words), quien decía que «expresar las palabras es, sin duda, por lo común, un episodio principal, si no el episodio principal, en la realización del acto… cuya realización es también la finalidad que persigue la expresión. Pero dista de ser comúnmente, si lo es alguna vez, la única cosa necesaria para considerar que el acto se ha llevado a cabo».

Entonces, a propósito de las palabras del filósofo estadounidense, se señalaba en ese artículo que, en consecuencia, el discurso antisemita no sólo dice algo (un libelo, una difamación) sobre los judíos, sino que es una acción contra estos, puesto que cambia su realidad social: los señala y los aparta – como pasos necesarios para ejecutar la acción, para garantizar el «consenso» o, antes bien, la complicidad de la «mayoría». La acción está siempre en progreso, ocurriendo, puesto que no puede detenerse hasta tanto la razón que la puso en marca deje de existir – no existe «nuevo antisemitismo», pues; sino una caducidad de ciertos escrúpulos, vergüenzas.

La enunciación, la reiteración de los tropos antisemitas requiere, pues, una acción material – elemento necesario para «llevar a cabo el acto». Para el pogromo, para los ataques contra judíos, para su segregación, hacía falta una serie de «actos verbales» previos que abrieran el camino para esos actos materiales. Ese sustrato condujo a Auschwitz. Y ese sustrato nunca se ha ido. Sigue tan vivo como siempre: su manifestación presente no es, por tanto, «nueva».

Y es que el antisemitismo es un odio absoluto. Es la síntesis de libelo e incitación (al propio odio y a la acción violenta); probablemente como en ninguna otra exacerbación del prejuicio, del ejercicio del odio colectivo; acaso por milenario, por estar dirigido contra la minoría por excelencia (es decir, contra el sujeto colectivo ideal; porque el odio es la práctica compartida de la cobardía, de la huida de responsabilidad colectiva e individual).

Como se señalara anteriormente en un texto de CAMERA en Español, Albin Eser, Director Emérito y Profesor Emérito de Derecho Penal y de Derecho Penal Comparado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Freiburg, sostenía (The law of incitement and the use of speech to incite others to commit criminal acts: German law in comparative perspective) que la incitación es particularmente peligrosa ya que «cuanto más tiempo lleva en la esfera social y entre el público en general», más «conduce a una… disminución del control de la palabra hablada y escrita». Una vez que se han diseminado entre el público, las palabras de odio e incitación tienden a propagarse rápidamente y a ser imposibles de controlar.

Las palabras no son, pues, sólo palabras. El viento no ejerce ninguna actividad sobre ellas. Los medios de comunicación, en cambio, sí. Y su papel, en general, es en este sentido lamentable…

Por su parte, Jean-François Gaudreault-DesBiens, Profesor Asistente en la Facultad de Derecho e Instituto de Derecho Comparativo de la Universidad Mc Gill, escribía (From Sisyphus’s Dilemma to Sisyphu’s Duty? A Meditation on the Regulation of Hate Propaganda in Relation to Hate Crimes and Genocide) que lo que a menudo conduce a los crímenes de odio y al genocidio es, precisamente, el uso de discursos de odio y su naturaleza sistemática.

Y ampliaba:

«En tales casos, el discurso del odio, o la propaganda del odio, como prefiero llamarla, está arraigada en un sistema en el que la degradación social del Otro juega un papel central en el discurso político. De hecho, la propaganda del odio contribuye en sí misma a crear un imaginario del Otro. Deshumanizado y despersonalizado, representado como una amenaza y como un enemigo potencial, el Otro, en efecto, es probable que se convierta en el enemigo para aquellos influenciados por dicha propaganda».

Esto, precisamente, es lo que los medios de comunicación callan, censuran, sobre el liderazgo palestino, sobre sus fines declarados en discursos o en las cartas fundacionales de sus principales organizaciones.

También Mordechai Kremnitzer – Profesor Emérito y ex decano de la Facultad de Leyes de la Universidad Hebrea de Jerusalén – y Khaled Ghanayim – investigador de la Facultad de Derecho de la Universidad de Haifa – hacian hincapié en el potencial inherente de los actos de incitación pública de «crear un entorno propicio para la actividad criminal y la violencia, en el que reinan el terror y la subversión del imperio de la ley y el orden democrático». Por tanto, cuanto más se permita que continúe la incitación pública, mayor será la influencia que tendrá el incitador sobre su audiencia, así como también será mayor la efectividad de la misma y la probabilidad de que cometan actos criminales como resultado. La incitación pública, consiguientemente, pone en serio peligro la «coexistencia de los individuos libres».

Así, en su trabajo Incitement in International Criminal Law, Wibke Kristin Timmerman, de la Oficial legal del Departamento Especial para Crímenes de Guerra, Oficina de la Fiscalía en Bosnia-Herzegovina relataba que:

«Durante los debates de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, varios delegados hicieron hincapié en la peligrosidad intrínseca de la incitación al odio y al genocidio, y argumentaron que allanó el terreno para la comisión del delito de genocidio. […] [E]n la jurisprudencia del Tribunal Penal Internacional para Rwanda se ha hecho referencia repetidamente, por ejemplo, en el caso Akayesu, a la creación de un particular estado de ánimo en la audiencia que podría inducir a sus miembros a cometer actos de genocidio. En Nahimana et al., el Tribunal destacó la constante influencia de la incitación en la audiencia, lo que, a su juicio persistió hasta que se cometió el crimen sustantivo».

El odio como una suerte de emoción performativa. O un tenebroso contrato (la división, es decir la dilución, de responsabilidades; es decir, la garantía de impunidad) impuesto sobre la sociedad que la obliga a algún tipo de compromiso, de colaboración: acción efectiva o silencio cómplice.

Mansa efeméride

No es la opinión pública (aunque su predisposición, evidentemente, es necesaria) – no son únicamente sus temores, sus necesidades, sus mezquindades – la que fabrica el método de olvidar recordando; es decir, el remedo de memoria. Son las instituciones oficiales (oficiosas) y la amplia mayoría de medios de comunicación los que se encargan de amansar la historia para que se convierta, en el mejor de los casos, en una fábula general, donde todos y nadie pueden sentirse aludidos. Inevitablemente, parafraseando Max Horkheimer y Theodor Adorno en el prólogo a la Dialéctica de la Ilustración, la opinión pública termina así por alcanzar «el estadio en el que inevitablemente el pensamiento degenera en mercancía y el lenguaje en elogio de la misma». El holocausto se transforma entonces en mero término, cada vez más desvinculado con la realidad que representa, que significa, para ser una mercancía más de las efemérides: esa pulsión a recordar sin recordar, a rememorar nada en absoluto – como mucho, el mero hecho de reconocer la existencia de un pasado sin más. O, peor aún, el pasado como un dispositivo contra ese mismo pasado, contra las lecciones potenciales que del él pueden extraerse. El pasado reducido a una suerte de fetichismo de almanaque: una cita con la demostración de compunción.

De manera que el asesinato a escala industrial de un grupo de personas pertenecientes a un pueblo en concreto – el judío -, y la atroz singularidad de esa operación de exterminio, queda reducida a una inocua nota conmemorativa, a un nombre en el calendario (como el de los santos o el día de la independencia): desactivado el largo camino de estereotipos y demonizaciones de las que lógicamente siguieron persecuciones, pogromos y discriminación, lo que queda no es un material apto para el aprendizaje, para la meditación; sino antes bien, una fórmula para la satisfecha indiferencia.

La memoria como mero ejercicio de conmemoración domesticada, de mención mecánica, sin reflexión, sin profundización, poco tiene que ver con la sinceridad moral, con el afán didáctico. Es apenas una mención higienizada, inocua de la historia: un acto de peligrosa inutilidad. Porque, mientras se golpean los pechos mediáticos e institucionales con los lugares comunes del retrospectivo escandalizarse, se silencian los mismos tropos que condujeron a ese horror industrializado, razonado – y llevado a cabo con el apoyo de no pocos industriales, empresarios, políticos, académicos, artistas y el silencio de no pocos cómplices occidentales. Los libelos que casi a diario son repetidos por líderes árabes, que se suceden en medios de comunicación de todo Oriente Medio, que propugnan organizaciones que se pretenden, cínicamente, defensoras de los derechos humanos; están tan evidentemente relacionados – la continuidad no tiene fisuras – con el antisemitismo milenario, como el silencio mediático con la connivencia.

Después de todo, poco tiempo después del terror europeo, los países árabes perpetraron una limpieza étnica que supuso la expulsión de los judíos de esos países; las amenazas iraníes son descartadas como «mera retórica»; y las diatribas antisemitas palestinas, lo son como «inofensivas, aunque torpes, expresiones producto de la impotencia».

En aquel texto publicado en el medio israelí se recogían también las palabras de René Girard (Things Hidden Since the Foundation of the World), diciendo que la humanidad siempre se dice que la creación de la ciudad perfecta, el camino al paraíso terrenal, dependen de la eliminación previa, o de la conversión forzada, de las partes culpables. Es decir, que existe una «tendencia humana a transferir ansiedad y conflicto a víctimas arbitrarias», en la «la convicción inquebrantable de haber encontrado la única causa de sus problemas».

Cabría añadir que la víctima perfecta – es decir, la que lo mismo vale en Estados Unidos, Inglaterra, en los territorios administrados por la Autoridad Palestina, en Indonesia y en Chile; en el año 500 de nuestra era, en el 1500, 1933 o 2022 – es el judío. No ya como sujeto – después de todo, ha sido despojado tantas veces de su humanidad, de su legitimidad como individuo a existir -, sino como nefasto símbolo que aúna todos los males, todas las fatales faltas.

Hoy se utiliza como coartada «legítima» para el antisemitismo al «estado judío» al «sionismo», como si tal estrategia sirviera de algo: ni siquiera se han molestado en renovar o lustrar un poco los prejuicios, los estigmas, las injurias; se permiten el lujo de apenas cambiar un vocablo por otro, como el niño que se esconde detrás de su mano pequeña. Y es que este estado representa, parafraseando Jean-Claude Milner (Las inclinaciones criminales de la Europa democrática), el olvido que no se ignora – la imposibilidad de olvidar la vergüenza alemana, europea -; y porque permite, a su vez, y paradójicamente, ignorar ese olvido, transformándolo en desmemoria y en disfraz para el antisemitismo. Así pues, ante el nombre israelí, todo está permitido (contra los judíos).

Aunque, claro, muy a menudo se olvidan estos antisemitas presentas de estas denominaciones y vuelven al término «judío». Dos milenios no son pocos. Y el odio puede más que las mascaritas ineficaces.

 
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