Cuando hace pocos años se cumplieron 30 de la caída del Muro de Berlín y el comienzo de la reunificación de la capital alemana, los medios de comunicación abundaron en historias y documentales recordando con regocijo el proceso. No puede decirse lo mismo cuando se rememora la reunificación de la capital israelí, Jerusalén, acaecida en 1967. No sólo no suelen programarse artículos y documentales celebrándolo, sino todo lo contrario: lo que abunda es material que señala la fecha como una maldición para los palestinos. Es cierto que ambos procesos de separación de una ciudad fueron traumáticos, pero con una diferencia esencial: la de la ciudad alemana fue una decisión política soviética en el marco de la Guerra Fría, mientras que la de Jerusalén fue el resultado de un armisticio en 1949, cuando la zona ocupada por el ejército jordano ya había sido “limpiada étnicamente” de sus habitantes judíos.
Apenas habían pasado unos años de otra limpieza étnica que puso en marcha en Europa la Alemania nazi, y el mundo tampoco ahora movió un dedo por los judíos expulsados de sus casas en los barrios orientales de Jerusalén. Sin la menor desvergüenza, los medios siguen hablando hoy de “barrios árabes”, como si los dueños y moradores judíos de las casas que las reclaman ante la justicia pretendieran despojar a inocentes de sus “okupadas” viviendas. Muchos de esos barrios son “árabes” sólo por la limpieza étnica que tuvo lugar durante la Guerra de la Independencia, no porque en ellos no vivieran o aún fueran mayoría los judíos.
La “integridad” de esta ciudad le viene dada desde su propio nombre, desde que SHaLeM (que significa entera, aunque en lengua cananea se refería al dios del crepúsculo) aparece en la Biblia gobernada por el rey jabuseo Melquisedec. Tras las conquistas del rey David, la ciudad se convierte en la capital ahora llamada YeruSHaLayiM, cuyo nombre se basa en la misma raíz lingüística SHin – Lamed – Mem, entre cuyos significados destacamos completar, finalizar, saldar las deudas (pagar), salir entero, en paz, intacto, mantenerse íntegro, sano, perfecto y capaz de aceptar su destino (lehaSHLiM im). No en vano es lo que se desea a quien se recibe y despide con un SHaLoM! Su semántica es tan amplia que ha dado nombre a reyes legendariamente íntegros como Salomón (en hebreo, SHLoMó) y a la ciudad desde la que rigió los destinos del pueblo judío, una de las primeras urbes del mundo, según atestiguan los hallazgos arqueológicos que se remontan al quinto milenio antes de la Era Común, cuando el hoy desierto de Judea era un vergel donde se gestaba la agricultura primitiva de los humanos en lo que se denomina la medialuna fértil de Oriente Medio.
Los que la conquistaron quisieron borrar su nombre y destino: Aelia Capitolina, Al Quds; otros siguen empeñados en trocearla como la falsa madre del niño en el famoso juicio salomónico. Pero Jerusalén sigue de una pieza, como puente umbilical entre el cielo y la tierra, entera con su destino.
Jag Sameaj ¡Felicidades Jerusalén! en el aniversario de tu reunificación
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