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| viernes noviembre 22, 2024

Biden visita el viejo Oriente Medio


El presidente Biden inicia esta semana su primera visita a Oriente Medio desde que inauguró su presidencia, en enero de 2021. El problema de este viaje es que está planteado como un viaje en el tiempo, y es que la Administración Biden se ha quedado anclada en el viejo Oriente Medio, en un mapa regional que dejó de existir hace años.

El primer elemento de ese viejo Oriente Medio es la obligada parada ante la Autoridad Palestina (AP). Después de seis años en los que tanto la cuestión palestina como el líder de la AP, Mahmud Abás, habían perdido la centralidad en los asuntos estratégicos de la región, Biden rescata del pasado tanto el tema como la persona, no sólo olvidando los continuos llamamientos palestinos a acabar con el Estado de Israel, sino volviendo a confundir concesiones con moderación. Todos los presidentes anteriores a Donald Trump creían que, para que hubiera una normalización de Israel y el mundo árabe, antes tenía que darse un acuerdo de paz entre Israel y los palestinos. Igualmente, todos antes de Trump creían que ese acuerdo de paz requería dar más concesiones a los palestinos a costa de la seguridad de Israel. Y en ambos presupuestos estuvieron equivocados. Por un lado, es Irán, no un Estado palestino, lo que preocupa al mundo árabe; por otro, como mostró Trump, sólo bajo presión los palestinos hacen demandas razonables. Cuantas más concesiones, más radicales y ambiciosos se muestran. Ni Biden ni el actual Partido Demócrata han entendido la lección y siguen pensando en un Oriente Medio en el que todo gira en torno al futuro Estado palestino.

El segundo elemento de ese viejo Oriente Medio que la Casa Blanca retiene en su imaginación lo muestra el itinerario adoptado para esta primera visita presidencial: Israel, AP y Arabia Saudí. Cada parada tiene su propia explicación, pero en su conjunto se trata de revivir el sueño de una región cuya estabilidad y seguridad depende de la buena voluntad de América. Y si alguna vez fue así, es claro que ya no. Posiblemente todo empezara con el viraje al Lejano Oriente planteado por Obama y su salida precipitada de Irak en 2011. Sin haber ganado y con un país altamente inestable, la Administración Obama eligió marcharse en vez de renegociar la presencia militar en Irak; luego vino una política más transaccional llevada a cabo por Donald Trump; el hecho de que Estados Unidos ya no dependía del petróleo del Golfo; y, finalmente, la huida de Afganistán, en agosto de 2021, y cómo se produjo, con el bochornoso espectáculo del abandono de los aliados locales de Occidente. Todo este conjunto de situaciones, actitudes y decisiones fue forjando una visión, compartida y generalizada en la región, según la cual América ya no era un aliado fiable. Y, en el caso concreto de Arabia Saudí, las acusaciones de la Administración Biden contra el príncipe heredero Mohamed ben Salmán como instigador del asesinato de Kashogui, así como las denuncias por la falta de respeto a los derechos humanos en Arabia Saudí, no sólo generó un rápido enfriamiento de las relaciones bilaterales, sino que agudizó el sentimiento de necesidad de autonomía respecto a América en Riad.

Cuesta creer que los expertos en Oriente Medio a disposición de Biden no sean conscientes de los profundos cambios experimentados en la región en los últimos años. Pero sí es perfectamente imaginable que la Casa Blanca prefiera creer en el Oriente Medio que fue –el que vivieron sus máximos responsables hasta la era Obama– en vez de en el actual, en el que se escucha a América pero no se la sigue.

Quizá no haya habido un asunto donde más se haya apartado Estados Unidos de los principales actores regionales que el del programa nuclear iraní –y la forma de impedir un Irán atómico–. El equipo de Biden llegó al poder con la idea de revivir un acuerdo como el firmado por Obama en 2015, un PAIC 2.0, y ha estado negociando en segundo plano prometiendo todo tipo de concesiones al régimen de Teherán. Tanto es así que los líderes iraníes han creído que América se rendía a sus pies y, alentados por el ansia americana de firmar un acuerdo, comenzaron a incluir en sus demandas cosas que ni la Casa Blanca podría asegurar. Empezando por los cambios en la legislación antiterrorista que permitan sacar de la lista de organizaciones terroristas del Departamento de Estado a la Guardia Revolucionaria iraní, siguiendo por la promesa anticonstitucional de que el nuevo acuerdo nunca pueda ser modificado por una Administración ulterior y acabando con la petición de que Washington acabe con los ataques israelíes sobre objetivos iraníes en Siria e Irak. Hay que entender que, para los ayatolás, Estados Unidos e Israel son un continuum y no pueden actuar de manera independiente o soberana.

A pesar de las crecientes demandas iraníes, y de una Casa Blanca cuyo máximo interés es firmar lo que sea, los líderes regionales se reunieron con el secretario de Estado Blinken en lo que se ha llamado la “cumbre del Negev”, donde por primera vez Israel sirvió de anfitrión a los ministros de Exteriores de Emiratos, Baréin, Egipto y Marruecos y cuyo máximo objetivo era trasladar a la parte americana su preocupación por la posible firma de un mal acuerdo con Irán. Aún más, esta cumbre ha seguido desarrollándose, con participación de observadores saudíes, para afianzarse como un nuevo marco regional de seguridad frente a las múltiples amenazas que presenta el régimen iraní, desde lo nuclear al terrorismo regional, pasando por el desarrollo de misiles de largo alcance y la esponsorización de grupos revolucionarios en toda la zona.

En 2014 y 2015, cuando Obama aceleraba las negociaciones secretas con Irán para alcanzar el acuerdo PAIC, múltiples países de la región mostraron privadamente su malestar ante el tratamiento benigno que se concedía a Irán, “la cabeza de la serpiente”, como lo llegó a calificar algún líder regional. La diferencia es que ahora, siete años más tarde, hay un nuevo elemento –y muy poderoso– a tener en cuenta: las crecientes relaciones de Israel con todos estos países. Una normalización provocada por la amenaza iraní y la incredulidad ante las políticas norteamericanas hacia la región.

De hecho, Biden no habría pisado Arabia Saudí si no se hubiera producido la invasión rusa de Ucrania. Llega a Riad para hacer lo que los presidentes de los 80 y 90 siempre intentaban: regular el flujo de petróleo que el Reino pone en el mercado internacional a fin de contener la creciente inflación. Pero lo que antes obtenían más o menos gracias a las promesas de protección militar ya no vale.

Este es el Nuevo Oriente Medio que va a conocer de primera mano Joe Biden. Que llegue a enterarse o no dependerá de su viveza mental y de los intereses de sus asesores, más instalados en la inercia que en la realidad.

 
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