Un niño judío secuestrado por la iglesia
El libro de 1997 de David Kertzer, El secuestro de Edgardo Mortara, cuenta la estremecedora historia de un niño judío que fue arrancado de su familia en la Italia pre unificación, con la bendición del Papa Pío IX.
A pesar de parecer una historia de la época medieval, ocurrió en los tiempos modernos. De hecho, Edgardo vivió hasta 1940.
La tragedia que dividió a una familia judía en Italia
En 1850, Bolonia era la segunda ciudad más importante de los Estados Papales, un área de Italia central legislada por el Papa. Si bien muchos italianos presionaban por un cambio, la ciudad se había mantenido bajo el dominio de los líderes eclesiásticos. La pequeña comunidad judía de Bolonia, de 200 integrantes, enfrentaba un intenso antisemitismo, por lo que había optado por mantener un bajo perfil. Para no llamar la atención, no tenían ni un rabino comunitario ni una sinagoga.
Momolo y Marianna Mortara vivían en el centro de la ciudad y empleaban a varios adolescentes locales para que los ayudaran con las labores hogareñas y los niños. En 1853, la ayudante de los Mortara era Anna Morisi, una niña de 14 años. Ella se mudó al hogar de la familia Mortara poco después del nacimiento del pequeño Edgardo. Morisi se encariñó con el bebé judío y, cuando Edgardo se enfermó al año de edad, la adolescente le dijo al almacenero local que era un bebé bonito y que le entristecería que muriera. El almacenero sugirió que bautizara al niño; quizás eso lo ayudaría a curarse de su enfermedad.
La joven niñera no sabía cómo bautizar al niño, pero improvisó, arrojando un vaso de agua sobre él y diciendo algunas palabras que pronto olvidó. “Asumí que no tenía ninguna importancia, dado que lo había hecho sin saber lo que estaba haciendo”, dijo posteriormente.
Pero años después, la niñera le mencionó casualmente a una amiga lo que había hecho con el niño judío en el pasado. Se corrió la voz hasta llegar a las autoridades de la iglesia, y la joven fue interrogada por el oficial inquisidor.
Edgardo Mortara (a la derecha) con su madre y hermano, c. 1880.
La reacción de la iglesia fue veloz. En la noche del miércoles 23 de junio de 1858, la policía papal fue al departamento de los Mortara y exigió ver a todos los niños. Aterrorizados, los Mortara despertaron a sus hijos. En pocos minutos, siete exhaustos niños fueron presentados ante la policía: Ernesta y Erminia, gemelas de 11 años, Augusto, de 10 años, Arnoldo, de 9 años, Edgardo, de 6 años, Ercole, de 4 años y la bebé Imelda.
“Tu hijo Edgardo ha sido bautizado”, dijo el jefe de la policía papal, “y se me ha ordenado llevarlo conmigo”.
Llorando, ambos padres se arrodillaron ante el oficial rogando por misericordia. Un vecino judío se apresuró para ver de qué se trataba la conmoción. “Vi a una madre perturbada, bañada en lágrimas, y a un padre que estaba arrancándose el cabello, mientras los niños estaban arrodillados rogándole a los policías por misericordia. Fue una escena tan conmovedora que ni siquiera puedo comenzar a describirla”.
Como los gritos de la familia retumbaban en todo el vecindario, los residentes judíos y algunos miembros de la guardia papal se acercaron hasta el inquisidor local para ver si cambiaría de opinión. Después de 24 extenuantes horas, llegó la respuesta: habiendo sido bautizado, Edgardo Mortara era ahora cristiano, y como tal, no podía permitirse que fuera criado por judíos. Al día siguiente, el 24 de junio de 1858, el pequeño fue arrancado para siempre de los brazos de su madre.
Edgardo fue llevado a Roma. Su secuestro atrajo mucha atención, por lo que, queriendo desviar el criticismo, las autoridades de la iglesia publicaron una versión oficial sobre la travesía de Edgardo: Inmediatamente después de separarlo de sus padres —declararon—, Edgardo se volvió un devoto católico, a tal grado que pedía detenerse en las ciudades del camino para ver las iglesias. Aunque en realidad Edgardo posteriormente recordó haber sollozado por sus padres (le dijeron falsamente que lo estarían esperando en Roma). Cuando pidió la mezuzá que normalmente colgaba con una cadena de su cuello, le dieron un crucifijo en su lugar.
En Roma, Edgardo fue criado en la Casa de los Catecúmenos, un hogar para nuevos conversos al catolicismo, incluyendo algunos judíos que habían sido llevados allí en contra de su voluntad. A mediados del siglo XIX, era ilegal que un judío se aproximara al edificio o se comunicara con los internos. Un judío fue arrestado por simplemente mirar a través de una ventana. Los padres de Edgardo viajaron a Roma y, después de muchos meses de implorar, se les permitió ver brevemente a su hijo. Edgardo le dijo a su madre que continuaba diciendo el Shemá todas las noches.
El Papa Pío IX se interesó personalmente en Edgardo Mortara. A pesar de acumularse presión internacional en contra del secuestro, el Papa declaró ser el nuevo padre de Edgardo y se rehusó a devolver al niño, prohibiendo que volviera a tener contacto alguno con sus padres. Para cuando tuvo trece años, después de siete años de intensa educación católica, Edgardo se agregó el nombre Pío, en honor al Papa. Cuando cumplió 21 años, en 1873, Edgardo fue ordenado como sacerdote católico.
El secuestro de Edgardo Mortara, de Moritz Daniel Oppenheim, 1862.
En 1878, Marianna, la madre de Edgardo, lo visitó, reestableciendo contacto después de muchos años que le fue prohibido ver a su hijo. Marianna encontró a Edgardo cambiado. Ahora él deseaba ardientemente convertir a judíos, especialmente a su familia, al catolicismo. Cuando Marianna murió, en 1890, los periódicos italianos publicaron relatos sensacionalistas de su supuesta conversión al catolicismo ante la insistencia de su ilustre hijo sacerdote. En lugar de sacar partido de esos comentarios, Edgardo se encargó de hacerle saber al mundo la verdad: “Siempre deseé ardientemente que mi madre abrazara la fe católica, habiendo intentado muchas veces convencerla para que lo hiciera. Sin embargo, eso nunca ocurrió, y aunque estuve junto a ella durante su última enfermedad, junto a mis hermanos y hermanas, nunca mostró ninguna señal de convertirse”.
La familia se mantuvo en contacto. El sobrino nieto de Edgardo, Gustavo Latis, le dijo a The Times of Israel en 2014 que, durante más de un siglo, una foto de Edgardo estuvo en la casa de su familia con una dedicación bajo la misma: “¡Mi bendita y amada madre! Que Dios te mantenga feliz con el afecto de tu amado hijo Pío Edgardo, quien te ama mucho. Venecia 15/XI/81”.
Gustavo Latis sostiene un retrato enmarcado de Edgardo (Rossella Tercatin/The Times of Israel)
Latis recuerda a Edgardo visitando su hogar, colgando su gran sombrero negro de sacerdote en el vestíbulo de la entrada. Imelda, su abuela, hermana menor de Edgardo, estaba “muy apegada al judaísmo”, recuerda. “Siempre se aseguró de que ayunáramos en Iom Kipur y que celebráramos Pésaj, y amaba cocinar comida judía…”. A pesar de su fuerte compromiso a su fe judía, Imelda continuó en contacto con su hermano. Pero siempre fue cuidadosa cuando éste se acercaba. Su nieto recuerda: “Aunque el afecto fraternal entre ellos nunca cesó, mi madre era muy cuidadosa cuando él estaba cerca. Temía sus sermones, en particular por nosotros, los niños”.
Muchos de los parientes judíos de Edgardo murieron en el Holocausto. Viviendo en Bélgica durante la Segunda Guerra Mundial, Edgardo mismo hubiese descubierto que su conversión al catolicismo era insuficiente para salvarlo y probablemente habría sido deportado si no fuera porque falleció en 1940, a los 88 años, unos meses antes de la invasión alemana a Bélgica.
Conocer este horrendo relato a través del libro de Kertzer puede ayudarnos a apreciar que se trata de una historia real, y quizás recordarnos que no debemos dar por sentada la educación judía de nuestros hijos.
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