El espectáculo es asombroso: la auto-inmolación de la más extraordinaria e influyente figura de la política israelí del último cuarto de siglo. El más astuto y visionario de los políticos israelíes contemporáneos, ha iniciado un inaudito proceso de auto-destrucción política. El hijo del académico respetado Ben-Sión Netanyahu, el hermano del héroe ultimado en la operación Entebbe -Yoni-, el valiente miembro del comando de elite Sayeret Matkal, el persuasivo embajador ante la ONU, el autor de libros renombrados, el hacedor de la paz con cuatro países árabes en un santiamén, el gran denunciante de Irán, el ministro de finanzas que impulsó como ningún otro las ideas capitalistas que han energizado la economía israelí, el primer ministro más perdurable de la historia de Israel; de repente, este Superman sionista voluntariamente abrazó la kryptonita.
Como el ave Fénix, Bibi renació muchas veces ya, de modo que sería prematuro anunciar su defunción política. Pero a esta altura está claro que al haber formado una coalición oficial con varias personalidades políticas indeseables, al haber promovido con obstinación una reforma judicial hecha a medida de sus intereses particulares, al haber creado una dolorosa guerra cultural entre hermanos, al haber priorizado su vendetta personal contra la justicia por sobre los reales intereses del Estado, y al haber dañado los lazos indispensables con Washington tras poner un manto de duda sobre la integridad democrática de Israel; ha herido gravemente a su posición y trayectoria. Netanyahu aun puede sobrevivir a esta fenomenal crisis sociopolítica. No obstante, su legado ya ha quedado manchado. Como también quedó afectada la imagen de la derecha nacional que él representa. El hombre que fomentó el renacimiento de la derecha israelí tras la debacle de la izquierda post-Oslo, bien podría terminar siendo su gran demoledor. Todavía es temprano para vaticinar, pero encuestas de opinión recientes ya han comenzado a sugerir un desplazamiento electoral.
Se necesitaron doce semanas ininterrumpidas de protestas masivas (alcanzaron la cifra de 600.000 manifestantes en todo el país en una fecha reciente), quejas de aliados del gobierno, advertencias de líderes mundiales, la decidida oposición del establishment jurídico, económico, militar e intelectual, y reparos de amigos indiscutidos de la nación tales como el francés Bernard Henri-Levi, el canadiense Irwin Cotler y el estadounidense Alan Dershowitz, para que el “Rey Bibi” reculara.
Estas últimas semanas han dejado imágenes lamentables de paros nacionales, rutas cortadas, refriega policial y agitación social. También las hubo ridículas: como la procesión de cerca de veinte automóviles policiales que escoltaron a Sara Netanyahu a la salida de una peluquería porque un puñado de indignados se había amontado en la puerta. Y otras fueron escandalosas: el ministro de finanzas Betzalel Smotrich disertando en Paris frente a un atrio con un mapa del Reino de Jordania cubierto por la bandera de Israel. Esto, en las vísperas del Ramadán musulmán. Cualquier historiador del Medio Oriente sabe que el territorio de la actual Jordania fue inicialmente prometido por los británicos a los judíos como parte de su futuro estado un siglo atrás, pero… ¿realmente aspira un ministro de gabinete en el siglo XXI a lanzar ese reclamo? Culpa in eligendo: Netanyahu lo designó en su cargo.
Mientras el país estuvo absorto en sus divisiones internas, hubo al menos dos desarrollos dramáticos en la región. Irán alcanzó la capacidad de enriquecer uranio al 84%, cuando el nivel militar es del 90% y el acuerdo conocido por sus siglas en inglés JCPOA le había puesto un límite máximo menor al 4%. Y Arabia Saudita, país con el cual los israelíes ansiaban verse normalizando lazos en un futuro cercano, se acercó a Teherán bajo auspicios de la República Popular China. En simultáneo, pilotos reservistas de la fuerza aérea israelí rehusaron asistir a sus prácticas. Los responsables de esa decisión desafortunada fueron ellos, no Netanyahu. Pero quien creó el marco para que ella aconteciese, fue él. En esta coyuntura, el presidente Joe Biden declaró que no tiene pensado invitar al premier israelí a la Casa Blanca próximamente. El panorama es inquietante.
Netanyahu ganó democráticamente la última elección nacional y durante la campaña anunció su intención de reformar la justicia. No se conocían todos los detalles de su propuesta, pero nadie puede acusarlo de haber incurrido en un engaño político o moral. Fue el candidato mejor posicionado para formar una coalición de gobierno viable, al reunir 64 escaños sobre 120 de la Knesset. A la vez, él debió tener presente que a la actual coalición la votó sólo la mitad del electorado: 48.4% a su favor contra 48.9% de votos que recibió la oposición. Eso requería mesura y la búsqueda de consensos; ni una ni otra caracterizaron su gestión hasta el momento.
El contraste entre este gobierno de ultra-ortodoxos y ultra-nacionalistas comandados por un líder laico, respecto del gobierno políticamente diverso anterior integrado por derechistas, izquierdistas y árabes, era evidente, y la grieta ideológica y cultural en Israel ya existía. Pero la propuesta radical de una reforma judicial empujada a toda velocidad por un Premier con asuntos judiciales pendientes y la simultánea adopción de leyes parlamentarias a medida de un ministro imputado por fraude como Aryeh Deri del Shas, estaban destinadas a generar irritación popular. ¿Hasta dónde estaba dispuesto a llegar Netanyahu? ¿Qué hubiera sucedido si la Knesset aprobaba la reforma judicial y luego la Corte Suprema la derribaba? ¿A qué parte iban a obedecer los ciudadanos de Israel? La crisis institucional era inminente.
La Corte Suprema también merece ser señalada en esta situación. La atribución de los jueces de designar parcialmente a sus sucesores, es problemática. Ha creado un ámbito elitista favorable a la perpetuación de colegas afines. En Estados Unidos, por caso, los jueces no participan del proceso de elección de sucesores; ello es prerrogativa del Presidente y del Congreso. Se ha extralimitado en sus funciones, al inmiscuirse en decisiones ejecutivas de defensa, seguridad nacional y política exterior que varios expertos legales opinan deberían estar fuera de su competencia. Y ha permitido que la ideología (progresista) guíe algunos de sus fallos, ensombreciendo así su invocación de imparcialidad.
Michael B. Mukasey, quien se desempeñó como fiscal general de EE.UU., ilustró este último punto con este recuerdo. En 1999, cuando el primer ministro Netanyahu intentó cerrar la sede de la Organización para la Liberación de Palestina en Jerusalén, el tribunal supremo sostuvo que la medida no era razonable porque faltaban solo unos meses para las elecciones parlamentarias. Pero en 2022, cuando el gobierno interino de Yair Lapid entregó al Líbano partes del mar territorial de Israel y campos gasíferos en alta mar- apenas cinco días antes de las elecciones parlamentarias y en oposición a una ley que requiere una votación en la Knesset y un referéndum nacional para cesiones de este tipo-, la Corte Suprema validó la decisión del gobierno de Lapid.
Así, su vara de “razonabilidad” no siempre se expresó razonablemente. De modo que al menos algunas de las críticas oficiales son válidas y será legítimo que se conversen estos temas más adelante. Al mismo tiempo, al ser Israel una democracia parlamentaria con una legislatura unicameral, la Corte Suprema es el único contrapeso al poder. Si el Ejecutivo y el Legislativo la domesticaran, entonces efectivamente gobernaría lo que se ha dado en llamar “la tiranía de la mayoría”.
Una lástima que Israel esté llegando a su 75 aniversario tan convulsionada internamente, teniendo tanto para celebrar. Sin embargo, los israelíes han superado tal cantidad de adversidades en el pasado que, con seguridad, sabrán eventualmente dejar atrás este drama nacional.
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