La historia se precipita en un camino que, además de ser descendente, se hace cada vez más estrecho. Y queda por debajo del nivel de la condición humana. Después de eso, ya no sos persona.
Así arranca el recorrido por el Museo del Holocausto, en Jerusalén. La arquitectura de Yad Vashem refleja cómo fueron esos tiempos de oscuridad total. Lo muestra, no lo explica. Porque no tiene explicación. Es el odio y el desprecio puesto sobre una maquinaria siniestra que le da forma a un plan sistemático de exterminio.
La Carta Fundacional de Hamás tiene mucho de eso. Y más también. Deja en claro que su objetivo es la destrucción del Estado de Israel y, después, la muerte de todos los judíos. En eso radica la llamada “causa palestina”. Es un eufemismo utilizado de manera propagandística por quienes desean la desaparición de la pequeña nación judía. No les interesa la creación de un Estado árabe. Nunca siquiera lo intentaron. Tampoco les interesan los autodenominados palestinos. Ni saben de qué origen son, de dónde vienen o adónde van. Menos aún los quieren en el mundo musulmán; al contrario: los han usado sistemáticamente como carne de cañón para sus cruzadas contra Israel. Y, cansados de ellos y de sus eternos tropiezos, varias naciones árabes decidieron dar vuelta la página y normalizar relaciones con Israel. Una puerta hacia el futuro para olvidar un pasado violento.
El conflicto de Medio Oriente no es para nada complejo. Es cierto que está viciado de desinformación, intereses geopolíticos y panfletismo. Fuera de eso, debe ser de las tramas más fáciles de explicar. Dos Estados para dos pueblos. Uno acató y el otro no. Punto final. A partir de ahí, las guerras.
El sionismo no es más que un movimiento de autodeterminación del pueblo judío para establecer un Estado en la tierra histórica del pueblo hebreo, y en la que tiene presencia hace más de dos mil quinientos años.
El término “Palestina” es una deformación de “Filistea”, nombre elegido por los romanos luego de conquistar el Reino de Judea. Buscaban desconectar a los judíos de su territorio, y lo hicieron tratando de generar un profundo cambio cultural. ¿Por qué? Porque los filisteos no habían sido muy amistosos con los hebreos en la antigüedad. Y el emperador Adriano toma ese dato para que la ofensa fuese mayor. Desde ese momento y hasta la actualidad, nunca existió un Estado árabe de Palestina como tal.
Es una zona del planeta en permanente convulsión desde el punto de vista espiritual. Basta recorrer las calles de la Ciudad Vieja de Jerusalén para entender de qué la va el cuento. Judíos, cristianos y musulmanes caminando de aquí para allá por los sitios sagrados para las principales religiones monoteístas. Con una excepción: todos pueden visitar el Muro de los Lamentos, todos pueden visitar el Santo Sepulcro, pero no todos tienen acceso al Domo de la Roca. La respuesta está vinculada con la intolerancia y la falta de seguridad para quienes pueden ser considerados infieles. Por eso y para que nadie se entere que ese lugar de meditación y reflexión es vulnerado y usado como almacén de armas y piedras que luego serán usadas como proyectiles. Los hechos son más sagrados que los lugares.
A fines del siglo XIX el sionismo comenzó a trabajar desde Europa para la creación de un Estado Judío. Por esos días, el nombre Israel era sólo una posibilidad. Incluso, se barajó la alternativa de Estado Judío de Palestina. En la región, la presencia judía también operó en consecuencia durante la regencia del Imperio Otomano y luego bajo la jurisdicción del Mandato Británico de Palestina. Algunas tierras infértiles fueron compradas con fondos que llegaban de la diáspora para poder trabajarlas y darles asilo a quienes venían de otras partes del mundo. Y así comenzaron a formarse los kibutzim, esas comunidades agrícolas de ascendencia socialista que se replicaron, casualmente, entre los judíos que llegaron a la Argentina a principios del siglo XX huyendo de las miserias y las matanzas en Europa. Pan, tierra y trabajo, pero de verdad, no como eslóganes vacíos de grupos piqueteros.
El Estado de Israel no fue la consecuencia del Holocausto. Coincidió, sí, con la finalización de la Segunda Guerra Mundial y con la necesidad imperiosa de que el pueblo hebreo contara con un refugio propio que garantizará el “nunca más”. Por esos años, judíos y árabes eran considerados palestinos. Las camisetas de fútbol, las monedas en hebreo y en árabe o la creación de la Universidad Hebrea de Jerusalén (1918) son testimonios de época.
La partición del Mandato Británico de Palestina decidida por la ONU en 1947 (dos Estados para dos pueblos) y la independencia de Israel en 1948 desató la furia de los países árabes que se juramentaron tirar a los judíos al mar (Mediterráneo)
“Cometimos un error histórico. Les creímos a nuestros primos y abandonamos la posibilidad de tener nuestro país”, solía decir Salman Khoury, otrora miembro del círculo rojo de Yasser Arafat y devenido en pacificador. Ese error y esos primos tienen nombres: el resto de los países islámicos que buscaron la eliminación de Israel en detrimento de la creación de otro país para los árabes en la parte de territorio que les había tocado, ya que la primera partición del Mandato Británico de Palestina le dio origen a Jordania.
A mediado de la década del sesenta se crea la narrativa palestina, y se los identifica como los árabes que quedaron huérfanos en esta historia. Su fundador Arafat, quien, curiosamente era egipcio, entendió que había que darle forma a un relato de abnegación para conseguir la solidaridad de Occidente. El poco eco inicial desembocó en acciones para que todo el mundo lo conociera, y convirtió a la Organización para la Liberación Palestina (OLP) en un movimiento terrorista con gran aceptación dentro de los partidos de izquierda, siempre cercanos a las proclamas de los oprimidos del mundo. No importa si son ciertas o no, ahí estará la izquierda para manifestarse, con cientos de judíos que hacen las veces del “amigo judío”, como los kapos en el nazismo. Hagan lo que hagan, por más genuflexión que muestren, siempre serán “el rusito”.
Historia para derrumbar mitos
En los últimos 75 años se han escuchado conceptos tales como ocupación, genocidio, limpieza étnica y apartheid para señalar a Israel como una potencia déspota y violadora de los derechos humanos.
Pues no. Nada de eso sucede. Ni lo uno ni lo otro. Israel es un Estado moderno con una democracia parlamentaria vibrante. Tanto, que entre sus representantes existen partidos árabes que promueven la desaparición del Estado. Tanto, que cuando el primer ministro Benjamín Netanyahu quiso avanzar sobre el sistema judicial, el país se le paró de manos y le dejó en claro que no permitirá un avasallamiento que ponga en juego sus libertades. Tanto, que entre los integrantes del Tribunal Supremo de Justicia hay juristas árabes. Tanto, que entre sus jugadores de la Selección de Fútbol hay musulmanes, y que es el único lugar del mundo donde médicos judíos y musulmanes curan sin saber qué religión profesan los pacientes. El 21 por ciento de la población israelí es de origen árabe y sigue creciendo. Ni genocidio, ni limpieza étnica, ni apartheid. Por supuesto, con miserias internas y fuertes discusiones políticas propias de cualquier país.
Después está el Ejército de Defensa de Israel, conformado por judíos moderados, reformistas, algunos ortodoxos, hombres, mujeres, musulmanes, beduinos y drusos. Son esos que cantan “Am Israel Jai” (El pueblo de Israel Vive) bajo la misma bandera a pesar de sus diferentes orígenes.
Israel está asentado en su territorio histórico y el que, además, fue otorgado por la ONU en la partición del Mandato Británico de Palestina. Su presencia actual en Judea y Samaria, lo que se conoce Cisjordania, es mínima y responde a estrictas cuestiones de seguridad; se remite a 1967, cuando el área estaba bajo dominio jordano. La Autoridad Nacional Palestina –soberana en la zona- no ha dado garantías para evitar atentados y brindar fronteras seguras para ambas poblaciones. Técnicamente, no se trata de “territorios ocupados”, sino “territorios en disputa”.
La situación en la Franja de Gaza es diferente. Israel la conquistó tras la Guerra de los Seis Días, en 1967, junto con la Península del Sinaí. En 1979, durante los acuerdos de Camp David, el Estado judío se comprometió a devolver esas tierras a Egipto a cambio de paz. El presidente egipcio Anwar El Sadat aceptó, pero rechazó Gaza.
Israel se mantuvo en ese enclave costero hasta 2005, cuando Ariel Sharon (uno de los halcones históricos en temas políticos y militares) decidió expulsar a todos los colonos judíos y dejar absolutamente todo en mano de los palestinos. Escuelas, campos cultivados, hospitales, infraestructura. Todo. En otras palabras, Israel no quería saber más nada con Gaza y se retiró.
Como explicó hace unos días la vicealcaldesa de Jersusalén, Fleur Hassan Nahoum, “después del 2005 Gaza se podría haber convertido en Dubai, pero prefirieron ser Beirut”.
De dónde salen entonces las ideas de genocidio, limpieza y apartheid. Es el antisemitismo, estúpido. Es una nueva etapa en la historia de la judeofobia, que en este caso usa al Estado judío como excusa para camuflar el odio.
Como suele decir explicar Daniel Lerer (politólogo y experto en terrorismo), “la judeofobia es el odio más antiguo, profundo y peligroso”. Para entenderlo mejor, basta con recordar que a nivel mundial (eso incluye a una candidata a presidente en Argentina), los movimientos de izquierda justificaron la masacre del 7 de octubre, que incluyó asesinatos, violaciones, secuestros y unos niveles desconocidos de tortura y violencia, como filmar a una anciana prendiéndose fuego con su propio celular y transmitirlo en vivo para que lo vea su familia; como ejecutar a padres delante de sus hijos y a hijos delante de sus padres, previo paso por los peores vejámenes. O directamente abrir a una embarazada y matar al feto y luego a la madre.
¿Hace falta ser tan explícito? Claro que sí. Porque eso es lo que están defendiendo los partidos de izquierda y aquellos que proclaman “Palestina Libre”. Con un agravante: el eslogan es “Desde el río hasta el mar, Palestina libre será”. Eso no significa otra cosa que la eliminación del mapa de Israel. Es lo que buscan. Es lo que siempre buscaron. Se escondieron en mensajes supuestamente humanitarios o progresistas. Saben que ningún conflicto territorial justifica la barbarie. Por eso aprueban con el silencio. Por eso fomentan los libelos. Esta vez, esa gente que parecía amable y moderada, salió del closet para convertirse abiertamente en antisemitas.
“El judeófobo dirá sucesiva y simultáneamente que los judíos somos banqueros y bolcheviques, avaros y dispendiosos, encerrados en nosotros mismos o metidos en todas partes. Así cualquier cosa que hagamos, digamos o pensemos caerá en la jurisdicción de la judeofobia. Los judíos fuimos juzgados en bloque: por los nacionalistas, de ser los artífices del comunismo; por los Comunistas, de regir el capitalismo. Si vivimos en países no judíos somos acusados de doble lealtad; si vivimos en Israel de racistas”, resume Lerer.
El antisemitismo ha pasado por cuatro momentos históricos claramente definidos.
Desde la Crucifixión hasta el siglo XIII, el antisemitismo fue religioso, con la incipiente Iglesia Católica a la cabeza para evitar perder injerencia en los asuntos públicos.
Entre el siglo XIII y el XVII, el antisemitismo fue teológico y, además, económico. A los judíos se les censuró participar de diferentes actividades y se los culpó de enfermedades. Fueron los años en que se instaló la idea de judíos avaros y cobardes, adoradores del dinero. En nombre de esos argumentos, se llevaron adelante matanzas y expulsiones de varios países.
Desde ese momento y hasta 1945, con el auge de los nacionalismos, el antisemitismo fue racial. Tuvo tu pico más alto durante la Segunda Guerra Mundial, donde seis millones de judíos fueron asesinados por el régimen nazi, más del 60% de la población que existía en Europa.
Desde la creación del Estado de Israel, el antisemitismo tiene características nacionales. Por eso se lo maquilla bajo la idea de antisionismo.
Por estas horas, ese odio se está convirtiendo en una ola y en una pesadilla. Y está vinculado directamente con las palabras del pastor luterano Martin Niemöller y su discurso en la década del veinte “Primero vinieron por…”.
Lo que está en juego es la cultura occidental y las repúblicas democráticas. Las manifestaciones en las principales ciudades de Europa y en los Campus de las universidades de Estados Unidos, pidiendo lisa y llanamente la muerte de los judíos, pintar sus casas y sus comercios (remembranza de la Alemania nazi) y profesar los deseos de instalar teocracias en los países más libres del mundo, deja en claro que para movimientos como Hamás (financiados por los regímenes iraní y qatarí), Israel el solo el principio. Y el llamado a la Guerra Santa es global.
El problema es de todos. Pensar que es un tema de los judíos es, además de inhumano, ingenuo. Ser complaciente, no comprometerse desde cada lugar, desde los diferentes roles sociales, o darle a un movimiento terrorista el mismo estatus que a un país soberano es saciar la sed de sangre del fundamentalismo. Pasó apenas hace unos días: Hamás anunció que un bombardeo israelí había destruido un hospital y matado a 500 personas. Los medios occidentales se hicieron eco de la información suministrada por Hamás. Cuando salió el sol, el bombardeo había sido propio (un cohete que falló), no había sido en el hospital y la cantidad de víctimas no estaba clara, pero no superaba el diez por ciento de la cifra original. Pocos rectificaron. ¿Cómo le vas a creer a Hamás?
Doña Margot solía asustarse cuando veía a alguno de sus nietos con un dije de la Estrella de David colgando. A pesar de escapar de la persecución en Alemania en la década del ’30 y de haber recalado en Argentina, seguía con ese temor. “No hay que mostrar”, decía, porque a pesar del paso de los años, el pánico seguía intacto. La oma (abuela en alemán) estaba equivocada. No hay que esconderse. Hay que levantar la voz. Si los buenos no reaccionan, siempre ganan los malos. Y eso no puede pasar más. Nunca más. Y nunca más es ahora.
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