Si te atacan como judío, debes defenderte como judío.
Hannah Arendt
El sábado 7 de octubre el grupo de ultraderecha Hamas produjo en Israel un ataque terrorista que algunos no dudamos en llamar pogrom. Una masacre que incluyó la matanza de más de 1000 personas, el secuestro de cerca de 200 rehenes, la violación de mujeres, mutilaciones. Familias enteras, hombres, mujeres, niños y bebés fueron víctimas de la irrupción sorpresiva del grupo terrorista Hamas. No había habido tantos judíos asesinados en un sólo día desde la Shoá (más de 1300 hasta hoy). Las imágenes circularon por todos lados, fuimos testigos del horror. Pero también hay algo deshumanizador en esta circulación de las imágenes. Nos vamos acostumbrando a la crueldad, el algoritmo nos muestra un par de zapatos a la par que un bebé enjaulado. La crueldad de la época también está cifrada en el modo en que consumimos todo del mismo modo. La crueldad está domesticada, al igual que el horror, en la anestesia que nos va corriendo por el cuerpo, producto de las horas de exposición a los medios masivos y a las redes sociales.
Hay algo deshumanizador en estos tiempos, en el modo en que nos relacionamos: tendemos a no registrar al otro y a pedirle lo que queremos hasta obtenerlo, y eso que queremos es, muchas veces, un pedazo del otro. Tendemos a no reparar en qué está, qué día y qué hora es, por ejemplo. Las relaciones se dan, muchas veces, sin reparos, sin miramientos y ahí vamos con la topadora. Deshumanizadoras son también las maneras en las que todo da un poco lo mismo, las formas en las que circulan las palabras en el espacio público, se puede decir cualquier cosa sin ninguna consecuencia -sobre todo para el que la dijo-; pareciera que las palabras ya no afectan los cuerpos, los límites ensanchados de lo decible colaboran para el ejercicio de la violencia. La sensación que muchos tienen ante estos gestos desagradables es la de la descartabilidad, la de sentirse intercambiables, la de que al otro le da lo mismo el quién mientras haya alguien -cualquiera- que sea objeto de sus escupitajos. La precarización del lazo social, la fragmentación y la fractura, incluso la lógica de la guerra, viene siendo engendrada hace tiempo. No es algo que surja de un día para otro. Se engendra de a poco, o no tan de a poco, y un día ya es tarde: el individualismo, el sálvese quien pueda y la constitución del otro como objeto de odio, de saña y de aniquilamiento ya son parte de nuestra cotidianeidad más “natural”. Dejamos pasar cualquier cosa, estamos anestesiados y repitiendo frases hechas, fórmulas vacías y cositas que nos dejen dormir tranquilos creyéndonos del lado del bien. Muchas declamaciones sin consecuencias. Esas formas vacías, esas fórmulas, también deshumanizan.
Deshumanizador fue la palabra que dijo el analista y que subrayé. Porque esto no fue algo que haya pensado sola -nadie piensa solo-, lo pensé, con el analista, en la última sesión de análisis. El análisis es ese lugar inédito que, justamente, se desmarca de la lógica individualista, mercantilista, utilitarista y ofrece, como un refugio invaluable, un lugar de cobijo en donde nada da lo mismo, en donde se inscribe la diferencia que nos constituye. El análisis es ese lugar en donde nos enteramos de que estamos hechos de otredad. El análisis es ese lugar en donde también vamos a sacarnos los lastres de lo que la lógica de la guerra hace de nosotros.
Todo da lo mismo. Pero no todo es lo mismo. No todo es lo mismo. No todo es lo mismo. Como señaló acá Martin Kohan: no todos los conflictos son siempre el mismo conflicto. La oscuridad, más o menos agazapada, esta vez se hizo, al menos para muchos de nosotros, más densa, mucho más densa. Por supuesto que en la emergencia del antisemitismo de siempre, el más evidente, el más estridente, el que condujo a tirar una piedra a una ventana de la escuela Martín Buber, el que llevó a un alumno de otra escuela a decirle a una compañera “judía de mierda”; el antisemitismo desbocado, cruento y desgarrador de las redes sociales, el que llevó a distintos ataques contra judíos a lo largo y ancho del mundo. Sí, ese antisemitismo que existió siempre, desde siempre. Y que, según las épocas, tiene la vía más libre y la legitimación necesaria para manifestarse sin pudor. Pero la densidad de la oscuridad, esta vez, también estuvo en otro lado. Un antisemitismo más sutil, menos evidente, menos estridente: aquel que se cifra en la imposibilidad de repudiar sin peros el acto terrorista perpetuado por Hamas -organización que pretende expresamente el exterminio de los judíos en el mundo entero-. Aquel que, rápidamente, le echó la culpa a Israel. “Si, pero Israel”. Pero: una palabrita que tiene la potencia de desbaratarlo todo, una palabrita que tiene la potencia de hacerle creer a alguien que no es responsable de lo que dijo. Pero: una palabrita que transfiere la responsabilidad a la víctima, al otro. Por supuesto que la oscuridad que más duele es la que viene de cerca, de los cercanos, la que es inesperada. Por eso duele que en una universidad que se pretende inclusiva y que insiste con la inclusión y la diversidad como lema, una universidad que se autopercibe libre de violencia, se haya puesto un cartel que decía “solidaridad con el pueblo palestino” -mezclando terrorismo fundamentalista con pueblo palestino-, pero sin jamás haber repudiado el ataque cruento de Hamas a Israel. Por eso duele muchísimo que la izquierda argentina, representada por Myriam Bregman en el debate de candidatos presidenciales, no haya repudiado el ataque terrorista de Hamas y, a cambio, haya dado un mensaje ambivalente culpando a Israel: “duelen las víctimas civiles que ocurren en un conflicto que tiene como base la política del Estado de Israel, de ocupación y de apartheid contra el pueblo palestino”, y marcando apenas un desacuerdo “metodológico” con la violencia terrorista de Hamas. Confundir la causa palestina con el terrorismo de Hamas no sólo es una cuestión de ignorancia sino, a esta altura, una cuestión ideológica. Como si los propios palestinos no fueran también víctimas de Hamas, como si no existiera en Israel una gran cantidad de personas que apoyan la causa palestina. No hay por qué saber, ni entender todo, pero se puede preguntar. Kevin Ary Levin es clarísimo acá y en sus muchas intervenciones de estos días.
El antisemitismo de izquierda, el antisemitismo progre, existe. Pablo Maurette lo dijo de este modo: “Lo que el amigo progre no ve es que esa emoción tan fuerte que siente por la “causa Palestina” (y no, digamos, por la causa Rohingya o por la Uyghur o por los armenios en Nagorno-Karabakh) no es más que el antisemitismo ancestral que asoma enmascarado pero inconfundible”. El binarismo tonto, necio, estúpido que impide pensar. El binarismo que lleva a denunciar todo lo que es malo y estar a favor de todo lo que es bueno. Parece una parodia de época, pero no lo es. Hay personas que se van a dormir con esa idea de sí mismas.
La deshumanización de la que comencé hablando también se cuela en esas personas que sólo quieren cuidarse la imagen. La canallada de los bienpensantes, de los bien intencionados, de los abanderados de las buenas causas, los que tienen un repertorio de respuestas y consignas automáticas. Los que levantan el dedo y hacen denuncias siempre a los otros. El dedo que tapa el bosque. El dedo es la estridencia que impide escuchar eso que transcurre mientras tanto, eso que se despliega subrepticiamente y que nos confronta con lo extraño, y hasta lo desagradable, que también forma parte de nosotros. El binarismo estúpido que pretende que hay buenos y malos. Y, oh casualidad, los malos siempre son los judíos. En Argentina, como señala acá Ignacio Rullansky, “el estigma de asociar a los judíos con enemigos tiene raíces históricas, y durante la dictadura, esta idea resurgió, vinculando a los judíos con los enemigos de la Junta Militar. Hoy, los ataques de Hamas contra civiles israelíes, independientemente de etnicidad o religión, no constituyen objeto de repudio alguno por sectores que los ven como enemigos de las causas de los oprimidos”. En el mismo texto, el autor subraya: “la relación con estas imágenes y lo dicho al respecto revela una dimensión clave de la construcción de una ética pública frente a los acontecimientos: una tozuda e indolente frialdad desdeña la verosimilitud del material, restringe su compasión frente a la sangre derramada y niega la humanidad de las víctimas. Esta actitud redobla la vulnerabilidad de la comunidad judía argentina, amenazada por amateurs de la violencia, que apedrean sus escuelas, y por invocación de Hamas a la Jihad internacional, dirigida contra sus instituciones”. Hay también una relación entre antiintelectualismo y antisemitismo, según sigue Rullansky: “En un gesto antiintelectual peligroso y extrañamente vinculado con los valores del socialismo, la izquierda entendió oportuno organizar una contra marcha. En pleno día de luto, desfilaron una esvástica igualada a una estrella de David sangrante. Esto, en defensa de la institución violenta de un califato y en rechazo de los compromisos contraídos por otras fuerzas palestinas con Israel, y con reconocimiento de la comunidad internacional”.
En momentos como este en los que la oscuridad se adensa aún más, encuentro refugio en las palabras de otros. Me gustó también lo que señaló, por ejemplo, Eial Moldavsky: “Una cosa es discutir sobre los factores que conducen a una guerra y su contexto histórico. Otra cosa es poner en discusión si un ataque terrorista a civiles es merecido o no. Discutir sobre la inocencia de civiles que se convierten en víctimas mortales tras el ataque que se produce en este contexto, no es un debate. Es una posición frente a un acto atroz”. Y agregó algo acerca del antisemitismo de los que no pueden repudiar y solidarizarse: “no quiere decir que te vas a poner unas botas, tapar la cabeza y vas a salir a patear judíos (…) pero decir Israel se lo merece, es un tipo de antisemitismo”. Quizás sea ese antisemitismo definido por Theodor Adorno como “el rumor sobre los judíos”. Rumores, susurros, conjunciones adversativas.
Como siempre, como otras veces, los textos de Facundo Milman y de Diana Sperling me dan un alivio vital. Me gusta mucho lo que dice Milman acerca de qué es ser judío: “Ser judío también implica ser responsable de nuestras herencias”. Ahí hay una posición ética: responder también por eso. Y sigue: “pensamos desde la alteridad -desde la responsabilidad, desde la herencia de una tradición, desde el otro-, eso es ser judío”. El texto de Diana Sperling –En la cuerda floja– que circuló mucho en estos días de duelo, dice que, al volver de la marcha en apoyo a Israel, “de pronto se me cruzó por la cabeza un pensamiento: ¿cómo puede ser que todavía, sí, todavía debamos explicar y justificar la existencia de Israel y de los judíos? ¿Es que acaso nunca será suficiente? ¿Debemos seguir pidiendo permiso para existir, perdón por existir, argumentar nuestro derecho a defendernos, fundamentar nuestra vida con lógicas y razones? ¿Qué otro pueblo experimenta esa necesidad, esa imposición, esa urgencia? ¿Cómo es posible que la confusión dure tantos siglos? Israelita, israelí, hebreo, judío… (…). Y ahí estamos, una y otra vez tratando de aclarar. Que nadie quiso eliminar a la Argentina en la época de la dictadura militar, porque no es tan difícil distinguir un país de su eventual gobierno (…).
Que el judaísmo no es una religión -hay millones de judíos “laicos”- sino un pueblo, parte del cual tiene prácticas religiosas (…) El judío es el único pueblo que puede ser odiado bajo diferentes nombres, según la época: judeofobia, antijudaísmo, antisemitismo, antisionismo… El único que es perseguido en base a distintos argumentos: religión, raza, economía, nación… Porque son poderosos o débiles, ricos o miserables, inteligentes o retrasados, comunistas o imperialistas… Curioso, ¿no? Yo diría: sintomático. Extraordinario. Si los argumentos y los nombres cambian, ¿no será que ninguno de ellos es el verdadero? ¿Qué no hay, en rigor, ningún motivo atribuible a los propios judíos, sino más bien a los odiadores?”. Sperling se refiere, también a los intelectuales que no fueron suficientemente claros con el repudio al ataque terrorista: “tratan de hacer equilibrio en la cuerda floja para que nadie se ofenda… No sea cosa de que por defender enfáticamente a Israel se les quite el pase a los círculos privilegiados de no sé qué club exclusivo! Ay sí, me produce horror y angustia escucharlos y leerlos… Negar la diferencia entre un Estado democrático y una organización terrorista, acusar -velada o explícitamente- a las políticas de Israel de “haber provocado esta violencia”…Los que hacen equilibrio en la cuerda floja eran llamados funambulistas o funámbulos. Yo creo que más bien actúan como sonámbulos, y que cuando despierten de golpe y adviertan que (como en el poema falsamente atribuido a B. Brecht) son ellos mismos los que están amenazados, los que corren el riesgo de ser exterminados por las bestias asesinas, sufrirán la más brutal de las caídas desde esa altura imaginaria. O serán incluso ahorcados por esa cuerda que, antes floja, se cierra ahora en torno a sus cabezas negadoras”.
Por último, quiero retomar la idea de muchos autores de cómo la hostilidad y el odio de los otros nos lleva a constituirnos como judíos en un gesto de resistencia. Ese es un legado que me importa mucho. Peter Gay subraya cómo Freud se hacía más judío en tiempos de hostilidad. En 1926, pensando en la situación política contemporánea, dice en una entrevista: “Mi lengua es el alemán. Mi cultura, mis realizaciones, son alemanas Me consideré intelectualmente alemán hasta que advertí el crecimiento del prejuicio antisemita en los alemanes y en la Austria alemana. Desde ese momento, prefiero llamarme judío”.
Cuando se habla del Estado de Israel se omite, casi siempre, por qué y en qué circunstancias se fundó: para que los judíos no volviéramos a ser parias en el mundo. Esa omisión también es sintomática. Hay demasiada tolerancia ante el antisemitismo. Diré que me espeluzna.
Y no. No estoy diciendo nada de las políticas del Estado de Israel en este texto. Quería hablar de otra cosa.
Am Israel Jai
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