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| viernes noviembre 22, 2024

Un grave murmullo de antisemitismo


Más de ochenta años después, unos aires graves de antisemitismo vuelven a recorrer peligrosamente Europa. Como si de nada hubiera servido la amarga experiencia del Holocausto, como si la humanidad no hubiera aprendido nada de los millones de judíos que fueron exterminados por el régimen nazi de Adolf Hitler durante la Segunda Guerra Mundial, el pueblo de Israel se ha convertido de nuevo en blanco de las iras de un mundo occidental que una vez más se equivoca haciéndolo responsable del último conflicto armado que ha estallado en el Próximo Oriente. Un conflicto que es un capítulo más de la pugna arabe-israelí a cuenta de Palestina, pero no un capítulo cualquiera.

Para entender bien lo que esta vez se cuece en la orilla más oriental del Mediterráneo es fundamental no perder de vista que quien comenzó la nueva conflagración bélica no fue Israel, sino la organización terrorista Hamás, desde la franja de Gaza, con el brutal ataque del sábado 7 de octubre de infausto recuerdo a la población civil israelí —fueran judíos, árabes o cristianos— por el simple hecho de serlo. Nunca desde los tiempos del nazismo había sufrido una masacre parecida y, más allá del desliz de los servicios de inteligencia al menospreciar la magnitud de la embestida y por la que cuando llegue el momento tendrán que responder Benjamin Netanyahu y su gobierno, la reacción de Europa no puede volver a ser la inhibición o la mirada perdida hacia otro lado como sucedió entonces. Y, lo que es peor aún, la reacción de Europa, y del mundo en general, no puede ser la de culpabilizar a la víctima y respaldar al agresor, como se está viendo en las manifestaciones en algunos casos multitudinarias que recorren las calles de las principales ciudades de Occidente

 

A estas alturas, es una evidencia que la batalla por el relato en el llamado mundo civilizado hace tiempo que la tiene ganada la parte palestina y que la israelí, en cambio, acostumbra a tener muy mala prensa fuera de sus fronteras. Palestina es vista como el actor débil del conflicto e Israel, al contrario, como el fuerte, y en estos casos, entre la mala conciencia de la vieja Europa por la época de abusos coloniales en Oriente y la tontería woke de una supuesta izquierda tan pusilánime y lirista con unos como intransigente y sectaria con otros, el resultado es que todos sienten debilidad por quien en teoría lo pasa peor. Lo que dice Hamás, un grupo terrorista, va a misa y lo que dice Israel, un estado democrático, es puesto en cuestión. La realidad, sin embargo, es mucho más compleja, y el caso es que Israel, desde la declaración de independencia de 1948, ha vivido en estado de alerta permanente y ha tenido que hacer frente a unas cuantas guerras —la de los Seis Días y la del Yom Kipur son las más conocidas, pero ha habido muchas más— para defenderse de los vecinos árabes que lo querían lanzar al mar, que es exactamente todavía el discurso de Hamás —desde el río hasta el mar— y que una parte de Occidente le ha comprado de forma totalmente acrítica. Es más, un demócrata no debería situar al mismo nivel a Hamás, un grupo terrorista, e Israel, un estado democrático.

Ninguna salida será factible hasta que no se haya derrotado y borrado del mapa a Hamás y todo lo que representa

Este apoyo que sobre el papel tiene la causa palestina entronca con otra cuestión que hace tiempo que está encima de la mesa, pero de la que justo ahora algunos parece que se atreven a empezar a tratar: el crecimiento desproporcionado que ha experimentado en los últimos años la inmigración musulmana en la mayor parte de países sobre todo de Europa y el peligro de radicalización creciente de muchos de estos elementos y que el conflicto bélico ha dejado al descubierto que se trata de un problema especialmente grave en todo el Viejo Continente. Ver y escuchar como un bullicio a favor del integrismo islámico —porque eso es exactamente lo que es y define a Hamás— se expande impunemente por las ciudades de Occidente y se traduce en un odio creciente contra los judíos de todas partes que ya ha desembocado en ataques al estilo de los que se produjeron en la Alemania nazi —apuñalamientos, cristales rotos, pintadas, señalamientos…— no debería dejar indiferente a nadie. La equidistancia no es, esta vez, una salida ante una banda terrorista que se jacta no sólo de pretender aniquilar a Israel, sino de querer acabar con todos los infieles, que para el islamismo radicalizado son todos los que no son musulmanes, es decir, todos los que no son ellos.

 

El desarrollo de la confrontación armada entre Israel y Hamás ha puesto en evidencia, a pesar de todo, una realidad que no se corresponde con el mensaje del grupo terrorista que una parte de Europa ha hecho suyo. Hamás ha convertido Gaza en su fortaleza militar y para satisfacer este propósito ha utilizado viviendas, escuelas, centros culturales, mezquitas, clínicas, hospitales de almacenes de armas y puntos de lanzamiento de cohetes, ha creado una impresionante red de túneles para esconderse y ha utilizado a la población civil de escudos humanos. Y esto lo ha hecho desde que Israel abandonó la Franja el 2005 y ante los ojos de todos, de manera que no puede ser que absolutamente nadie supiera, en un territorio tan pequeño y tan densamente poblado, qué estaba pasando allí dentro. Es obvio que la población civil por fuerza debía estar al caso. Otra cosa es que no haya dicho nada o bien porque comulgaba con Hamás —cuando se celebraron elecciones el 70% le apoyó— o bien porque tenía miedo de represalias. Sólo con la guerra algunos palestinos, pocos, han tenido la valentía de manifestarse en contra de Hamás y de pedir a Israel que los libere de la organización terrorista, conscientes de que Israel es el único lugar del Próximo Oriente donde la población árabe tiene exactamente los mismos derechos que el resto de habitantes judíos, cristianos o lo que sea.

 

Tampoco puede ser que no tuvieran ni idea de lo que sucedía las innumerables oenegés que trabajan en Gaza —desde la Cruz Roja a Médicos sin Fronteras y muchas otras— y de las que lo mínimo que se puede decir es que han hecho la vista gorda. Pero el caso más escandaloso es, sin duda, el de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), que tendrá que dar muchas explicaciones para justificar cómo es que ha callado cuando junto a sus instalaciones se han encontrado túneles o campos de entrenamiento de los milicianos de Hamás, cuando centros médicos y ambulancias los han usado miembros del grupo terrorista, cuando el combustible bajo su control ha acabado misteriosamente también en manos de Hamás, cuando en medio de material de la agencia para los refugiados palestinos —la UNRWA— han aparecido montones de armamento escondido o cuando desde escuelas del mismo organismo se educa a las criaturas en el odio a Israel. Durante estos casi veinte años nadie ha denunciado nada, circunstancia que los convierte a todos en cómplices. Y encima Hamás lo ha hecho con los recursos que provenían de las ayudas de Occidente destinadas a la población, de las que se ha apropiado a mansalva sin que nadie haya controlado el uso que se hacía. ¡Como para seguir sustentando toda esta trama de entidades y organismos de supuesta ayuda humanitaria con más donaciones y seguir permitiendo que los recursos públicos, que salen de los bolsillos de los propios contribuyentes, lleguen a manos de la organización terrorista!

 

Hay población civil palestina inocente que está pagando las consecuencias de la escalada bélica, pero es que también la hay israelí, y de esta parece que nadie se quiera acordar. La solución al enfrentamiento no es fácil, en especial porque una de las partes, el integrismo islámico representado por Hamás, Hezbolá y el resto de facciones terroristas sostenidas abiertamente por Irán y Siria y de bajo mano por algunas monarquías árabes del golfo Pérsico, no quiere dejar vivir en paz a la otra parte. De hecho, no la quiere dejar vivir, la quiere eliminar. La alternativa de dos estados no es Israel quien no la acepta, y los que ahora tanto la defienden tendrán que preguntar a los palestinos —a los palestinos, no a Hamás— qué quieren hacer, dado que son ellos los que siempre la han rechazado porque lo único que pretenden que haya entre el mar Mediterráneo y el río Jordán es un estado islámico. Y el papel, a menudo demasiado equívoco, de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), la sucesora de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) de Yaser Arafat, también habrá que revisarlo: permitió que Hamás la expulsara de Gaza y ahora en Cisjordania está dejando incomprensiblemente que se le coma el terreno. Ninguna salida, en todo caso, será factible hasta que no se haya derrotado y borrado del mapa a Hamás y todo lo que representa.

 

Un grave murmullo de antisemitismo vuelve a recorrer peligrosamente Europa. Y la manera de desvanecerlo no es precisamente dando lecciones a Israel que acaban justificando el comportamiento de Hamás y abren conflictos diplomáticos innecesarios, como ha hecho muy irresponsablemente Pedro Sánchez —que la banda terrorista lo haya celebrado y le haya dado incluso las gracias es la demostración de que algo no funciona— en su condición tanto de presidente del Gobierno de España como de presidente de turno de la Unión Europea (UE). Es el ejemplo del papelón que una vez más hace la UE cuando su alto representante para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Josep Borrell, se queda tan ancho declarando que «esto no es una guerra de civilizaciones» y siendo incapaz de darse cuenta de que esto es exactamente lo que es. Unas actitudes, como la del Ayuntamiento de Barcelona de romper relaciones con Israel, que no tienen el apoyo de la mayoría de la población de Catalunya, por la proximidad que existe entre los pueblos catalán y judío y por el poso sociocultural que ambos comparten en tanto que integrantes de la civilización occidental, que justamente el islamismo radical pone en peligro.

 
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