Justo en el momento en que hablaba Uri Rawitz en la manifestación por la liberación de los rehenes israelíes en manos de Hamás ante la oficina del Parlamento Europeo en Madrid, hace dos domingos, pasó un grupo en bicicleta Castellana abajo. La madre de Rawitz, Elma Avraham, fue secuestrada de su misma habitación, en el kibutz Nahal Otz, y liberada siete semanas después, en el único pacto que ha habido entre las partes –105 rehenes por 240 presos palestinos– desde el ataque del 7 de octubre por parte del grupo islamista que controla la franja de Gaza. Salió al borde de la muerte, con 40 pulsaciones por minuto y una temperatura corporal de 28 grados, y pasó más de cinco meses en el hospital. Su hijo contó las condiciones en que los terroristas habían tenido a la anciana, que en abril cumplió 85 años y nunca podrá ya valerse por sí misma: bajo tierra, con una escasa comida al día, sin las medicinas que necesitaba, tirada en un colchón y en sus propios excrementos.
Al pasar el grupo en bicicleta Castellana abajo, pitaron y alzaron las manos mostrando el pulgar hacia abajo. El mismo gesto que marcaba la ejecución en los circos romanos, observó el filósofo Gabriel Albiac, quien también habló en el acto. Un gesto despreocupado, casi natural. Un gesto que recordaba al de los campesinos polacos –el dedo índice acariciándose el cuello– cuando les pasaban por delante los trenes rumbo a Treblinka. Hombres, mujeres y niños que pedaleaban en una luminosa mañana de junio para reivindicar una causa noble y limpia («Red Ciclista Ya»), cuyo primer gesto al ver las banderas israelíes que, mezcladas con las españolas, alzaban muchas de las 400 personas concentradas, fue el pulgar hacia abajo.
En España hay unos 40.000 judíos. Forman parte de una realidad desconocida para la mayoría. Ni siquiera se tiene conciencia del origen judío de miembros prominentes y populares como las Koplowitz, los Múgica Herzog o Elena Benarroch. En su Breve historia de los judíos en España, Paloma Díaz-Mas hace el esfuerzo de consignar lo básico, que, aun siendo mínimo, también se ignora. ¿Cuántos saben que la Inquisición y los estatutos de limpieza de sangre no fueron derogados hasta bien entrado el siglo XIX? Aunque entonces ni siquiera se derogó el edicto de expulsión firmado por los Reyes Católicos el 31 de marzo de 1492, como pedían intelectuales y políticos prosefardíes, sí se admitió la libertad de culto, lo que propició el establecimiento de judíos en España. ¡Por primera vez en cuatro siglos!
Muchos de ellos vinieron a este país huyendo de los pogromos desatados en la Rusia zarista (pogrom, palabra rusa) o en territorio marroquí. En 1924, los sefardíes que vivían en el Imperio Otomano pudieron obtener la nacionalidad española gracias a un decreto de Miguel Primo de Rivera. De todos ellos –y de los pocos que sobrevivieron al Holocausto y encontraron refugio en la España franquista– descienden mayoritariamente los modernos judíos españoles. Esos españoles, regidos por la Constitución, iguales a otros en derechos y libertades, hoy tienen miedo.
La Policía Nacional, que custodió la manifestación del 2 de junio en Madrid con más de una docena de agentes, tiene que proteger los colegios hebreos y las sinagogas en España. Han recomendado a los judíos que no lleven en la calle kipá ni signo alguno que los identifique, que los niños se quiten el uniforme del colegio, que las casas no muestren la mezuzá (la cajita que guarda versículos de la Torá y que se coloca en el dintel de la puerta) ni la menorá (el candelabro de siete brazos).
«Somos españoles y por ser judíos necesitamos protección»
Es algo a lo que estaban habituados ya antes del 7 de octubre, aclara Estrella Bengio, presidenta de la Comunidad Judía de Madrid: «Somos españoles y por ser judíos necesitamos protección de manera regular». En Rosh Hashaná (el año nuevo) o en Yom Kipur (el día del perdón, el más sagrado del judaísmo), los policías nacionales llevan años resguardando las sinagogas. «Cuando llega la terrible masacre del 7 de octubre, lamentablemente y contrariamente a lo esperado, las manifestaciones antisemitas se disparan», dice Bengio. Pintadas en los coches o en establecimientos, huevos lanzados contra domilios particulares. «Eso lleva a reforzar las medidas habituales de protección que tenemos». Como representante de los judíos de Madrid, le faltan palabras para agradecer a las Fuerzas de Seguridad del Estado, al Gobierno de la Comunidad y al Ayuntamiento «todo el apoyo y la colaboración que nos permite seguir teniendo las actividades habituales a pesar de las circunstancias excepcionales que estamos viviendo».
«No es normal, no hay ninguna otra iglesia que necesite protección policial», observa Esteban Ibarra, presidente de Movimiento contra la Intolerancia. Cuenta que el auge del antisemitismo en España empezó a notarse con la campaña internacional BDS, que desde hace casi 20 años pide «boicot, desinversiones y sanciones» contra Israel, pero reconoce que no podía esperarse lo que sucedió a partir del 7 de octubre. «Cuando pensábamos que el antisemitismo se iba a poner en cuestión, que iba a remitir, nos encontramos con que desde el minuto cero empieza a haber una campaña en redes sociales y movilizaciones, con mensajes del tipo ‘no soy antisemita, soy antisionista’, que en definitiva disfrazan la negación del derecho a la autodeterminación del pueblo judío». Decir «soy antisionista», asevera Ibarra, «es antisemitismo, lo pongan como lo pongan».
Así lo recoge la Alianza Internacional para la Memoria del Holocausto (IHRA), a cuyos presupuestos se adhirió el Gobierno de Pedro Sánchez cuando firmó, en enero de 2023, el Plan Nacional para la implementación de la estrategia europea de lucha contra el antisemitismo. Que el Ejecutivo que ratificó ese documento sea el mismo que hace tres semanas reconoció el Estado de Palestina no se debe solamente al oportunismo de un presidente que ha dado sobradas muestras de indecencia por permanecer en el poder. Sánchez jamás habría elegido, para desviar la atención pública de los casos de corrupción que lo acosan, una causa impopular. Su actitud frente a Israel la comparte una desoladora mayoría (el 78%, según datos oficiales).
Esther Lowy, una de las españolas sin miedo que colabora con la Asociación Madres Judías por la Paz, se dio cuenta de esa realidad en sus años universitarios. «La universidad pública fue un desafío que me obligó a definir mi identidad», cuenta. «Siempre está ahí, siempre hay un profesor que critica, siempre hay esas preguntas incómodas». Eran los años de la Segunda Intifada, y aquella estudiante se la tenía que pasar quitando carteles que quiparaban la estrella de David con la cruz gamada. «¿Eres judía? Si pareces normal», le dijeron una vez.
Una fuerza telúrica
No es fácil explicar el antisemitismo. Tanto Lowy como Estrella Bengio y Esteban Ibarra, así como el resto de fuentes consultadas para este artículo, coinciden en que hay un componente de ignorancia muy importante. Cuando no de ceguera y de doble moral.
La escritora Esther Bendahan, con una perspectiva privilegiada por ser directora de Cultura del Centro Sefarad-Israel, ve el antisemitismo como algo latente en el pensamiento universal, parte de «fuerzas telúricas y profundas», que, como las placas tectónicas de la Tierra, a veces se agitan y provocan un terremoto. Cuando esto pasa, el antisemitismo se une a otras ideologías –sea el fascismo, el comunismo o cualquier religión– y funge «como un mecanismo aglutinador». No en vano cita a Ben Zion Netanyahu –padre del primer ministro israelí–, que en Los orígenes de la Inquisición en la España del siglo XV rompe con la concepción del antisemitismo como ideología cristiana y coloca su nacimiento en el mundo greco-egipcio, con el primer pogromo registrado en la historia, el año 38 d.C. en la ciudad de Alejandría. «A muchos, aún vivos, los ataban con correas y dogales, y sujetándoles los tobillos, los arrastraban por el mercado, saltaban sobre ellos y no perdonaban ni sus cadáveres. Pues, más brutales y feroces que las fieras salvajes, los cortaban miembro a miembro, trozo a trozo, y pisoteándolos, destruían todos los fragmentos para que ni el menor despojo quedara que pudiera ser enterrado», escribe Netanyahu padre citando a Filón, cronista de aquel ataque. ¿Les suena?
No puede decirse, a diferencia de los nazis, que Hamás intentara ocultar de algún modo su masacre contra los judíos. Fue filmada y retransmitida por los mismos terroristas a través de múltiples canales (el Gobierno israelí recopiló en una página oficial algunas de las imágenes del horror). El 8 de octubre, recuerda Esteban Ibarra, ya había manifestaciones en toda España en favor de la causa palestina «y todavía estaban recogiendo cadáveres». Más de 1.200 personas asesinadas en un mismo día –proporcionalmente a su población, como si matan cerca de 10.000 en España–, con una saña nunca vista desde el Holocausto. Es «lo más atroz de todo», para Esther Lowy: «La revictimización constante de esas mujeres, de esas niñas, de esas familias. Porque encima no bastan las imágenes. Siguen sin creérselo».
«Necesitás unas anteojeras ideológicas extremadamente fuertes y estructuradas para no ver la evidencia de que está mal secuestrar, mutilar, matar adolescentes, simplemente por el hecho de que son judíos», dice el periodista argentino Alejo Schapire, que desde París reportó las matanzas islamistas de 2015 y ha sido testigo, en los últimos 20 años, del auge del antisemitismo en la capital francesa. «Lo que gritaban los terroristas en 2015 en el Bataclan y lo que gritaban los terroristas en el 2023 en Israel era lo mismo y era en nombre de la misma ideología». Los que murieron en la sala parisina y en el festival Nova cerca de los kibutz «fueron asesinados por la misma razón, por lo que representan: una convivencia de hombres y mujeres en libertad desafiando un orden teocrático-fascista que detesta la libertad de los cuerpos, que detesta la libertad de los cuerpos de las mujeres».
Insolidaridad
Schapire, que afirma con gracia que «España es el mejor ejemplo de que no se necesita tener judíos al lado para ser antisemita», enmarca el problema como la punta del iceberg: «Es un problema que tiene Occidente, que no está seguro de sus valores, que tiene una demografía creciente de un origen con valores distintos y que está dispuesta a tomar lugares. Occidente tiene que preguntarse si está dispuesta a luchar por valores que la configuraban hasta ahora o prefiere claudicar y que vayamos en una especie de libanización de la sociedad, donde cada quien vive según sus reglas, en sus barrios y con conflictos permanente entre comunidades».
Antes incluso de conocer la respuesta de Israel al ataque, la ministra Sira Rego, sin solidarizarse siquiera con las víctimas, defendió el derecho de Palestina a «resistir tras décadas de ocupación, apartheid y exilio». Entre los muertos en territorio israelí hubo dos ciudadanos españoles, Maya Villalobo e Iván Illarramendi, que jamás son nombrados en declaraciones gubernamentales (más aún: la Fiscalía aconsejó archivar la causa por sus asesinatos, si bien sigue adelante en la Audiencia Nacional gracias a la decisión de la jueza María Tardón). Por el contrario, políticos de primera fila no se avergüenzan en reproducir una y otra vez el lema fundacional de Hamás que preconiza la destrucción de Israel: «Desde el río hasta el mar». Celia Denot acaba de publicar el libro El canario en la mina que intenta desmontar todos los mitos sobre Israel y los judíos (desde el viejísimo que denuncia que controlan el mundo en la sombra hasta los famosos «mapas verdes» que ilustran las «pérdidas» sucesivas de territorio de un Estado, Palestina, que nunca ha existido y sí se ha negado a existir en varias ocasiones). Ninguna «fuerza de ocupación», ¡ningún judío!, vive en Gaza desde 2005.
Es verdad que no se sabe el número de muertos en la franja por bombardeos israelíes –seguramente mucho más alta de lo que a Israel le gustaría–, pero sí dos cosas: que la ONU ha reconocido que no puede verificar de manera independiente los datos que le proporciona una sola fuente, Hamás, y que las mujeres y niños muertos –aquel «70%» inamovible desde el principio de la guerra– son por lo menos la mitad de lo reportado durante siete meses. Hay estudios que muestran, matemáticamente, cómo Hamás puede estar exagerando las cifras. Por otra parte, y según mensajes revelados a The Wall Street Journal, los líderes de Hamás han calificado la muerte de sus propios civiles como «sacrificios necesarios», beneficiosos a su causa en tanto dañan la imagen de Israel.
Esperanza
Nada de esto importa. El antisemitismo es inasequible a los hechos. Israel parece no merecer el beneficio de la duda. «Es difícil despertarse un día y darse cuenta que no es solo ignorancia», dice David Hatchwell, cofundador de Acción y Comunicación sobre Oriente Medio y de la Fundación HispanoJudía y uno de los más activos y entusiastas promotores del universo hebreo en España. El empresario repite lo mismo que todos los que han aportado su testimonio para este texto: «Cualquier víctima civil, por definición, es es una tragedia, nadie lo duda», pero cuestiona: «¿Dónde estabas cuando ha habido otros conflictos y cómo estás valorando este conflicto frente a otros que ha habido? Porque si el único conflicto que te interesa es este y los otros no te interesan, estás aplicando un doble rasero».
A favor del diálogo, por demás, se muestran todos, con mayor o menor optimismo. Con una condición inapelable: el regreso de los rehenes. Después de que Israel rescatara, la semana pasada, a cuatro de ellos, Hamás acaba de decir que de los más de cien que quedan en su poder «nadie sabe cuántos siguen vivos».
Pero, recalcan, si algo caracteriza al pueblo hebreo es la esperanza –así se llama el himno nacional de Israel–. Estos tiempos oscuros pasarán como han pasado otras veces a lo largo de cuatro mil años. Mientras tanto, en el mundo terrenal, hay que seguir trabajando. «Hay que educar frente al antisemitismo, porque hay un plan que no se está cumpliendo», denuncia Esteban Ibarra, que no es judío pero ha experimentado el antisemitismo en su propia persona. «Es importante escribir sobre esto y no callar». Sin miedo a la verdad, aunque se esté en minoría.
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