“… insofar as one denies what is, one is possessed by what is not, the compulsions, the fantasies, the terrors that flock to fill the void. But the void was there.”
Ursula K. Le Guin, The Lathe of Heaven
“Cuando las certezas, los principios, las esperanzas de Occidente libran batalla con las esperanzas, principios y certezas de Occidente, las incomprensiones, los furores y los cinismos enseguida entran en danza”.
André Glucksmann, Occidente contra Occidente
El manual de las ‘medidas activas’ soviéticas ha enseñado sin duda a más de un estado totalitario, de una dictadura teocrática, a explotar debilidades (reales y auto percibidas) occidentales para avanzar sus ominosas agendas. Entre desinformación, falsificaciones, repetición y amplificación; entre la utilidad de los crédulos y la falta de escrúpulos de los colaboradores; entre estos elementos anda el método.
Más, para convencer a amplias porciones de audiencia y a los colaboradores voluntariosos, también es necesaria una ideología o, como decía Jean-François Revel en El conocimiento inútil, “el deseo no de conocer lo real, sino de conjurarlo gracias a la oración jaculatoria de la obsesión dogmática”.
Decía el propio Revel que la ideología es “la principal fuente de perturbaciones de la información, porque precisa de una mentira sistematizada, global y no solo ocasional. Para permanecer intacta, debe defenderse sin tregua del testimonio… de la inteligencia, de la misma realidad. Esa lucha agotadora hace aumentar día tras día la dosis de mentira requerida para hacer frente a las evidencias que se desprenden de la inexorable realidad. La ideología obliga a modificar sin cesar la imagen del mundo para adaptarla a la visión que se quiere tener”. En breve, la ideología “funciona como una máquina para destruir la información”.
Revel continuaba diciendo que la ideología es “un triple eximente: intelectual, práctico y moral. En cuanto eximente intelectual, la ideología consiste en retener solo los hechos favorables a la tesis sostenida, incluso en inventarlos totalmente, y en negar los otros, omitirlos, olvidarlos, impedir que sean conocidos. En cuanto eximente práctico, suprime el criterio de la eficacia, hace que la refutación de los fracasos carezca de valor. Y es que una de las funciones de la ideología es, además, fabricar explicaciones que justifican dichos fracasos. A veces la explicación se reduce a una pura afirmación, a un acto de fe… Como eximente moral, la ideología abole toda noción del bien y del mal para los actores ideológicos; o, más bien, ocupa el lugar de la moral. … Se menciona menos a menudo que santifica también la malversación, el nepotismo, la corrupción”.
Por lo tanto, “es mucho más militante que el prejuicio, que la consoladora ilusión, el error banal, la excusa absolutoria, la dulce manía o la idea recibida, aunque incluya también todo esto y se nutra de ello”. Es “una mezcla de emociones fuertes y de ideas simples, acordes con un comportamiento. Es a la vez intolerante y contradictoria. Intolerante, por incapacidad de soportar que exista algo fuera de ella. Contradictoria, por estar dotada de la extraña facultad de actuar de una manera opuesta a sus propios principios, sin sentir que los traiciona”. Con lo cual, “su repetido fracaso no la induce nunca a reconsiderarlos; al contrario, la incita a radicalizar su aplicación”.
“En lugar de que la ampliación de la información por la experiencia sirva para calcular mejor la acción, es la acción ya programada a priori la que sirve para limitar la distribución de la información”, señalaba Revel.
En una presentación del 9 de diciembre de 1987 en el Congreso de Estados Unidos (Soviet Active Measures in the United States – An updated report by the FBI) se señalaba, entre otros puntos, que a través de dichas operaciones, la Unión Soviética intentaba influir directamente en las políticas y acciones del gobierno estadounidense, socavar la confianza pública en los líderes e instituciones; influir en la opinión pública contra ciertos programas militares, económicos y políticos; perturbar relaciones entre los Estados Unidos y sus aliados. No en vano, Max Weber señalaba en su obra Sociología del poder que toda dominación procura despertar y cuidar la fe en su “legitimidad” – aunque esta resida en la demonización y deslegitimación del ‘otro’.
Cualquier parecido con la realidad actual no es mera coincidencia; con Israel convertido en la primera pieza del dominó occidental – con la vana ilusión de que su caída se efectuará hacia un costado lejano, innocuo; y que será festejado en un confraternizado abrazo global.
En esa misma ponencia se apuntaba que:
- “En abril de 1987 había más de 35 corresponsales soviéticos trabajando en Estados Unidos. […] Aproximadamente un tercio de ellos son en realidad conocidos o sospechados oficiales de inteligencia de la KGB. Sus tareas manifiestas como corresponsales les permiten un fácil acceso a todas las áreas de Estados Unidos. […] [E]s la tarea directa de estos oficiales de la KGB y los reclutados influir en la opinión pública y en la política gubernamental estadounidense”.
A su vez, se resaltaba el cuidado puesto en presentar sus mensajes en un estilo occidental con el cual el público al que iba dirigido pudiera identificarse más fácilmente. Amén de incidir en la efectiva explotación del sistema de organizaciones no gubernamentales (ONG – hoy, a marchas forzadas para demonizar a Israel) en las Naciones Unidas – igualmente utilizada, como entonces, por satrapías de variado disfraz – debido a su potencial poder para influir en los votos de los miembros de la ONU a través de sus informes y, en el presente, además, con su poder para calar en la propia opinión pública casi convertidos en una suerte de medios de comunicación de su propia actividad.
Nada ha cambiado. O, acaso, únicamente la facilidad para llegar a más personas de manera más directa y casi inmediata.
Después de todo, ya en 1930 Sigmund Freud decía en El malestar en la cultura que “los comunistas [o los islamistas, o los pseudoprogresistas] creen haber descubierto el camino hacia la redención del mal. Según ellos, el hombre sería bueno de todo corazón, abrigaría las mejores intenciones para con el prójimo, pero la institución de la propiedad privada habría corrompido su naturaleza. La posesión privada de bienes concede a unos el poderío, y con ello la tentación de abusar de los otros; los excluidos de la propiedad deben sublevarse hostilmente contra sus opresores”. Hoy, como ayer, como anteayer, como presumiblemente mañana, los judíos han sido presentados como ese obstáculo contra el bienestar. Ya fuera como representantes del capitalismo, la encarnación del colonialismo, los titiriteros del socialismo; en fin, responsable del mal que hiciera falta, que haga falta, la minoría entre minorías siempre es el recurso para hiperventilar odios, excusas, distracciones y, además, como decía Freud, “un núcleo cultural más restringido ofrece la muy apreciable ventaja de permitir la satisfacción de este instinto mediante la hostilidad frente a los seres que han quedado excluidos de aquél”.
Claro que, antes o después, la sociedad habrá de preguntarse, como lo hacía Freud, “¿qué harán los soviets una vez que hayan exterminado totalmente a sus burgueses?” O, actualizando el interrogante: ¿qué hará la República Islámica si cayese Israel? ¿Y Catar? ¿Turquía? ¿Qué hará Rusia si vence a Ucrania? ¿Ahí caduca su apetito, su impulso?
Occidente ya ni siquiera se interroga, creyendo que la complicidad, la necedad y la negligencia son artificios suficientes para inmunizar contra la realidad. Escribía justamente Freud, como si lo hiciera hoy:
- “… hemos descubierto también en nuestros conciudadanos mundiales otro síntoma que no nos ha sorprendido y asustado menos que su descenso, tan dolorosamente sentido, de la altura ética que habían alcanzado. Nos referimos a la falta de penetración que se revela en los mejores cerebros, a su cerrazón y su impermeabilidad a los más vigorosos argumentos y a su credulidad, exenta de crítica, para las afirmaciones más discutibles”.
No es para menos, la festiva e histriónica capitulación de una parte de la sociedad occidental sugiere un importante grado de “fe” que se parece a la estulticia más pura: así pueden verse grupos transgénero vitoreando por Hamás y feministas pro velo, pro ayatolá. Contradicciones tan chocantes que no se pueden explicar sin la debacle de la inteligencia, sin la exaltación del capricho, del berretín y la imbecilidad con esteroides.
Ya de por sí, las medidas activas precisan de la obediencia voluntaria, el convencimiento del converso, el del desquiciado, o de la inconsciente aceptación de un, digamos, orden de cosas, de una docilidad para con una visión del mundo que implica el rechazo de la cultura propia – asumida de ahí en más como carga, como imperfección, como falta que debe ser redimida. En sentido, viene bien recordar del Herrschaft del que hablaba Weber, es decir, de la “probabilidad de que, en un grupo determinado de personas, determinadas órdenes, o todas las órdenes, encuentren obediencia”. En toda auténtica relación de Herrschaft, proponía Weber, se da una mínima voluntad de obedecer, es decir, un interés, material o espiritual, en obedecer – que “significa que la acción de quien obedece se desarrolla básicamente como si esa persona hubiera convertido en máxima de su comportamiento el contenido de la orden por sí mismo, es decir, solamente por la relación formal de obediencia sin tomar en consideración su propia opinión sobre el valor o ausencia de valor de la orden como tal”.
Y, precisamente, las modernas redes sociales son un gran salón de exposición de manipulaciones, preceptos, y las subsecuentes obediencias y abyecciones, que ha degradado la palabra a mera imagen, o a cumplir con el papel estrecho de guía u orden breve para la interpretación “correcta” de esa representación. Detrás de la inmediatez y el bulto; del anonimato y el ilusorio consenso, se disimula tal rebaja. En definitiva, una estructura que ha abaratado como nunca el tráfico de la ideología – el eslogan, la apariencia; la realidad rebajada a emblema antojadizo -, de la cual, como siempre, el producto (usufructo) es el propio destinatario del mensaje, que termina igualmente por devenir una imagen de sí mismo, de lo que cree que debe transmitir; una simulación.
Después de todo, como sostenía John Berger en Modos de ver, “una imagen es una apariencia, o un conjunto de apariencias, que ha sido separada del lugar y el tiempo en que apareció por primera vez”; y, además, que “el modo en que cada uno ve al otro confirma su visión de sí mismo”.
Así, parafraseando al propio Berger, podría decirse que una ideología, en tanto “mecanismo de defensa contra la información; un pretexto para sustraerse a la moral haciendo el mal o aprobándolo con buena conciencia, y un medio para prescindir del criterio de la experiencia”, como afirmaba Revel, propone a cada creyente, a cada receptor, que transforme su vida, admitiendo el dogma, la utopía, que, por su parte, no ofrece otra cosa que el vacío entre el presente y el futuro prometido, que no es otra cosa que la instrumentalización del sujeto para, pretendidamente, salvar esa brecha necesariamente perpetuada: el futuro nunca puede llegar, lo único que se implanta es el totalitarismo que ‘convence’, cuando la realidad hace mella en la fantasía, de su llegada inminente.
Y, siguiendo con Berger, la publicitada benevolencia de la ideología, la maldad del “otro” imprescindible, la falsificación del acto periodístico, la repetición exacerbada y breve que permiten las redes sociales; todo ello convence de tal transformación personal mostrando a aquellos, que aparentemente se han transformado, como seres ideales, moralmente superiores, que han accedido un estadio de conocimiento elevado: envidiables. Este andamiaje instala la idea de lo que la sociedad debe creer de sí misma; o, más precisamente, de que cada individuo se sienta culpable, inadecuado, si no adopta la doctrina.
Una situación que sin duda propicia y/o exacerba la polarización sociopolítica imperante: esa línea entre “nosotros” y “ellos” que han extendido ciertos políticos y medios de comunicación – y de la que ciertos intereses, y sus agentes de influencia, se benefician notoriamente. Es decir, los cotos que precisa siempre la mediocridad y la falta de escrúpulos para establecerse como virtudes, como ideales.
Una polarización que, sostenían Petter Törnberg et al. (Modeling the emergence of affective polarization in the social media society), “transforma la sustancia misma del debate racional – tal como las opiniones, los argumentos y los valores – en símbolos de identidad. Esto significa que los debates pierden parte de su capacidad para resolver conflictos, ya que pasan a fundarse no en la deliberación racional, sino en la dinámica del estatus social y el conflicto intergrupal”. Así, concluían, contrariamente a la hipótesis de la llamada ‘cámara de eco’, que considera que la polarización tiene lugar en el espacio de las opiniones, los autores estimaban que las opiniones se vuelven cada vez menos destacadas como tales, en tanto y en cuanto se vuelven cada vez más importantes como marcadores de identidad.
Las redes sociales, concluían, pueden ser polarizadores no porque nos permitan evitar por completo los puntos de vista opuestos, sino porque proporcionan espacios tanto para el aislamiento como para la interacción conflictiva: “Algunos espacios digitales… nos permiten reunirnos bajo la bandera de un atributo compartido, que puede convertirse así en una identidad social”.
Redes llenas de ruido útil
“… el cielo está sereno
y el mar tranquilo y manso. Con que puedes
calcular el aguante de tu malla,
pues hoy, o todo falla,
van con la pesca a reventar las redes”.
Gaspar Núñez de Arce, La pesca: poema
“Philosophy teaches us to feel uncertain about the things that seem to us self-evident. Propaganda, on the other hand, teaches us to accept as self-evident matters about which it would be reasonable to suspend our judgment or to feel doubt.” Aldous Huxley, Brave New World Revisited
Miroslav Mitrović recordaba (Genesis Of Propaganda as a Strategic Means of Hybrid Warfare Concept) que el sociólogo Gustave Le Bon señalaba la existencia de una ‘multitud psicológica’; término que podría aplicarse a ciertos comportamientos que se producen en las redes sociales, que terminan por “[con]forma[r] un solo ser… sometido a la ley de la unidad mental de las multitudes”.
Según Le Bon, entre otras características, las multitudes son crédulas y fácilmente influenciables por la sugestión; lo que está relacionado con el hecho de que las imágenes que se evocan en la mente de las multitudes se aceptan como realidades indudables (véase la ‘guerra de imágenes’ en la primera parte de este artículo). Además, destacaba que las multitudes no admiten la duda ni la incertidumbre, y sus emociones son siempre extremas.
Así pues, hoy serán imprescindibles, además de los tradicionales, agentes de influencia en línea. En cambio, los disimulos no parecen ser ya una prioridad – o, quizás, una posibilidad: la celeridad y el ruido incesante suplen el requisito de inteligencia y habilidad mínimas. Todo es efímero. Salvo, claro está, el residuo de la propaganda y la desinformación que, perseverante, sedimenta añadiendo al prejuicio basal.
Y es que, además de desparramar teorías descabelladas y aseveraciones sin más sostén que los términos que las componen, las redes han abaratado la valentía hasta confundirla con la de quien tira una piedra detrás del anonimato de la muchedumbre: difamar, desinformar es prácticamente gratuito.
En este entorno, la propaganda es confundida con información verificada sin más esfuerzo que el de publicarla, y que esta sea a su vez compartida – por seguidores reales y/o por programas automatizados (bots).
Hecho inmensamente problemático, puesto que, por ejemplo, y de acuerdo con un estudio del PEW Research Center (15/11/2023), la amplia mayoría de los adultos en Estados Unidos (86%) dicen obtener a menudo o a veces la información de sus dispositivos digitales.
Dicho estudio señalaba que el porcentaje de los que obtienen noticias de esta manera sigue superando al de los que lo hacen a través de la televisión. En cuanto a los medios sociales en los que los estadounidenses suelen obtener noticias, especificaba que “Facebook supera a todas las demás redes sociales. Tres de cada diez adultos estadounidenses afirman que obtienen las noticias allí con regularidad”. Aunque los jóvenes de entre 18 y 29 años se inclinaban preferentemente por X, Instagram, Tik Tok y Reddit.
A su vez, el informe de 2023 del Reuters Institute sobre noticias digitales, basado en información 46 países, apuntaba que sólo un quinto de los entrevistados (22%) decía preferir comenzar su recorrido noticioso en la web específica de un medio. Una cifra que se encuentra por debajo en 10 puntos porcentuales a la de 2018. Además, indicaba que “cuando se trata de noticias, el público dice prestar más atención a famosos, personas influyentes y personalidades de las redes sociales que a periodistas en aplicaciones como TikTok, Instagram y Snapchat. Esto contrasta fuertemente con Facebook y Twitter, donde los medios de comunicación y los periodistas siguen siendo el centro de la conversación”. Lo que no quiere decir que lo que ofrecen sea mejor que esas celebridades. De hecho, un paseo por X y por las cuentas de muchos de los “periodistas” que cubren Medio Oriente, probablemente arroje un bochornoso desenmascaramiento para el “profesional”, y, por extensión, para el medio.
Finalmente, el Foro Económico Mundial indicaba en 2022 que:
- “Según las últimas estadísticas de la Unión Europea, el 72% de los internautas de la Unión Europea [entre 16 y 74 años] consultan las noticias en línea.
- Según otra encuesta, cada vez son más las personas que acceden a las noticias a través de las redes sociales que de los sitios web de noticias.
- También se constató que el interés por las noticias ha disminuido considerablemente en todo el mundo, pasando del 63% de los encuestados en 2017 al 51% en 2022”.
Se hace, pues, patente la importancia de la precisión de la información que es publicada y compartida en redes – por lo demás, nada novedoso: la aplicación de lo que era normativo en un medio de comunicación (¿sigue siéndolo…?). No basta con publicar luego escuálidas crónicas apenas saneadas en un medio de comunicación tradicional, si de manera sistemática quienes las firman trafican con desinformación y propaganda en esas redes sociales, aupado en la mucha o poca notoriedad que su pertenencia a tal medio le haya otorgado – una presupuesta seriedad, un conjeturado ceñimiento a las reglas periodísticas y un conocimiento sobre los asuntos internacionales o locales tratados, etc. Será el mensaje plasmado en el escueto, aunque explosivo, formato de diseminación digital el que, funcionando como código-imagen, dicte el modo de interpretar, de ver, la eventual crónica.
Por eso mismo, será vital para ciertos actores reclutar ‘agentes de influencia’, que actuando a sabiendas o inconscientemente para tales intereses, para que ejerzan su labor en el nuevo ámbito digital.
No en vano, Miroslav Mitrović, quien hablaba de las llamadas “operaciones híbridas” en su ya citado trabajo, decía que uno de los pilares de tales operaciones son las campañas de información – a través de los medios de comunicación y “del (ab)uso de Internet”. El objetivo esencial, explicaba, “es lograr un impacto en la opinión pública, la desviación de actitudes, el cambio en la existencia o la adopción de nuevas actitudes, así como la introducción de la duda, la incertidumbre y el miedo. Las campañas se llevan a cabo utilizando todos los instrumentos de propaganda, lanzando medias verdades, manipulación de los medios de comunicación… […] El propósito es establecer la condición de ruptura del equilibrio en las relaciones internacionales, y llevar a cabo sus propios intereses, principalmente por medios no bélicos”.
En este sentido, James Forest (Political Warfare and Propaganda, An Introduction) explicaba que el agente de influencia – o ‘influencer’ –“pretende convertir en arma la información contra un objetivo con el fin de obtener el poder necesario para alcanzar los objetivos articulados en su plan estratégico de influencia”. Algunas de esas metas, proseguía, pueden implicar el cambio de las creencias y comportamientos del objetivo, induciendo a que cuestionen sus creencias con la esperanza de que, una vez que estas hayan sido socavadas, cambien de opinión. “Otros fines pueden incluir la creación de incertidumbre para convencer al objetivo de que nada puede ser cierto y que todo puede ser posible. En otros casos, las metas de una estrategia de influencia podrían incluir el fortalecimiento de la certeza del objetivo, incluso su compromiso de creer en cosas que en realidad son falsas…”, decía Forest; quien concluía que, en este caso, la finalidad general consiste en socavar la credibilidad y fiabilidad percibidas en la información compartida entre los miembros de una organización, ente, gobierno, o, en definitiva, grupo de personas considerado rival.
¡Es propaganda!
Mitrović decía justamente que la propaganda es un “intento sistemático, a través de la comunicación de masas, de influir en el pensamiento y, por tanto, en el comportamiento de las personas en interés de algún grupo interno”. Es la savia de las medidas activas o de uno de los pilares de las llamadas operaciones híbridas.
Por su parte, Jarred Prier (Commanding the Trend: Social Media as Information Warfare) recordaba que, para que la propaganda funcione, precisa que exista una narrativa previa sobre la que fundarse, así como una comunidad de verdaderos creyentes que ya hayan aceptado como verdad, como tema de fondo. En el caso del conflicto árabe-israelí, este asunto fundamental remite al perenne antisemitismo, a sus tópicos y libelos ampliamente difundidos e incorporados culturalmente por amplios sectores de la sociedad global.
Y es que, continuaba, la propaganda crea una heurística, esto es, una forma que tiene la mente de simplificar la resolución de problemas basándose en datos rápidamente accesibles. “La heurística de disponibilidad – explicaba – pondera la cantidad y frecuencia de la información recibida, así como lo reciente de la misma, como algo más informativo que la fuente o la exactitud de la información. Esencialmente, la mente crea un atajo fundado en la información más reciente disponible, simplemente porque se puede recordar con facilidad”. Prier destacaba que este mecanismo es importante para entender la formación de la opinión individual y cómo la propaganda puede explotar los atajos que nuestra mente toma para formar opiniones.
Es precisamente en este punto en el que las redes sociales se vuelven altamente relevantes. Porque, siguiendo con este autor, “los ‘trending topics’ producen la ilusión de realidad y, en algunos casos, incluso son difundidos por periodistas. Dado que las falsedades pueden difundirse tan rápidamente, Internet ha creado la ‘propaganda deliberada e involuntaria’… Dada esta visibilidad universal e inevitable, ‘los temas populares contribuyen a la conciencia colectiva de lo que es tendencia’”.
A su vez, esta ‘homofilia’ en el contexto de las redes sociales, comentaba, crea un aura de experiencia y fiabilidad donde estos factores normalmente no existirían: “Una vez establecida la credibilidad de la fuente, se tiende a aceptarla también como experta en otras cuestiones…”.
Esa homofilia es, tal como elucidaban Eytan Bakshy et al. (The Role of Social Networks in Information Diffusion), “la tendencia de los individuos con características similares a asociarse entre sí”. Una tendencia que se potencia en las redes sociales, donde, de acuerdo con Alexander Bentley, Benjamin Horne et al. (Cultural Evolution, Disinformation, and Social Division), “los individuos con ideas afines son propensos a agruparse en componentes de redes aisladas de polarización grupal” que, sostenían, favorece la erosión de la realidad compartida, además de facilitar el sesgo de confirmación hacia afirmaciones falsas que apoyan al grupo y desalentar el debate de información discrepante.
A todo esto, y debido a la gran cantidad de información que circula – casi inmediata, sin contexto, sin corroboración -, el efecto es que el material relevante sobre el tema de que se trate en cada momento se pasa por alto. O, dicho de otra manera, la celeridad menoscaba el contenido. En consecuencia, señalaban Bentley et al., la experiencia se hace más difícil de encontrar y las pruebas se vuelven menos transparentes. Esta pérdida de transparencia, afirmaban, facilita la desinformación y las teorías conspirativas.
Además, recalcaban, las redes sociales a menudo confunden – o, más precisamente, hacen confundir – la popularidad con la calidad, y lo que es reciente con lo que es importante. Así, los sesgos de popularidad fomentan la homofilia.
Y es que, tal como apuntaban Michela Del Vicario, Alessandro Bessi et al. (The spreading of misinformation online) es en línea donde los usuarios se encuentran integrados en grupos homogéneos, donde procesan la información a través de un sistema compartido de significados y desencadenan la elaboración colectiva de narrativas que a menudo están sesgadas hacia la auto confirmación. De hecho, han encontrado que:
“Los usuarios tienden mayoritariamente a seleccionar y compartir contenidos relacionados con una narrativa específica y a ignorar el resto. En concreto, … la homogeneidad social es el principal motor de la difusión de contenidos, y un resultado frecuente es la formación de grupos homogéneos y polarizados.
Los usuarios tienden a agruparse en comunidades de interés, lo que provoca la potenciación y fomenta el sesgo de confirmación, la segregación y la polarización. Esto va en detrimento de la calidad de la información y conduce a la proliferación de narrativas sesgadas fomentadas por rumores infundados, la desconfianza y la paranoia”.
El recto y virtual dedito admonitorio
“Los que no son [israelíes] quieren dormir tranquilos. Se convencen de que la amenaza nihilista concierne solamente a [Israel]. No hay humo sin fuego, [Israel] se lo ha buscado, … ha sido castigado, su violencia se vuelve contra él, es la ley del bumerán.
Cuando, tras la carnicería de[l] [7 de octubre], una población se siente en peligro, el [antiisraelí] acusa a esa población. Rugir contra [Jerusalén] permite inhabilitar el hecho nihilista.
… reduce la calidad del crimen a la cantidad y a la calidad de los muertos. Relativiza, y por lo tanto se tranquiliza, ciego a la novedad de este mal concreto”. André Glucksmann
Las redes sociales, decían Marius Johnen, Marc Jungblut y Marc Ziegele (The digital outcry: What incites participation behavior in an online firestorm?) son una plataforma donde los usuarios pueden encontrar fácilmente personas afines que comparten la indignación por un determinado asunto. Así, añadían, se puede generar una amplia atención y apoyo por un tema sin necesidad de cobertura mediática, aunque esta evidentemente puede aumentar el alcance.
Cabe añadir el hecho de que, como apuntaban William Brady, M. J. Crockett y Jay Van Bavel (The MAD Model of Moral Contagion: The Role of Motivation, Attention, and Design in the Spread of Moralized Content Online), la comunicación mediada por ordenador reduce la naturaleza personal de la comunicación y disminuye la autoconciencia; por lo que propicia lo que denominaban como “estado psicológico de ‘desindividuación’”; esto es, la experimentación de una autoevaluación reducida en el contexto de un grupo, lo que a menudo lleva a comportarse con menos restricciones. Esto coloca a la persona en un estado en el que se identifica más con el grupo y se ajusta más a las normas de este, lo que viene acompañado de una motivación para mantener la propia imagen de grupo. Así, resumían, la combinación de varias características de diseño inherentes a los medios sociales puede conducir, en última instancia, a un aumento de las motivaciones de identidad de grupo que pueden satisfacerse a través de la expresión de emociones morales.
Precisamente, una de las estrategias de influencia, apuntaba el ya citado James Forest, es fomentar la participación – provocando especialmente respuestas emocionales – utilizando información que, de hecho, puede ser exacta en todo o en parte. Y puntualizaba que, “en este caso, la atención se centra menos en el mensaje que en provocar a la gente para que propague el mensaje. Los objetivos efectivos de este enfoque son aquellos que tienen una mayor incertidumbre sobre lo que es cierto o no, pero que están dispuestos a compartir y retransmitir información sin saber si es falsa (y a menudo, porque quieren que sea cierta)”.
Es con esto con lo que precisamente juegan muchos “periodistas” – o activistas que utilizan el camuflaje de dicha profesión – en las redes sociales: “con el tipo de orientación, formato del mensaje y contenido adecuados, el ‘influencer’ puede… producir cualquier tipo de comportamiento que desee en la persona objetivo (por ejemplo, que ataque airadamente a los miembros de un partido político contrario o cuestionen las pruebas científicas que sustentan una verdad incómoda)”, resumía Forester.
Ante Israel, lo que puede observarse, es la apelación a lo más bajo y atávico de las personas: el recurso al enemigo fácil, añejo; el chivo expiatorio universal: el judío. El antisemitismo.
Y es que, como explicaban Mirosław Kofta, Wiktor Soral y Michał Bilewicz (What Breeds Conspiracy Antisemitism? The Role of Political Uncontrollability and Uncertainty in the Belief in Jewish Conspiracy):
“La creencia en teorías conspirativas sobre los judíos constituye un ejemplo prototípico de cómo una teoría ingenua puede servir de explicación universal de ‘todas las cosas malas que ocurren en la sociedad’. Al mismo tiempo, es un retrato de un grupo externo específico como altamente agéntico, poderoso e intencionado. […] [L]as personas tienden a identificar a los enemigos y a culparles de los malos acontecimientos para restaurar un sentido de orden moral y/o de autoestima positiva (individual o colectiva). … Nuestros estudios sugieren que, entre los grandes actores mencionados, los judíos son probablemente los más propensos a ser interpretados como un grupo conspirador. … La presente investigación sugiere que los judíos son percibidos como la encarnación ideal de una fuerza poderosa y siniestra, que opera de manera subversiva en el sistema social. Esto se ha demostrado claramente en estudios anteriores.
Es probable que, al ser una representación prototípica, la teoría de la conspiración de los judíos sea fácilmente accesible (y, por tanto, se aplique con frecuencia) como explicación prioritaria de acontecimientos inesperados, amenazadores y misteriosos en la política, la economía y los medios de comunicación. En consecuencia, ha alcanzado el estatus de explicación conspirativa prefabricada y de uso general, susceptible de ser generada automáticamente…”.
Después de todo, las reacciones emocionales, explicaban Pavlos Vasilopoulos y Sylvain Brouard (System Justification and Affective Responses to Terrorism: Evidence from the November 2015 Paris Attacks), cumplen la función de facilitar evaluaciones instantáneas del entorno e inducir a rápidas operaciones de comportamiento.
Para quienes han hecho de los flecos elementales de la moral su herramienta preferida para movilizar prejuicios y ocultar verdades, se aplica justamente lo que destacaban William Brady, M. J. Crockett y Jay Van Bavel: los contenidos emocionalmente excitantes se asocian precisamente a un mayor intercambio en diversos contextos en línea. De hecho, decían, “en el contexto específico del discurso moral y político, la expresión de emociones morales puede desempeñar un papel importante en la difusión de contenidos (un fenómeno que denominamos contagio moral)”.
Esto ocurre porque, según estos autores, cuando las personas comparten experiencias o contenido emocional con otros, se produce una percepción de similitud, convergencia emocional y mayor coordinación durante la acción dirigida a un objetivo. Y “también puede servir para señalar elementos importantes de la propia identidad social o normas sociales a su comunidad social, lo que puede aumentar su estatus dentro de la comunidad”.
De hecho, Petter Törnberg y sus colegas (Modeling the emergence of affective polarization in the social media society) comentaban que se ha demostrado que “los argumentos contra nuestras ‘creencias más preciadas’ activan las mismas vías neuronales que la amenaza de violencia física”; de manera que cuando las identidades son la fuerza dominante de la política, “no es lo que dices sobre los temas; es lo que los temas dicen sobre ti”.
Así, volviendo a Brady et al., en el caso de las redes sociales, múltiples estudios han documentado que el contenido emocional se asocia a un mayor intercambio en diversas plataformas:
“Los artículos de noticias políticas enmarcados en términos de moralidad y que incluían un lenguaje emocional fueron los más compartidos en Facebook y Twitter. […] De hecho, cada palabra moral-emocional añadida a un tuit se asoció con un aumento aproximado del 20% de compartición de media. […] [E]l contenido moralizado que contiene expresiones morales y emocionales se asocia sistemáticamente con un mayor número de comparticiones en diversos temas…”.
Las expresiones morales-emocionales son, según los autores, aquellas que señalan, ya sea a los demás o a uno mismo, que algo es relevante para los intereses o el bien de la sociedad, tal y como los define el conocimiento conceptual de quien lo expresa. A tal punto, que, “inherente al concepto de contagio moral, por tanto, está la idea de que las expresiones de emociones morales se encuentran entre las señales más poderosas para uno mismo y para los demás sobre la propia identidad”. En consecuencia, “cuando las identidades de grupo son prominentes, las personas empiezan a experimentar y expresar emociones en función de inductores que son relevantes para el grupo”.
Por eso mismo, cuanto más frecuentemente se utilice en línea una expresión moral-emocional (por ejemplo, “genocidio”, “hambruna”, “masacre”, “inhumano”, “ocupación”), más podrá utilizarse para señalar un entendimiento compartido, un valor social compartido. Términos que, siguiendo a Jean François Revel, tantas veces “sustituye con palabras una situación real con la que tienen poca relación [o ninguna – como el apartheid, genocidio, hambruna]. La repetición constante de estas palabras crea un estado de opinión pública que suele ser impermeable a los recordatorios de los hechos”.
Brady y sus colegas proponían que:
“Publicar o compartir contenidos moralizados que contengan expresiones morales y emocionales en las redes sociales ayuda a las personas a satisfacer la motivación de mantener una imagen positiva del grupo, lo que satisface ampliamente una serie de motivos identitarios.
[…] condenar el comportamiento de un grupo externo hace que el grupo interno parezca mejor en comparación. Cuando existe una amenaza de un grupo externo, la expresión de emociones morales que sancionan a las personas o los comportamientos señalando desaprobación funcionan para desprestigiar al grupo externo a través de su expresión. Por ejemplo, la indignación…, asociada a la culpa y el castigo. El desprecio es otra emoción que puede servir para derogar al grupo exterior.
[De manera tal que] … expresar emociones morales en el contexto de las comunicaciones morales y políticas puede mejorar la reputación de uno dentro de su grupo”.
Ahora bien, llevando todo esto en el contexto de los ‘agentes de influencia’ que pretenden imponer ciertos puntos de vista o de conversación, vale la pena mencionar que estos mismos autores apuntaban que hay estudios que han descubierto que los ‘indicadores de popularidad’ pueden precisamente aumentar el compromiso de los destinatarios con los contenidos en línea:
“… en primer lugar, cabe suponer que los usuarios infieren el tamaño de la audiencia potencial de su propio comentario a partir de estas estadísticas. Un mayor número de indicadores de popularidad debería entonces representar una audiencia mayor.
… una audiencia mayor debería entonces aumentar la percepción de los usuarios de que (1) la preocupación moral es compartida por un número significativo de otras personas y es más apropiada socialmente (es decir, consenso percibido), y (2) es más probable que su propio comentario sea reconocido y apreciado por estos otros usuarios. Estas percepciones deberían estimular la voluntad individual de unirse a la ‘tormenta de fuego en línea’”.
Para esto, precisamente, sirve el activismo en línea, el agente de influencia virtual, esos “periodistas” que fundan su prestigio en la imagen proyectada en las redes sociales, en entrevistas y ciertas publicaciones; lo que supone un sistema de retroalimentación del “renombre” y la popularidad.
Y las redes sociales son, como bien indicaban Brady et al., especialmente propicias para la rápida propagación de contenidos; probablemente superando la capacidad de cualquier otro medio en la historia:
“La rápida propagación de contenidos ha dado lugar a un entorno de redes sociales en el que los contenidos moralizados son omnipresentes. … las plataformas en línea son ahora una de las principales fuentes de estímulos moralmente relevantes que las personas experimentan en su vida cotidiana”.
Dicho de otra manera, las redes sociales facilitan el tráfico de material de bisutería moral como si fuesen joyas del minucioso pensamiento universal.
El mismo tiro, el mismo pie
Una buena parte de las sociedades occidentales – muy ruidosas, y muy aleladas – parecen creer que la cultura en la que viven, citando a Sigmund Freud (El malestar en la cultura) “lleva… gran parte de la culpa por la miseria que sufrimos, y podríamos ser mucho más felices si la abandonásemos”. Para ello, habría que adoptar, tal parece ser la solución por la que se inclinan (nunca mejor utilizado este último término), el totalitarismo al estilo de la República Islámica de Irán, o el chino, o el ruso o, incluso, el turco. Nada mejor para la libertad y la felicidad que la represión y el oscurantismo.
Así es como abrazan esas ideologías que, parafraseando a Freud, imponen a todos por igual su camino único para alcanzar la “felicidad” y evitar el sufrimiento. “Su técnica consiste en reducir el valor de la vida y en deformar delirantemente la imagen del mundo real, medidas que tienen por condición previa la intimidación de la inteligencia. A este precio, imponiendo por la fuerza al hombre la fijación a un infantilismo psíquico y haciéndolo participar en un delirio colectivo”. Al punto que organizaciones de gais, lesbianas y transexuales; intelectuales y artistas corean por Hamás en las calles de las ciudades occidentales, como si ese grupo no fuera lo que es.
En este río fácil es en el que pescan no pocos poderosos regímenes totalitarios. Ese río es el revuelven incautos, corrompidos y necios, enturbiando la realidad y secuestrando los valores para disfrazarlos de sentencia. Como durante la guerra fría, y siguiendo a Revel, la izquierda – o sus restos -, el progresismo, los burócratas de lo internacional, los tontos con diploma, etc., se aferran a los esquemas del pasado para seguir sin conseguir “llegar a ver que [el] escenario de la descolonización, de la guerra de independencia y de la ‘joven república popular del tercer mundo que emprende el camino del socialismo’”, o de la “revolución islámica”, el “comunismo” a la china, continúa encajando empecinadamente en otro escenario, más amplio, aunque no menos evidente: el de la expansión china, rusa, islamista.
Y, así, impedidos de descifrar en el espejo de lo cotidiano la estupidez cabal en su rostro, vitorean el terrorismo – de Hamás, del régimen de Teherán – como un camino hacia la ‘transformación de la sociedad universal’. Transformación sí, pero no aquella con la que dicen fantasear – que, ya se sabe que ciertos sueños producen monstruos; o tal vez, que ciertos monstruos instalan ciertos engaños.
Se trata, en definitiva, y como afirmaba Forester, “de una batalla sobre lo que la gente cree que es la realidad y las decisiones que cada individuo toma basándose en esas creencias”. Y así, hoy, el mensaje es que los tropos, los estereotipos, los libelos del antisemitismo clásicos son veraces, y que hay que actuar sobre esa certeza. Como antes, se prueba el terreno, los métodos y la obediencia contra los judíos: es por donde comienza a operar la brecha que termina por dividir a toda sociedad entre “ellos” y “nosotros”; entre la convivencia y la “necesidad” de actuar sobre el “otro” tal como se procede contra una peste.
En eso andan los vocingleros secuaces del oscurantismo, la brutalidad y la tiranía: gritando paz, amor, libertad y aquiescencia para que se triunfe lo contrario.
Tenía razón Freud en los años 1930 y la sigue teniendo hoy en día:
“Occidente se ha sumido en la miseria psicológica de las masas […] [C]uando las fuerzas sociales de cohesión consisten primordialmente en identificaciones mutuas entre los individuos de un grupo, mientras que los personajes dirigentes no asumen el papel importante que deberían desempeñar en la formación de la masa.”
O, siguiendo a André Glucksmann, Occidente anda excogitando. Esto es, no ya abocado a una “vulgar ceguera del espíritu, sino [a] algo peor, un arte positivo y metódico para reventarse mentalmente los ojos”. Porque “la conciencia que excogita no se contenta con desechar los malos pensamientos y ocultar las realidades desagradables; se esfuerza en prohibirse definitivamente la posibilidad misma de semejantes inconvenientes. Una excogitación lograda inmuniza de entrada contra los desmentidos”.
Si a ese voluntarista suicidio racional se le suma la actuación de los mercantilistas de la infamia, los tontos diplomados, los energúmenos de turno; de ello resulta un trastorno en la cosmovisión mayúsculo. Y el tiro en el pie va subiendo por la anatomía de una sociedad que ya no sabe ni quién es, ni lo que quiere y que se ha empezado a dar por vencida aún antes de que se le plateara el conflicto. Así es muy fácil.
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