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| domingo septiembre 8, 2024

La singularidad del conflicto palestino-israelí


Los israelíes y los palestinos tienen una mentalidad hacia el otro que es a la vez extraña y única, totalmente desincronizada con la realidad y equidistante de la norma para las partes en conflicto. Dadas sus fortalezas relativas, las posiciones israelíes y palestinas son contrarias a lo que uno espera: Israel debería ser exigente y los palestinos, suplicantes. Se puede debatir hasta bien entrada la noche sobre cuál de las dos es la más absurdamente inapropiada. Sus orígenes se remontan a casi un siglo y medio.

Al comienzo mismo de la proyecto sionista en la década de 1880, las dos partes de lo que ahora se llama “el conflicto palestino-israelí” desarrollaron actitudes distintivas, diametralmente opuestas y duraderas hacia cada una.

Los sionistas, desde una posición de debilidad, ya que constituían una porción minúscula de la población palestina, adoptaron la conciliación, un intento cauteloso de encontrar intereses mutuos con los palestinos y establecer buenas relaciones con ellos, haciendo hincapié en brindarles beneficios económicos. Símbolo de esta mentalidad, Israel es el único país del mundo creado no mediante la conquista sino mediante la compra de tierras. David Ben-Gurión finalmente convirtió la conciliación en una política comunal y figuras israelíes importantes como Moshe Dayan y Shimón Peres continuaron con variantes de ella.

Los palestinos, desde una posición de fuerza demográfica y generalmente con un gran poder de influencia, adoptaron el rechazo, una resistencia a todo lo judío y sionista. Evocando el espíritu de la supremacía musulmana, bajo la guía de Amin Al-Husseini se volvió más extremo con el tiempo, de hecho, genocida e incluso suicida. Así como el sionismo celebraba la tierra en la que los palestinos residían como única y sagrada, el rechazo siguió su ejemplo, insistiendo en la singularidad y sacralidad de esa tierra para ellos a través del sionismo islámico. Importantes figuras palestinas, como Yasser Arafat y los líderes de Hamás, continuaron con variantes de esta ideología.

La diversidad de ideologías, objetivos, tácticas, estrategias y actores hizo que los detalles varíen a lo largo de los siguientes 150 años, aunque los fundamentos siguen siendo notablemente los mismos, con ambos bandos persiguiendo objetivos estáticos y opuestos. Mucho ha cambiado con el tiempo (las guerras y los tratados van y vienen, el equilibrio de poder se desplaza, los estados árabes retroceden, Israel gana mucho más poder, su opinión pública se mueve hacia la derecha), pero el rechazo y la conciliación siguen siendo básicamente inalterados. Los sionistas compran tierras, los palestinos hacen que venderlas sea un delito capital. Los sionistas construyen, los palestinos destruyen. Los sionistas anhelan ser aceptados, los palestinos presionan para que se los deslegitime.

Las posiciones se endurecieron con el tiempo, lo que dejó a las dos partes cada vez más frustradas. Los palestinos se dan cuenta de la singularidad de su perversión, se enorgullecen de ella e incluso la sexualizan. La televisión de la Autoridad Palestina respondió a la violencia procedente de Yenín con “Yenín es nuestra bella novia, que se perfuma a diario con el aroma del martirio”. Utilizando la misma metáfora, un periódico de Hamás publicó un artículo que proclamaba: “La alegría palestina tiene su propia fragancia; es completamente diferente de cualquier otro tipo de felicidad”. ¿A qué podría estar aludiendo el autor? Al asesinato de israelíes, por supuesto. No sólo el paso del tiempo no ha moderado el rechazo, sino que se ha vuelto más florido y extravagante que nunca, celebrando la muerte de israelíes en una espiral de perversión.

La conciliación de Israel también se vuelve más extrema. Al conquistar Cisjordania y Gaza en 1967, el sistema de seguridad israelí trató de ganarse el favor palestino mediante la buena voluntad y la prosperidad económica, un proceso que se intensificó con el tiempo y culminó en los Acuerdos de Oslo. Israel luego exigió financiación para la Autoridad Palestina y (hasta el 7 de octubre) para Hamás.

Así, el conflicto palestino-israelí consiste en interminables y agotadoras rondas de violencia y contraviolencia, ninguna de las cuales logra jamás su propósito. Los palestinos invariablemente comienzan las hostilidades con un ataque a israelíes o judíos, generalmente desarmados. Israel responde con represalias. Las dos partes reiteran una espiral de agresión palestina y castigo israelí, dando vueltas y vueltas sin lograr ningún avance. Los palestinos sufren la pobreza y las patologías de una sociedad radicalizada, incluida la opresión por parte de sus propios líderes. Israel es el único país moderno, democrático y rico que no puede protegerse de los ataques periódicos de sus vecinos.

Los palestinos pueden dañar a Israel mediante actos de violencia y difundiendo un mensaje antisionista, pero no pueden impedir que el Estado judío ascienda de un éxito a otro. Israel puede castigar a los palestinos por su agresión, pero no puede sofocar el espíritu de rechazo y sus expresiones cada vez más depravadas.

El hecho de que el rechazo no sea temporal, no se doblegue ante la presión de las zanahorias y los palos y no se modere con el tiempo explica la incapacidad general para comprenderlo o formular una respuesta. Esta mentalidad desconcierta a los contemporáneos como algo hasta ahora desconocido, un fenómeno nuevo que la experiencia previa no puede explicar, como la Revolución Francesa o la Rusia soviética.

La singularidad de los dos legados confunde a los observadores de diversas maneras. En primer lugar, intentan en vano meter a los dos pueblos en categorías conocidas. Se considera a los palestinos como un pueblo colonizado, aunque no fueron conquistados por los sionistas, como no lo son los europeos en la actualidad por los musulmanes que llegan como inmigrantes ilegales por millones y esperan convertirse en la población mayoritaria; ambos son inmigraciones no beligerantes en gran escala. Se compara rutinariamente a los israelíes con los imperialistas, aunque llegaron como civiles y crearon el único país de la historia mediante compras, y lo hicieron en su patria ancestral. Términos como imperialismo y apartheid delatan una incomprensión de dos legados únicos.

En segundo lugar, el comportamiento inusual engaña a los observadores. La persistencia del rechazo convence a algunos de su verdad: la furia al rojo vivo y la voluntad de sufrir implican una causa moralmente justificada. Seguramente ninguna población puede ser tan coherente, tan enojada, tan fanática durante tanto tiempo sin una buena razón. Los esfuerzos israelíes por documentar las atrocidades tienen un impacto limitado. Por el contrario, la conciliación israelí implica un sentimiento de culpa; ¿por qué, si no, un actor más poderoso se comportaría con tanta timidez?

En tercer lugar, los posibles pacificadores intentan resolver el conflicto palestino-israelí por medios diplomáticos convencionales, que previsiblemente fracasan. Los Acuerdos de Oslo, por ejemplo, se produjeron entre avances como el fin del régimen del apartheid en Sudáfrica entre 1990 y 1994, la disolución de la Unión Soviética en 1991 y el Acuerdo de Viernes Santo de Irlanda de 1998; sin duda, un compromiso también funcionaría en este caso. Con ese espíritu, los presidentes estadounidenses Clinton y Obama enviaron por separado a George Mitchell para que siguiera trabajando sobre la base de su éxito diplomático en Irlanda; por supuesto, sus esfuerzos palestino-israelíes terminaron en un fracaso total.

En este caso, la solución exige la aceptación palestina de Israel o su destrucción, no un compromiso. Martin Sherman señala acertadamente que “estamos hablando de un choque entre dos colectivos con narrativas opuestas y mutuamente excluyentes que son irreconciliables, y sólo una de las partes puede ganar”. Este conflicto anormal no puede resolverse mediante un compromiso. Una de las partes debe ganar y la otra debe perder.

El Sr. Pipes (DanielPipes.org, @DanielPipes) es presidente del Foro de Oriente Medio. ©2024. Todos los derechos reservados.

 
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