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| miércoles diciembre 11, 2024

No importa quién gane las elecciones, el pueblo estadounidense ya las ha perdido


La batalla de Nueva Orleáns estaba en su apogeo, cuando el general Andrew Jackson fue a comprobar la puntería de su artillería mientras bombardeaban a las fuerzas británicas. Al notar que estaban sobrepasando sus objetivos, dijo a sus artilleros: «Eleven un poco más abajo esos cañones».

Sean reales o no, estos relatos reflejan el lado encantador del héroe de guerra que, como presidente, dio origen al populismo estadounidense dos siglos antes de su gran regreso.

Las analogías entre su presidencia y la de Donald Trump son sorprendentes. Jackson, el primer presidente que no provenía de la élite del Este, era un racista descarado que desplazó a las tribus nativas americanas, luchó contra la Corte Suprema y libró una guerra contra el Banco Central (entonces llamado Banco de los Estados Unidos) para otorgar préstamos baratos y económicamente imprudentes.

Jackson, hombre de peleas y disputas al igual que Trump, se batió en múltiples duelos, y en un caso mató a un hombre que lo había llamado cobarde. La misma actitud inspiró su política. Cuando el Tesoro se opuso a su política de dinero barato, Jackson despidió al Secretario del Tesoro y luego también a su sucesor, para que el tercero entendiera que estaba allí no para decir lo que pensaba sino para hacer lo que le decían.

Estas comparaciones entre Trump y Jackson han sido populares en los últimos ocho años, sobre todo porque demuestran que el resurgimiento populista actual no es algo sin precedentes y sugieren que también terminará.

Sin embargo, mientras Estados Unidos prepara el veredicto del trumpismo, estas analogías con Jackson son irrelevantes. Lo que importa ahora es que la era de Jackson estuvo marcada por victorias electorales decisivas, ya que ganó 11 de 18 estados en 1824 y 15 de 24 en 1828. Los Estados Unidos de hoy tienen una realidad completamente diferente.

La búsqueda de Jackson de reemplazar a la élite veterana por la “gente sencilla” representaba a una gran mayoría. Además, personificaba una condición nacional, una sociedad en movimiento, tanto geográfica como socialmente.

Habiendo cruzado los Apalaches para establecerse en Nashville, Tennessee, Jackson fue parte de la migración hacia el oeste. Y habiendo ganado su fama en la batalla, fue la antítesis del presidente bien nacido al que derrocó, John Quincy Adams, cuyo padre también había sido presidente.

La sociedad estadounidense tenía una dirección clara en esos días, y Jackson simplemente aceleró su marcha. El Estados Unidos que irá a las urnas el próximo martes no tiene esa dirección, de hecho no tiene ninguna.

A primera vista, la elección que enfrentan los votantes estadounidenses es entre políticas. Trump quiere un gobierno fuerte, una inmigración mínima, un menor gasto, impuestos más bajos, una policía más fuerte y aislacionismo global, mientras que Kamala Harris quiere un poder judicial fuerte, sensibilidad social, derecho al aborto, y un intervencionismo económico que reduzca los precios de la vivienda y las tarifas de la atención médica.

Varios millones de votantes también tendrán en cuenta los antecedentes de los candidatos en cuanto al Medio Oriente, un tema en el que Harris se ha mostrado menos apasionada y no mucho más informada que Trump.

Aun así, la política no es el tema de estas elecciones. Más que cualquier otra cosa, este plebiscito será una contienda de identidades. Millones de personas acudirán a las urnas no para trazar el camino de su país, sino para declarar quiénes son; para decir “soy culto” o “soy inculto”, “soy rico” o “soy pobre”, o “soy negro” o “soy blanco”, de la misma manera que los votantes en Iraq declaran efectivamente si son sunitas, chiítas o kurdos.

Al acudir a las urnas, la mayoría de los estadounidenses no pensarán en qué se debe hacer con sus escuelas, carreteras o tropas, sino en si el machismo les excita o les repugna, si las groserías los impresionan o los horrorizan, y si su líder puede o no ser un delincuente convicto.

Peor aún, esta elección no solo será una cuestión de identidades, sino que también se decidirá por el margen más estrecho, a menos que las encuestas demuestren que no tienen fundamento (lo que siempre puede suceder). Por eso, a diferencia del efecto de la victoria de Jackson, la sociedad estadounidense está destinada a salir de este duelo incluso más dividida.

Los rivales de Jackson atacaron sus políticas y detestaron su estilo, pero lo aceptaron como líder de su nación. Lo mismo hicieron los demócratas después de la derrota por la mínima de George W. Bush a Al Gore, y lo mismo hicieron los republicanos después de que Bill Clinton derrotara a Bush padre. Eso no es lo que sucederá ahora.

Con la sociedad estadounidense tan fracturada como está, los republicanos no aceptarán a una Harris electa como su líder, y los demócratas nunca aceptarán a un Trump electo, y mucho menos ninguno de los dos bandos respetará al líder del otro. Peor aún, el ganador del martes no estará preparado, si es que está motivado, para inspirar la reconciliación que la sociedad estadounidense tanto implora.

Detrás del choque de identidades hay una lucha de emociones. Ambos bandos sienten que sus adversarios no solo están equivocados en sus planes o tienen defectos en sus méritos; sienten que su rival está decidido a robarles su país y el sueño que lo construyó.

Para algunos ese sueño es la libertad, la justicia, la oportunidad y el humanismo que ofrece la Constitución y que un candidato parece dispuesto a abandonar. Para otros votantes, el sueño americano es el estatus racial, la identidad cultural, la estabilidad social y la seguridad económica que disfrutaron sus padres y que ellos han perdido.

Aunque están a años luz de distancia en cualquier otro aspecto, estos electorados opuestos sienten con igual intensidad y justicia que han perdido lo mismo, el sentimiento más fundamental que Estados Unidos prometió, generó y encarnó: la confianza.

Estados Unidos irradiaba confianza no solo a su pueblo, sino también a nosotros, los no estadounidenses, que seguíamos su ejemplo global. Ahora esa confianza está dañada, y el miércoles puede que salga totalmente destrozada. Por eso, no importa quién gane estas elecciones, el pueblo estadounidense ya la ha perdido, y también el resto de Occidente.

*Periodista y escritor israelí, miembro del think tank Shalom Hartman Institute.
Fuente: The Jerusalem Post.
Traducción Sami Rozenbaum / Nuevo Mundo Israelita.

 
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