Acuerdo desequilibrado. Jonathan Majburd
En largos conflictos sangrientos que arrastran tantos muertos, sufrimiento y crueldad como el que enfrenta a israelíes y palestinos, es difícil deslindar el bien del mal con unos pocos trazos nítidos, inequívocos. Más allá de sus orígenes hace casi ocho décadas, las razones y sinrazones de ambos bandos se entrecruzan y confunden hoy en un pantano horrible donde chapotean juntos el heroísmo y el crimen con sus uniformes demasiado empapados de sangre propia y ajena como para que sean fácilmente identificables. Todos los que asistimos a esta prolongada matanza, sea cual fuere nuestra ideología, si tenemos un mínimo de compasión humana, gritamos ya desde el fondo silente del alma: ¡basta ya! Por eso casi todos -monstruos empecinados excluidos y los hay en los dos campos- acogemos esta vacilante tregua que ahora se propone con indudable alivio y hasta con una chispa de esperanza. Sabemos que la tregua no es la paz, pero también sabemos que la paz, el final inapelable de la violencia, nunca llega más que como prolongación indefinida de una tregua o como fúnebre regalo del aniquilamiento. ¡Por favor, venga pues la tregua! Y bendito sea -por el momento, en esta ocasión- el temible Trump si la cercana renovación de su presidencia ha servido para acelerar el pulso renunciativo de quienes por cualquier motivo (todos son válidos) estaban ya deseando abandonar las armas.
Esperemos la tregua sustancial que debería comenzar este domingo. Mientras, quienes sepan pueden rezar a Jehová o Alá o al que se ocupe allá arriba de este negociado de silenciar las armas. Y, entre tanto, podemos reflexionar sobre la ligereza con que se utilizan ciertas palabras, cuya gravedad casi inhumana debería vacunarnos contra su uso indebido. Por ejemplo, genocidio. Se la hemos oído a todos los antisemitas (o antisionistas, es igual) del mundo e incluso la han pronunciado organismos internacionales. Pero vamos a ver ¿qué es un genocidio? Según la RAE, es el exterminio de un grupo humano por razón de raza, etnia, religión o nacionalidad. De acuerdo con tal definición, en esa tierra martirizada sólo son genocidas los terroristas de Hamás porque sólo ellos tienen el propósito explícito de acabar con los judíos por ser y sólo por ser judíos. Desde luego también son genocidas, al menos de intención y en la mayoría de los casos sin saberlo, cuantos sea en España, en Europa o en el resto de Occidente repiten los lemas de Hamás (ya saben, «desde el río hasta el mar», etc…).
«En el manifiesto fundacional de Hamás figura el aniquilamiento del pueblo judío, sin atribuirles otro crimen que existir y ocupar un espacio en el mundo. En cambio, Israel no pretende eliminar a ningún grupo humano por ser lo que es»
Lo característico de los genocidas no es que maten mucho, sino que eligen a sus víctimas por ser lo que son (y no pueden dejar de ser) y no por haber hecho tal o cual fechoría. En el manifiesto fundacional de Hamás figura el aniquilamiento del pueblo judío por cualquier medio, sin atribuirles otro crimen que existir y ocupar un espacio en el mundo. En cambio, Israel no pretende eliminar a ningún grupo humano por ser lo que es, sino librarse de sus enemigos, de quienes le hostilizan y atentan contra sus ciudadanos desde hace décadas, Si no hubiera Hamás, criminalmente presente en matanzas como las del 7 de octubre, Israel no estaría bombardeando Gaza. El centro de la cuestión es que quienes desde hace décadas estaban destinados a ser víctimas de un despiadado genocidio, los hebreos, no han querido resignarse mansamente a ese papel. A pesar de encontrarse rodeados de enemigos con voluntad genocida y hallarse en una inferioridad numérica espectacular, se han defendido con tan feroz eficacia que ahora son ellos los que parecen los matones del patio y a los que se pide que tengan compasión. No, los judíos no están vengando el Holocausto de los años cuarenta en Centroeuropa, sino impidiendo sin miramientos que se repita. Y… ¡ay de los que crean poder renovarlo impunemente, por muchas estúpidas simpatías internacionales que susciten!
En Gaza no ha habido ningún genocidio porque el único que se proyectó fracasó por la resistencia de sus víctimas. Pero eso no quita que se haya dado en el trance un superávit de muerte y destrucción que aflige cualquier sensibilidad humana mínimamente desarrollada. Cuanto antes pare y más largo sea el alto el fuego, tanto mejor. No sólo hay que pensar en los muertos, la mayoría sin culpa de servir de escudos humanos a los terroristas: quizá lo más preocupante son esos miles de niños que tendrán que crecer en esa tierra devastada, entre ruinas y cadáveres. ¿Quién cuidará de su desarrollo? ¿Cómo van a ser educados? A partir de hoy, Israel debe liberar a un millar de presos palestinos, en su mayoría miembros o cómplices de Hamás, a cambio de treinta y pocos rehenes, sin más actividad bélica que haber asistido a una fiesta musical en el peor momento. Pero, con todo, esa tregua es sumamente deseable, necesaria y todo lo que pueda consolidarla será bienvenido. Este domingo empieza a tiritar una frágil esperanza.
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