El “periodismo” ejercido como acto de fe aborrece de los equívocos, de las dudas, la incertidumbre; por ello mismo, esquiva los interrogantes: todo es seguridad de dogma, de obsesión en su forma de mantra repetitivo. Todo es “respuesta” anterior al hecho, prescindente de este, de todo análisis, argumento. La “respuesta” que, como mucho, utiliza la pregunta como un elemento puramente retórico.
El coto predilecto del ejercicio de ese simulacro de información es el conflicto árabe-israelí. Lo es por un motivo: la “contestación”, o sentencia, al interrogante es trillada y elocuente: “el judío” – o “ese estado”, Israel -, siempre adherido a una acusación trocada en certeza, a una valoración negativa. Esa histórica y fácil minoría que, como decía Ernst Jünger en La emboscadura, cumple una doble función: otorgar valor, incluso realidad, a la “mayoría”; y obrar como amenaza: nadie desea ser considerado dentro de esa minoría, que así obra como un “insidioso tabú” que empuja a la generalidad a difundir su posición contraria o, en el caso de coincidir con la opinión minoritaria, o albergar incertidumbre o indiferencia, a ocultarlo.
Ese “periodismo”, de activismo o mercenariazgo propagandístico, interviene precisamente en la escenificación de un pretendido “consenso” – para el cual el judío e Israel encarnan paradigmáticamente las características humanas nocivas. Es decir, participa del sistema de censura y autocensura, y de igualar mentira y verdad, difuminando el límite lógico y fáctico entre ambas: la “verdad” resulta ser lo que se pronuncia y se repite como el berrinche de un infante – porque, “los símbolos tienen un brillo especial precisamente cuando aparecen sobre basamentos monótonos”, como sostenía Jünger.
Siguiendo con Jünger, podría decirse – ya no por temor a equivocarse, sino a quedarse torpemente cortos – que esta praxis anti informativa pretende crear la adhesión a esa “verdad”, a la supuesta “mayoría”, revistiendo esta demanda de un posicionamiento junto a valores sumamente respetables: libertad, justicia, paz, anticolonialismo, antirracismo. ¿Quién no suscribe a ellos? Una respuesta ya no sólo negativa, sino escéptica, a este llamado, confiere al sujeto de un carácter criminal o cuanto menos sugiere que se “aproxima con sigilo al lugar del delito”.
Esta misma profesión, o, antes bien, adulteración de la misma, ha contribuido justamente, y de manera importante, al “culto [irreflexivo] de la mayoría” que mencionaba Jünger. Nada más sencillo para hacer pasar por acuerdo y mayoría, que el hecho de estampar un dictamen en una página, o pronunciarlo en una radio o televisión, y que, leído o visto y oído por el público, es luego repetido por muchos creando la ilusión de que en la mera reiteración hay el trabajoso tránsito que tienen las hipótesis y las teorías: la búsqueda de pruebas, la constatación, la discusión, la falsación.
Por ello mismo, cualquier proceso de la razón debe ser disminuido: la emoción ha de gobernar los pronunciamientos sociales. Es la única manera para que las audiencias acepten el divorcio de las palabras de los hechos: es decir, el imperio de la ideología, que, como definía Jean-Fraçois Revel (El conocimiento inútil), es, justamente, el “mecanismo de defensa contra la información; un pretexto para sustraerse de la moral haciendo el mal o aprobándolo con buena conciencia, y un medio para prescindir del criterio de la experiencia”.
Ahí radica el objetivo central: la renuncia a los valores occidentales, a sus contenciones morales – interpretando para ello una demencial “superioridad moral” que obviamente no se atiene a las reglas de juego que supuestamente ensalza; como la que ejercen y ejercieron tantos totalitarismos. Entre ellos, el nazismo.
El camino, en este punto, ya no admite bifurcaciones. La vía se convierte así en la “necesidad”, la “urgencia”, el “deber”. En una obediencia. Y el “periodismo” al servicio de la propaganda deviene así en una suerte de ‘sacerdotes’ oficiales y oficiosos de la “opinión pública”.
Podría fecharse este texto, sin problema alguno, en 1933 o 1940. Pero lo trágico no es eso – que, después de todo, juega uno con la ventaja del tiempo -, sino que la descripción presente sea igualmente un reflejo, acaso no huérfano de algún desliz exagerador, del estado actual de cosas: el antisemitismo no sólo persiste, sino que, a 80 años del Holocausto, vuelve a confundirse, y legitimarse, con la “moralidad”, con la “justicia”.
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