El terror palestino. El descenso de una sociedad al oscurantismo como fin, como medio, como ambiente. El otro, el judío, como obstáculo vital. El otro, el judío, como escusa de su infamia. El otro, siempre el otro, que hay que erradicar, porque es el espejo donde se refleja su oscuridad, su historia hecha de negación y amenaza, de mistificación y desmesura.
El terror palestino. Su glorificación masiva: el cuerpo mancillado, violado, del otro, del judío, celebrado en desfile popular. El cuerpo vivo o muerto del otro, del judío, arrastrado por civiles. El terror ejercido. El terror encarnado: la muerte como divisa, como ufanía; el “martirio” propio como ofrenda, como escalafón de la estulticia más absoluta, nihilista.
El terror palestino: la causa, el culto. Oh, la “causa”, alterada con los afeites del cinismo y la hipocresía, y convertida así en símbolo y supositorio del islamismo para entrar en occidente, permite una forma de performance participativa, festiva: el antisemitismo descarado.
La causa palestina es el desguace de los escrúpulos de aquellos que la abrazan: una vez que se justificó o se omitió su violencia, una vez que se mintió su fin, no hay vuelta atrás. No hay compartimentalización moral que aguante – por lo demás, tal ejercicio de parcelación es ya en sí un indicio de la renuncia a los valores que se enarbolan.
El terror palestino: su alcance llega mucho más allá que el de sus acciones. Como la nube que salió de Chernobyl. Aunque no se vea, va carcomiendo sociedades. Al punto que pocos pueden siquiera indignarse ante la barbarie contra dos niños y una madre. No una bandera, una idea, un partido político. Dos niños y una madre. Así de degradada, de infiltrada, está buena parte de las sociedades occidentales.
Dos niños, Kfir y Ariel. Una madre, Shiri. Y el silencio, que en otra circunstancia hubiera sido indignación a calle llena. Eso es el terror palestino – instrumento vulgar y palmario del expansionismo islámico. Ese ese es uno de sus efectos. Acaso el que comienza a marcar el punto de no retorno: el temor a enarbolar los propios valores, la razón y la empatía que de estos nace. El resto es ya cuesta abajo.
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