Imagen de archivo del atentado a la Embajada de Israel en BsAs
33 años. 396 meses. 12.045 días. 280.080 horas pasaron desde ese día
33 años.
22 muertos identificados. 250 heridos.
Personas. Mujeres y hombres asesinados, con sus nombres, historias de vida, preocupaciones, proyectos. Los sobrevivientes y los familiares.
El estruendo seco de la explosión que recibí al lado del ascensor, en el segundo piso del edificio de la Embajada.
Antes, un barrio apacible, pese a su cercanía con el centro de la ciudad, galerías de arte, barcitos. En Arroyo y Suipacha, una casona de estilo neo francés, construida por el arquitecto Alejandro Virasoro a fines de los años 20, y en los años 50 fue la embajada hasta el 17-M, en la que ese atentado la borró de la faz de la tierra, con nosotros adentro.
A las 14.50, en el viejo barrio Norte de Buenos Aires.
Gritos, bomberos. Sirenas, polvo, más sirenas, olor a pólvora -o lo que haya sido- impregnado en las narinas, durante meses y meses.
Mi viejo llega al lugar, me abraza. Días después, me muestra su traje ensangrentado. Es tu sangre, me dice. Sí, también es tu sangre, le respondo. No recuerdo absolutamente nada del abrazo que me dio. Veo esa foto en un diario semanas más tarde.
Escucho al motor de la ambulancia ponerse en marcha, parte hacia el hospital. Tengo pánico: no sé quién la maneja. ¿Serán los asesinos? Acostado en la camilla, con los pies hacia adelante, pateo las puertas traseras y con el impulso de no saber bien qué sucede, me tiro sobre la calle.
Están presentes -nítidas- las voces de mis compañeros muertos. Alegres, distendidas o no tanto. Los alumnos que antes o después saldrían del colegio de enfrente. El sonido de la campana de la iglesia Mater Admirabilis, que el padre Brumana escuchó ese día por última vez en su vida, antes de ser alcanzado por las esquirlas. El peatón Elowson y el taxista Cachiatto, justo pasaban por Arroyo 916, también fueron alcanzados por la explosión.
Las puertas de lo invisible son visibles, dice el poeta Daniel Chirom, aunque los jueces no las ven.
No hay condenados por el atentado, uno de los más graves de la historia argentina.
Hay que decirlo cuantas veces se pueda: No hay condenados.
Son la continuidad en la lucha por la justicia
Está la Plaza de la Memoria, por la generosidad y la valentía de León Wasserman: evitó que esa esquina, que la habían convertido en un páramo, hoy fuera un apart-hotel.
En la medianera sur de la Plaza se preserva intacto -como un espectro- el revoque ornamentado, recordatorio de lo que hubo y ya no está.
Entre los números: el recuerdo, la conmoción, el estruendo desde el segundo piso. Mis compañeros.
La Memoria, así, con mayúsculas.
Y la Impunidad, también con mayúsculas.
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