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| viernes marzo 21, 2025

La Segunda Guerra de Independencia de Israel

Michael Oren* Mosaic (mosaicmagazine.com).


Situación al 21 de marzo de 2025 (UTC±0)Wikipedia
Al igual que su predecesora en el nacimiento del Estado judío, esta guerra se ha librado no solamente —y ni siquiera principalmente— contra las fuerzas armadas, sino contra nuestra población civil, con resultados igualmente aterradores en el número de israelíes muertos y gravemente heridos, capturados, torturados y llevados al cautiverio. Pero también es una oportunidad para enmendar algunos errores cometidos durante y después de aquella conflagración

Durante el verano de 2024, como ya no soportaba la idea de no participar activamente en la guerra en curso —y también debido a mi obstinada negativa a reconocer mi avanzada edad—, me presenté como voluntario en la reserva de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI). Por primera vez en décadas me puse un uniforme, un casco y tomé un arma; el uniforme todavía me quedaba bien, aunque el casco y el arma eran mucho más pesados de lo que recordaba.

Mi misión sería ayudar a proteger un kibutz en la Alta Galilea, cerca del nacimiento del río Jordán, una zona que entonces estaba bajo constante fuego de cohetes por parte de terroristas de Hezbolá con base en el vecino Líbano. Entre mis compañeros reservistas había mujeres y hombres que habían estado de servicio, sin descanso, desde los ataques del 7 de octubre de 2023. Ese día enfrentaban a la posibilidad real de un ataque de Hezbolá mucho más grande y mortífero que el de Hamás en Gaza; sin embargo, el escuadrón de emergencia de su kibutz estaba armado con un solo fusil automático. Para cuando me uní a ellos en agosto del año siguiente, aún carecían del armamento pesado necesario para repeler cualquier infiltración seria de Hezbolá.

En mis horas libres, durante las siguientes semanas de servicio, interactué con los miembros del kibutz: personas extraordinarias que, a pesar de los diarios bombardeos, se negaban a abandonar sus hogares. Muchos eran veteranos, o descendientes de veteranos, que habían defendido el kibutz en sucesivas guerras.

Soldados israelíes izan una bandera pintada a mano en Um Rashrash, actual Eilat, tras tomar ese estratégico punto sobre el Mar Rojo durante la Guerra de Independencia
(Foto: Wikimedia Commons)

En una de esas ocasiones, asistí a una reunión del comité de emergencia de la comunidad, convocado para determinar los procedimientos en caso de que Hezbolá nos atacara directamente. Un participante informó que no había suficientes sacos de arena para bloquear todas las ventanas del kibutz. Otro mencionó la falta de grava para llenar los sacos de tamaño industrial con los que los soldados defenderían el cruce. Otros preguntaron cómo se podría evacuar a los niños en caso de emergencia. ¿Y qué pasaría con los ancianos confinados en cama?

Sentado allí, presenciando esta conversación, no podía creer que estuviera en el Israel actual. Si cerraba los ojos y me limitaba a escuchar, podría jurar que no estábamos en 2024 sino en 1948, tres cuartos de siglo antes, en el apogeo de la Guerra de Independencia de Israel.

Esa misma sensación de déjà vu también se cernía sobre una pregunta que, desde el 7 de octubre, me hacían con frecuencia: ¿A cuál de las guerras anteriores de Israel, si acaso alguna, se parecía más la guerra actual? Ante tal pregunta, la respuesta obvia habría sido la Guerra de Yom Kipur, que estalló el 6 de octubre de 1973, exactamente 50 años y un día antes de la actual. De hecho, Hamás eligió deliberadamente esa fecha para iniciar la guerra, en un sádico intento por reavivar el trauma israelí de Yom Kipur.

Al igual que la nueva guerra, la anterior comenzó con un masivo ataque sorpresa, liderado entonces por los ejércitos egipcio y sirio, que tomó a Israel y a sus fuerzas armadas completamente desprevenidos. Y como en 1973, Israel en 2023 y 2024 ha convertido esa derrota inicial en una victoria militar no solo en Gaza, sino también en el Líbano. Cadetes de West Point y otras academias militares de todo el mundo estudian el asombroso éxito de Israel en 1973. Estudiarán, no menos, nuestro éxito en esta guerra. Más aún, además de las similitudes entre nuestro conflicto actual y la Guerra de Yom Kippur, también podríamos considerar otros paralelismos que se remontan aún más atrás en el tiempo.

Tomemos, por ejemplo, la Guerra de los Seis Días de 1967. Ese conflicto estalló cuando las fuerzas árabes nacionalistas de Egipto y sus aliados —Jordania, Siria e Iraq— rodearon a Israel y prometieron arrojarlo al mar. De igual manera, 56 años después, el 6 de octubre de 2023, Israel volvería a verse rodeado, esta vez no por Egipto y sus aliados, sino por el yijadista Irán y los suyos, Hamás, Hezbolá y los hutíes, todos empeñados en la destrucción de Israel. Y una vez más, Israel lograría convertir un inminente desastre existencial en un éxito en el campo de batalla, tan impresionante como el de la Guerra de los Seis Días.

Y eso no es todo. Otros enfrentamientos que guardan paralelismos con este último incluyen la Primera (1982) y la Segunda (2006) Guerra del Líbano, así como las breves operaciones en Gaza de 2008, 2012 y 2014. Cada una de estas, en mayor o menor medida, puede considerarse como un presagio del conflicto actual, de modo que ahora, con Israel continuando la lucha, podemos discernir fuertes ecos no solo de 1973 y 1967, sino también de nuestra serie más reciente de enfrentamientos fronterizos.

Pero para mí, la verdad más importante sigue siendo que, en la lista de conflictos de Israel a lo largo de las décadas trascurridas desde que alcanzó la condición de Estado, ninguno sigue teniendo un eco tan resonante —ni tan instructivo— como el que mencioné al principio: la Guerra de Independencia de 1948-1949.

Permítanme explicarme.

Voluntarios extranjeros en las recién creadas Fuerzas de Defensa de Israel, con un Davidka, lanzador de morteros improvisado, en 1948. El triunfo israelí en la Guerra de Independencia sigue sorprendiendo a los historiadores
(Foto: Jewish Telegraphic Agency)

Ecos de 1948

En primer lugar, al igual que en nuestra Guerra de Independencia, el conflicto actual no se ha librado en territorio enemigo sino en sus proximidades y, de hecho, dentro del propio Estado: en nuestras granjas, pueblos, asentamientos y municipios. Al igual que su predecesora en el nacimiento de Israel, esta guerra se ha librado no solamente, y ni siquiera principalmente, contra nuestras fuerzas armadas, sino contra nuestra población civil, con resultados igualmente aterradores en el número de israelíes muertos y gravemente heridos, o capturados, torturados y llevados al cautiverio. Esta guerra, al igual que la Guerra de Independencia, ha visto a voluntarios civiles israelíes tomar las armas para proteger sus hogares y a sus familias ocultas en refugios antiaéreos.

Finalmente, esta guerra —para la que aún no tenemos un nombre aceptado a nivel nacional— no solo se asemeja a la Guerra de Independencia, sino que también la rivaliza en duración. Desde el alto el fuego del 19 de enero, el conflicto actual ha durado cuatro días más que nuestra lucha por la independencia.

Al igual que las otras guerras de Israel, esta última también se ha librado por nuestra seguridad, si no por nuestra propia supervivencia. Pero la guerra actual también se libra por algo aún más trascendental: el alma de Israel. Eso es lo que estaba en juego desde el mismo momento en que comenzó, a las 6:29 de la mañana del 7 de octubre de 2023, cuando ya teníamos el alma desgarrada por cismas políticos. El catalizador fue la puesta en marcha, por parte del gobierno recién elegido bajo el liderazgo de Benjamín Netanyahu, de una reforma de gran alcance del sistema judicial. Con el consiguiente endurecimiento de las posiciones de ambos bandos, se produjo la peligrosa negativa de los reservistas de las FDI a presentarse al servicio y la negación del gobierno a atender las advertencias sobre las amenazas que tales divisiones internas representaban para la seguridad israelí.

La escena, pocos días antes del 7 de octubre, de israelíes enfrentándose en la Plaza Dizengoff de Tel Aviv por la naturaleza de las oraciones públicas de Yom Kipur, reveló cuán profundos y peligrosos se habían vuelto esos cismas. Ya sea a favor o en contra de las reformas judiciales, los israelíes parecían unidos en la creencia de que podían continuar participando en este drama abierto de grave conflicto civil sin que, como sociedad, se les exigiera pagar un precio por ello. Atados a la creencia de que la “Nación de las startups” —ese destino de fama mundial para tours culinarios, ese campeón ganador de los concursos musicales de Eurovisión, ese destinatario de los premios más importantes en los campos de la literatura y el cine— estaba de alguna manera ubicada geográficamente en París o San Francisco, olvidamos que, de hecho, estábamos en el Medio Oriente.

Hamás no lo olvidó. Ahora sabemos, gracias a documentos encontrados en Gaza, que la lucha interna de Israel ayudó a Hamás a determinar tanto el momento como la ferocidad de su ataque del 7 de octubre.

Esa embestida desgarró aún más el alma de Israel. Amenazó con romper nuestro doble deber de proteger la tierra y el pueblo de Israel y de redimir a los secuestrados. Seguimos divididos por dos temores entrelazados: primero, que si no lográbamos la libertad de los rehenes, los padres israelíes ya no podrían enviar a sus hijos al ejército con la conciencia tranquila; y segundo, que si no lográbamos derrotar y aplastar a Hamás, los israelíes ya no tendrían un ejército al que enviar a sus hijos.

Mientras tanto, en el mundo en general, Israel se encontró cada vez más aislado, acusado de “genocidio”, mientras Hamás y sus partidarios celebraban el genocidio que sus terroristas habían intentado cometer. A pesar de los ingentes esfuerzos de las Fuerzas de Defensa de Israel por reducir las bajas civiles en Gaza, a pesar de registrar la proporción más baja de muertes civiles por combatiente en la historia militar moderna, fuimos ampliamente condenados, incluso por nuestro aliado estadounidense, por responder “de forma desproporcionada y exagerada” a la masacre del 7 de octubre, por matar a demasiados palestinos y por deshumanizar y privar de comida deliberadamente a los no combatientes.

En Estados Unidos y Europa Occidental, los campus universitarios donde muchos israelíes habían estudiado o enseñado se convirtieron en escenarios de espectáculos antisemitas. Los clichés antisemitas clásicos, que estipulaban la tendencia del pueblo judío a la venganza o su sed de sangre infantil, proliferaron en los medios occidentales.

Como si todas estas pesadillas fueran insuficientes, Hezbolá pronto se unió físicamente al ataque de Hamás, al igual que los hutíes de Yemen y las milicias respaldadas por Irán en Siria e Iraq. Irán dispararía unos 700 misiles balísticos y drones contra Israel. Mientras millones de israelíes se refugiaban de los incesantes bombardeos, 200.000 se convirtieron en refugiados internos, huyendo de sus residencias tanto en el norte como en el sur. ¿Qué certeza tenía alguno de nosotros de que el Estado judío pudiera, a pesar de todo, prevalecer?

En resumen, este fue un auténtico “momento 1948”, que evocaba algo tan amenazante como la noche del 14 de mayo de 1948, apenas horas después de que David Ben Gurión proclamara la independencia de Israel, cuando cinco ejércitos árabes, junto con bandas terroristas salvajes, invadieron el naciente Estado judío para destruirlo. Esa también fue una campaña genocida que atravesó nuestras fronteras en el Néguev y la Galilea, desencadenó combates desesperados en Jerusalén, Safed y Yafo, y se cobró la vida de miles de personas.

Y además, en 1948 Israel estuvo solo. No teníamos aliados importantes. Aunque el presidente Truman se había asegurado de que Estados Unidos fuera la primera nación en reconocer al Estado judío reconstituido, con la misma rapidez impuso a dicho Estado un embargo total de armas.

El difunto primer ministro israelí Shimón Péres, con quien tuve el honor de trabajar, me contó una vez que, el 14 de mayo de 1948, las fuerzas israelíes apenas contaban con munición suficiente para combatir una sola semana. De igual manera, al visitar una base de artillería el verano pasado en el norte, me informaron que, debido al corte de suministros estadounidenses, nuestros cañones solo disparaban cinco proyectiles al día.

En la guerra actual, Israel ha tenido que tomar decisiones tan difíciles como si seguir destruyendo a Hamás a toda costa o, a cambio de la liberación de los rehenes, arriesgar la seguridad del Estado a largo plazo. En 1948-49, Ben-Gurión tuvo que decidir qué parte del asediado Estado judío preservar primero: ¿Jerusalén? ¿Tel Aviv? ¿Beersheva? No era posible defender todo el país a la vez. Al igual que hoy, los militares israelíes en 1948 estaban al límite de sus fuerzas, traumatizados por la batalla, exhaustos. Israel también entró en su primera guerra con el alma ya dividida entre visiones e ideologías sionistas en pugna: políticamente, entre el sionismo liberal-socialista y el sionismo revisionista; militarmente, entre el Irgún y el Leji por un lado, y la Haganá y el Palmaj por el otro. Fue un cisma interno tan amargo, si no más, que el de antes de la guerra de 2023.

¿Fue a la luz de estas similitudes entre 1948 y la actualidad que el primer ministro Netanyahu ha llamado a esta última lucha una guerra de resurgimiento (milḥemet tkumah), frase hebrea que también se ha convertido en un término popular y de larga data para la Guerra de la Independencia de 1948? Sea como fuere, y dejando de lado los paralelismos estratégicos y logísticos, esta guerra, en mi opinión, también recuerda a la Guerra de la Independencia de una manera más trascendental, moralmente directa y, en última instancia, trasformadora. En mi opinión, esta debe ser la guerra para corregir los errores de 1948.

Por ejemplo, esta debe ser la guerra en la que el pueblo israelí ya no tenga que soportar la negativa de los haredim a servir en las Fuerzas de Defensa de Israel. Esa exención, concedida inicialmente por Ben Gurión en 1949 a un máximo de 400 estudiantes de yeshivá, se ha ampliado para incluir a 70.000 reclutas elegibles. Este desequilibrio flagrante no puede continuar. Esta es, pues, la guerra en la que el ejército ciudadano de Israel debe convertirse, y se convertirá, en un ejército de todos sus ciudadanos: un ejército en el que los haredim sirvan tal como sirvieron sin protestar, con orgullo, en 1948. Y también servirán no solo los haredim, sino también los árabes israelíes a quienes Hamás y Hezbolá se negaron a distinguir de los judíos, masacrándonos a todos sin diferencia.

Hay más. En 1948, el Estado de Israel aseguró su soberanía territorial a un coste insoportable: una soberanía que, a lo largo de las décadas, ha perdido en gran medida en zonas geográficas tan cruciales como el Néguev (el 62 % del territorio del país), donde las leyes estatales contra la poligamia, el narcotráfico y el tráfico de armas rara vez se aplican, y donde, especialmente entre la comunidad beduina, la construcción ilegal continúa a buen ritmo.

En esta guerra, los israelíes recordaremos otras lecciones de 1948 que hemos ido olvidando. Recordaremos que no vivimos en Suecia ni en California, sino en el homicida, fratricida y genocida Medio Oriente. Recordaremos que, si bien podemos formar alianzas cruciales, al final somos los únicos responsables de nuestra defensa. También recordaremos que, en lugar de depender de fuentes extranjeras de armas, debemos ser, en la mayor medida posible, independientes en materia de municiones. Como en 1948, debemos fabricar no solo nuestras propias balas, granadas y Davidkas (morteros caseros), sino también municiones para tanques, artillería y aviones de combate.

Como en 1948 —una guerra librada apenas tres años después del Holocausto—, hoy y mañana deberemos afrontar el antisemitismo. Debemos afrontar la realidad de un mundo al que le importa poco la vida judía, mientras, a pesar de los esfuerzos sobrehumanos de las FDI por minimizar las bajas palestinas y libanesas, nos condena por crímenes de guerra inexistentes y emite órdenes de arresto contra nuestros líderes.

Lo más crucial es que esta es la guerra en la que debemos aprender de nuevo el significado del sionismo. Ese significado puede definirse y resumirse en una sola palabra: responsabilidad. Si bien el desastre del 7 de octubre fue producto de muchos fracasos israelíes, el más flagrante de todos fue no haber asumido la responsabilidad de la defensa de nuestra frontera y de la población que la bordea.

Debemos cumplir con esa responsabilidad, junto con la de ejercer una diplomacia pública eficaz y proteger nuestra imagen en el mundo. También debemos armar y equipar a nuestros soldados de forma adecuada y responsable, contribuyendo a la vez a la defensa de las comunidades judías en el extranjero. Sobre todo, debemos ser responsables de demostrar a nuestro pueblo, más allá de toda duda concebible, que el Estado ha hecho todo lo posible para asegurar la liberación de todos los que han sido tomados como rehenes.

En esta, nuestra segunda guerra de independencia, tenemos la oportunidad —y más allá de ello, el deber— de garantizar la unidad israelí y judía. Nuestros líderes tienen la oportunidad de exhibir y personificar el tipo de comportamiento que Ben Gurión instó en su más exaltada (aunque intraducible) expresión, mamlajtiyut, es decir, actuar de manera respetable, responsable y digna de un estadista. Quizá ese nombre sería incluso más apropiado que la “guerra de resurgimiento” o Espadas de Hierro (el nombre formal que las FDI dan a sus operaciones militares actuales): milhemet hamamlajtiyut, la guerra por la verdadera soberanía.

Por lo tanto, además de ganar la guerra en el campo de batalla, debemos triunfar también en la guerra por el alma de Israel. Aunque la extraordinaria solidaridad que experimentamos al principio de la guerra corre hoy el riesgo de desmoronarse, hay razones para creer que evitaremos el sangriento odio interno que se desató abiertamente cuando, en el apogeo de la invasión árabe de 1948, una fuerza armada israelí hundió deliberadamente un barco (el Altalena) que trasportaba a los combatientes de otra.

Sobre todo, tenemos motivos de sobra para ser optimistas respecto a la generación que ha luchado y sigue luchando en esta guerra: los 360.000 reservistas que, proporcionalmente hablando, equivalen a 20 millones de estadounidenses, cuatro millones más que los que sirvieron en toda la Segunda Guerra Mundial. Ellos, los miembros de esta generación, son templados, firmes, todo menos frágiles, y profundamente patrióticos. Son la generación más grande de este tipo que hemos conocido desde 1948. Son los Levi Eshkol y Golda Meir, los Itzjak Rabin y los Moshé Dayán del futuro. Han estado, y siguen estando, unidos, trascendiendo todas las divisiones israelíes habituales —políticas, religiosas, étnicas— para vivir y luchar como una sola fuerza y con un propósito único. Son incomparables en su resiliencia, camaradería, su tranquila confianza moral y su valentía.

Esta generación liderará a nuestro país en la reconstrucción, revitalización y en insuflar nueva vida al proyecto sionista. Esta es una guerra para restaurar nuestra dignidad, nuestra identidad, nuestra independencia, y para reafirmar y asumir nuestra responsabilidad. Esta es la guerra tras la cual, cada vez que nos levantemos para cantar nuestro himno nacional en cualquier lugar del fuerte, soberano y responsable Estado judío de Israel, podamos enfatizar, sin modificaciones, elisiones ni ironía, las frases finales que expresan exactamente quiénes somos: “Un pueblo libre en nuestra propia tierra, en la tierra de Sión, en Jerusalén”.

*Exembajador de Israel en Estados Unidos, exmiembro de la Knesset y viceministro de diplomacia. Autor de varios libros sobre la historia del Estado de Israel.
Fuente: Mosaic (mosaicmagazine.com).
Traducción Sami Rozenbaum / Nuevo Mundo Israelita.

 
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