El mundo alguna vez se paralizó por un virus que parecía imparable. Pero el COVID, con todo su alcance, se quedó corto frente a la enfermedad que hoy nos invade. El “palestinismo” es más sutil y peligrosa. No ataca los pulmones, sino la conciencia. Se propaga por narrativas manipuladas y una desconexión espiritual profunda. Es un virus moral que infecta a quienes buscan causas justas sin el valor de mirar la verdad. Y como todo virus, se aprovecha de sociedades debilitadas, sin raíces ni identidad, y de generaciones enteras de jóvenes sin brújula, marchando como borregos detrás de una mentira que no entienden.
Hoy en día, la gente habla sin darle importancia al poder de la palabra. Escupen opiniones como si fueran verdades absolutas, sin tener conciencia del peso que puede tener una frase, no solo en lo político o social, sino incluso a nivel físico y espiritual. Hablan de Israel como si fueran jueces con una autoridad moral intachable, como si en sus propias casas reinara la armonía, como si sus hijos y sus parejas estuvieran bien atendidos, como si sus propias vidas no estuvieran plagadas de incoherencias. Gritan desde balcones oxidados, creyéndose referentes éticos, mientras se desentienden del dolor en sus propias calles, mientras ignoran guerras y miserias en sus propios países.
¿Por qué todos opinan sobre Israel como si fuera el único conflicto del mundo? Hoy hay más de 50 guerras activas en el planeta. Algunas peores. Algunas con cifras que congelan la sangre. Pero ninguna genera la obsesión internacional que genera Israel. Ninguna despierta las marchas, los hashtags, las pancartas de cartón con lemas reciclados. ¿Por qué? ¿Qué se activa en el corazón del mundo cuando se habla de los judíos?
Estamos frente a una enfermedad. Una ideología que se disfraza de causa justa pero que en realidad se alimenta del resentimiento, la ignorancia y la necesidad desesperada del mundo moderno de proyectar su propio caos sobre otro. El “palestinismo” no es una defensa del pueblo palestino; es una excusa para no mirar hacia adentro. Una forma de posponer la pregunta más incómoda: ¿en qué me he convertido?
Lo más perturbador es que esta ideología ha intoxicado especialmente al mundo occidental. A esos países que se sienten moralmente superiores, que se ufanan de derechos humanos, inclusión y libertad, y que ahora se entregan voluntariamente a movimientos que desprecian todo eso. Jóvenes feministas que marchan por Hamás, sin entender que bajo ese régimen serían asesinadas. Intelectuales que repiten narrativas prefabricadas sin haber pisado jamás el Medio Oriente. Influencers que viven de la superficialidad de sus redes sociales, exhibiendo sus cuerpos vacíos de alma, hablando de un conflicto que no entienden, solo porque les da alcance y likes. Actores, jugadores de fútbol, políticos corruptos y dictadores genocidas: todos con algo que decir sobre Israel. Todos con su dedo acusador bien afilado. El colmo de la hipocresía.
Y lo peor: nadie habla árabe. Y no me refiero solo al idioma. Me refiero a la cultura, a los códigos, a las intenciones que no se verbalizan. ¿Qué significa cuando un árabe sonríe? ¿Qué significa cuando te da la mano? ¿Qué entiende el mundo occidental sobre la visión del poder, la guerra, el martirio, el enemigo? Nada. Y sin embargo exigen a Israel pelear esta guerra con las reglas de su ingenua democracia. Como si estuviera enfrentando a un adversario que compartiera sus valores. Como si esto fuera un debate en Oxford.
El palestinismo es una farsa. Una que secuestró la mente de millones. Y lo peor es que ya empezó a cobrarse sus víctimas: universidades tomadas, niños con kufiyas, ciudades convertidas en campos de propaganda, líderes vendidos al mejor postor. Se vendieron barato. Y sus hijos lo pagarán caro.
Si de verdad quisieran ayudar al pueblo palestino, los empoderarían desde su responsabilidad, no desde su victimización. Pero no. Los usan como espejo. Porque el grito de “Free Palestine” no es solo un grito político. Es el grito de un alma vacía que pide auxilio. Que necesita creer que está haciendo algo por el mundo, porque no puede con su propio vacío.
Israel no es perfecto. Ningún país lo es. Pero esta guerra, la que nos impusieron el 7 de octubre con la masacre más brutal desde el Holocausto, es una línea que no se puede cruzar. Y cruzaron. Lo que venga ahora, le guste o no le guste al mundo, será la consecuencia de una elección que Hamás hizo. Cada imagen desgarradora de Gaza es también una pregunta: ¿por qué sus líderes eligieron esta guerra? ¿Por qué construyeron túneles y no refugios? ¿Por qué almacenaron armas bajo hospitales y no comida para su gente? Porque iniciaron una guerra para aniquilar a los judíos y ahora que la están perdiendo utilizan las imágenes de su propia destrucción para conmover al mundo, usan a sus hijos para presionar el alto al fuego. Ese es el resultado de tantos años de sembrar odio en los corazones de sus niños y ahora están viendo el resultado pero no quieren tomar responsabilidad. Es más fácil echar culpas. Y los ignorantes, los analfabetas se la creen.
El mundo occidental está cavando su propia tumba. Porque no quiso poner límites. Porque confundió libertad con relativismo. Porque entregó su cultura, su historia, su futuro, a cambio de aprobación. Pero pronto, cuando la ideología que hoy abrazan se instale en sus casas, cuando sus hijos sean adoctrinados y sus calles estén gobernadas por los valores del Corán más radical, tendrán que pedir ayuda a Israel. Entonces, tal vez entiendan. Tal vez recuerden por qué estamos aquí.
Porque sin Israel, sin ese pequeño punto en el mapa, el mundo perdería mucho más que una democracia. Perdería un faro. Israel no es perfecto, pero es el último bastión de una historia milenaria que no se rinde. Un pueblo que regresa a su tierra después de milenios y vuelve a hacerla florecer. Que contribuye a la ciencia, la medicina, la agricultura, la tecnología y la espiritualidad. Que aún con todo en contra, sigue eligiendo la vida.
Israel no es arrogancia, es propósito. Es disciplina en medio del caos. Es esperanza con raíces. Es la prueba viviente de que es posible construir sin destruir, florecer sin aplastar, defenderse sin perder el alma. A veces el mundo necesita un ejemplo, y ese ejemplo incomoda. Porque cuando uno vive sin dirección, el que tiene rumbo parece amenaza. Pero no vinimos a ser amenaza. Vinimos a servir. A sanar. A recordar que el alma del mundo aún respira.
El pueblo judío no es mejor que nadie. Pero ha cargado, a lo largo de la historia, con un llamado: vivir con propósito, sostener la llama de lo sagrado en un mundo que muchas veces olvida lo esencial. Ese compromiso —con la vida, con la justicia, con la memoria— ha sido su brújula. Aunque hoy esa brújula sea despreciada por muchos, llegará el día en que vuelva a ser buscada. Porque cuando todo se apague, y el ruido y la confusión ya no consuelen, seguirá brillando una pequeña luz en esa tierra ancestral. Y esa luz, si se la permite, puede volver a inspirar al mundo entero.
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