La guerra entre Israel y Hamas no es un conflicto reciente ni simplemente territorial. Es parte de una lucha ideológica y existencial que Israel y el pueblo judío libran desde hace más de un siglo contra el islamismo radical y los movimientos que han negado y niegan el derecho de Israel a existir como Estado judío en su tierra ancestral.
Desde hace 100 años, en los tiempos del muftí de Jerusalén, Haj Amin al-Husseini —aliado de los nazis y promotor del antisemitismo árabe—, siguiendo con la creación de la OLP y más recientemente la irrupción de Hamas, Hezbolá y otros grupos terroristas apoyados por Irán, el objetivo ha sido siempre el mismo: la eliminación del Estado de Israel.
Lo han declarado, lo han pretendido y lo siguen haciendo de manera clara y directa; y el punto culminante fue el 7 de Octubre de 2023, cuando hordas de Hamas y civiles palestinos invadieron territorio soberano israelí y asesinaron, violaron, vejaron y robaron a más de 1,200 personas y se llevaron a Gaza más de 250 secuestrados, familias enteras, niños y ancianos incluidos.
Lo que muchos en Occidente no comprenden es que el islamismo radical no solo odia a Israel; odia todo lo que representa: democracia, libertad religiosa, derechos individuales y tolerancia. Para los extremistas, Israel es simplemente la “punta de lanza” de Occidente en Medio Oriente. Y destruirlo es solo el primer paso en su agenda más amplia: conquistar Europa, Estados Unidos e infiltrar sus instituciones y silenciar a quienes consideran infieles.
Resulta alarmante ver cómo amplios sectores de la izquierda internacional, académicos, medios de comunicación y movimientos de derechos humanos han abrazado una narrativa distorsionada e ignorante que victimiza a Hamas —un grupo terrorista islamista, autoritario y misógino— y culpa a Israel por todos los males en Gaza. Esta postura no solo es ingenua, sino moralmente irresponsable, que solo refuerza los postulados y objetivos del islam radical.
Israel se retiró de la Franja de Gaza en el 2005, para dar chance, según los acuerdos de Oslo de 1993, a que los palestinos pudieran constituir su estado. En cambio, Hamas, en una disputa interna con la Autoridad Palestina, tomó el control de la Franja e impuso un régimen de terror, construyendo una infraestructura bélica, incluida una extensa red de túneles, con el fin de cumplir sus objetivos de destruir a Israel, sin dejar de atacarla con misiles, dirigidos a su población civil desde que tomó el poder. Nunca ha sido el propósito de Hamas y sus aliados la voluntad de establecer un estado palestino, sino de borrar del mapa a Israel y al pueblo judío.
Sí, es cierto que el pueblo palestino sufre. Y en las guerras lamentablemente muere gente inocente. Pero su sufrimiento ha sido causado por sus propios líderes, utilizados como escudos humanos por Hamas, abandonados por sus “hermanos” árabes y convertidos en peones de la geopolítica regional iraní. Israel fue forzada a entrar en una guerra que no quería, en legítima defensa y en aras de eliminar la amenaza existencial que representa Hamas, quien ha prometido innumerables veces repetir la masacre que perpetró dentro de tierra soberana israelí el 7 de octubre de 2023: hasta ese 6 de octubre Israel tenía una tregua con Hamas.
Por ello, culpar exclusivamente a Israel no solo simplifica una realidad compleja, sino que fortalece a quienes verdaderamente oprimen a los palestinos y no contribuye a poner el dedo acusador en los verdaderos responsables, exigiendo a Hamas la entrega de los rehenes que aún mantiene cautivos después de casi 600 días y su rendición, lo cual terminaría la guerra.
En este escenario, no se puede ignorar el papel de Catar como uno de los principales financistas del islamismo radical y el terrorismo en la región y el mundo. A pesar de presentarse como un mediador, el gobierno catarí ha proporcionado refugio, apoyo político y millones de dólares a Hamas. Este financiamiento ha servido para sostener su estructura militar y propagandística y ha contribuido a prolongar el conflicto y el sufrimiento en Gaza.
Paralelamente Catar, que busca blanquear su imagen en el mundo, sin dejar de perseguir sus objetivos de penetración islamista, ha inundado de recursos y dinero a múltiples instituciones en Europa y Estados Unidos, siendo las universidades lugares emblemáticos con el objetivo de influir en sus programas curriculares y la academia.
Israel tiene el derecho —y la obligación— de defenderse y defender a su población. Desde su fundación en 1948 ha estado rodeado de enemigos que han intentado destruirlo en múltiples guerras. Hoy, ese derecho no solo sigue vigente, más aún cuando se enfrenta a un enemigo que no busca negociar ni convivir, sino exterminar. Todo lo cual tiene su origen en Irán, que creó a través de sus aliados en la región, una estructura bélica que amenaza a Israel desde hace muchos años y desde diversos frentes: Líbano, Siria, Yemen, Irán, Gaza, Cisjordania.
Occidente debe despertar. Esta lucha existencial le compete también. La penetración del islam radical va in crescendo en Europa y en gran parte del mundo occidental; el auge del antisemitismo que excede ya al propio estado judío, manifestado por sectores en occidente influidos por el islamismo; los discursos de odio y el falso argumento de oprimidos contra opresores, además de la ingenua apología de los Derechos Humanos que no existen en las sociedades islamistas, los enceguece frente al peligro existencial que todo eso representa.
No en vano, múltiples países del Medio Oriente han comprendido ya los peligros representados por el islam radical, han moderado sus posiciones y entienden que las alianzas con Israel y sus aliados son beneficiosas; son sociedades donde el islam ha evolucionado a realidades prácticas y pragmáticas, en un mundo cambiante y con nuevos desafíos, en el cual el pueblo palestino debe también insertarse favoreciendo su desarrollo, en una buena vecindad con Israel para una solución definitiva al conflicto; para ello tendrán que surgir nuevos líderes palestinos que comprendan esta nueva realidad para lograr este cometido, a lo cual Israel ha manifestado a lo largo de los años una y otra vez su disposición.
Defender a Israel y condenar el islam radical, no es solo una cuestión de solidaridad o política internacional, sino una defensa de los valores que nos definen como civilización, la cultura de la vida contra la glorificación de la muerte; las libertades contra el sometimiento; el respeto a la diversidad contra el pensamiento único: salvaguardar en definitiva la civilización occidental, sobre la cual los valores judeo-cristianos están basados, es un imperativo.
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