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| lunes junio 23, 2025

Anticiparse o traicionar la historia

Mtro. Ilan Eichner W. para Porisrael.org


Misil hipersonico irani

En determinadas coyunturas, el tiempo deja de ser una variable neutral para convertirse en un actor implacable. Existen momentos que, una vez transcurridos, clausuran la posibilidad de acción y la legitimidad moral de la omisión. El Estado de Israel, plenamente consciente de esa lógica histórica que castiga al que duda y premia al que comprende la urgencia del ahora, decidió intervenir cuando ya no quedaba margen, ni para la contemplación estratégica, ni para la diplomacia impotente. Lo hizo en el único instante en que actuar aún significaba prevenir, no lamentar, en un instante que aún significaba vivir, no sobrevivir entre ruinas.

La operación lanzada la madrugada del 13 de junio de 2025 contra el corazón del programa nuclear iraní no respondió a una lógica de represalia ni a una tentación hegemónica, sino al más básico de los imperativos que guían la teoría del Estado, bajo la que se rigen países que, como Israel, nacieron bajo la promesa de no permitir que el genocidio vuelva a encontrar un pueblo indefenso. Esa promesa, que no es retórica ni ceremonial, sino sustancial, se activa cuando los mecanismos multilaterales demuestran, una vez más, su insolvencia, cuando los informes del Organismo Internacional de Energía Atómica pierden toda utilidad disuasiva. Israel actuó porque nadie más lo haría, lo supo con claridad y con dolor, y por eso, decidió que no habría espacio para el arrepentimiento ex-post-facto.

Desde el punto de vista técnico-operativo, la ventana de viabilidad era tan breve como contundente. A diferencia de escenarios anteriores, en los que la infraestructura iraní todavía se hallaba en fases intermedias de enriquecimiento de uranio, el umbral había sido ya cruzado. El régimen de los ayatolás no solamente acumulaba suficiente uranio altamente enriquecido como para producir quince ojivas nucleares, sino que comenzaba a dar pasos logísticos que apuntaban al ensamblaje inmediato. Cualquier día adicional sin intervención habría equivocado el orden de las cosas: ya no se trataría de evitar una catástrofe, sino de gestionar sus consecuencias.

Los medios de ejecución que Israel desplegó fueron proporcionales en su contundencia, quirúrgicos en su precisión, y medidos en su alcance. El uso combinado de aeronaves furtivas F-35, drones suicidas con guiado satelital, sistemas de guerra electrónica y ataques cibernéticos, permitió anular temporalmente las defensas aéreas iraníes y ejecutar una serie de incursiones sucesivas que, lejos de golpear indiscriminadamente, fueron planeadas con una minuciosidad tal, que permitieron reducir al mínimo las bajas colaterales. La inteligencia humana infiltrada en el terreno, el apoyo de elementos disidentes dentro del propio aparato iraní, y el cruce de información técnica con satélites de observación, reforzaron la eficacia del ataque sin ampliar su radio destructivo más allá de lo estrictamente necesario.

Resulta indispensable enfatizar que el blanco no fue el pueblo iraní, ni la civilización persa, ni su tradición cultural milenaria, que incluso en momentos pasados fue aliada de Israel y refugio de judíos perseguidos. El blanco fue un régimen ideológico, cuya estructura doctrinal está fundada en la teología del odio, en la negación del otro y en la manipulación de la fe con fines totalitarios. El objetivo fue desarticular una amenaza, no castigar a una Nación soberana. Israel no busca la ruina de Irán, sino impedir que un régimen que ha declarado abiertamente su intención de borrar del mapa al Estado Judío tenga a su alcance las herramientas para hacerlo.

No debe pasarse por alto que esta intervención coincidió con una alineación política interna sin precedentes en los últimos años. Tras meses de confrontación doméstica, que llegaron a poner en tensión los vínculos entre distintas ramas del gobierno, el peligro existencial que representaba un Irán nuclear produjo una convergencia sin matices. El gabinete de guerra israelí deliberó con cohesión, las Fuerzas de Defensa de Israel operaron con autonomía táctica y responsabilidad estratégica, y la oposición parlamentaria suspendió sus críticas para cerrar filas ante la magnitud del desafío. La sociedad civil, que experimentó el costo inmediato de la operación en forma de misiles lanzados en represalia sobre zonas densamente pobladas, no solo resistió con entereza, sino que expresó un respaldo masivo que superó el ochenta y cinco por ciento. El país entero entendió que la alternativa a actuar no era otra cosa que abdicar de la vida misma.

Tampoco fue accidental la coincidencia con un contexto internacional favorable. Mientras el G7 se reunía en Italia, lo que facilitó notificaciones discretas y coordinadas en tiempo real, los principales actores árabes vinculados a los Acuerdos de Abraham optaron por un silencio estratégico, que vale más que mil comunicados. Ninguna condena rotunda, ninguna ruptura política. En diplomacia, el silencio es a veces el lenguaje más elocuente. El mundo estaba mirando hacia otro lado. Irán lo sabía. Israel también. Fue precisamente esa distracción global la que hizo posible una acción que, de haberse ejecutado semanas después, habría sido inviable sin desatar un conflicto de escala desmedida.

En el análisis de lo que pudo haber ocurrido si Israel hubiera decidido esperar, resulta evidente que la lógica de la disuasión habría mutado radicalmente. Un Irán que alcanzara la fase de prueba nuclear, aunque solo se tratara de una detonación subterránea como las realizadas por Corea del Norte, habría ganado no solo capacidad, sino inmunidad. Cualquier intento de intervención posterior habría sido interpretado como un acto de guerra, y la narrativa internacional habría girado, colocándose del lado del régimen como víctima de una supuesta agresión exterior. La percepción global no está atada a la verdad objetiva, sino a la política de los hechos consumados. Por eso, la ventana estratégica de Israel era tan estrecha. Por eso, cada hora contaba como si fuera un siglo.

Pero, incluso por encima de la lógica táctica, lo que verdaderamente inclinó la balanza fue la dimensión moral del momento. Para Israel, la Shoá no es una tragedia lejana que se conmemora con discursos, sino un mandato permanente que exige prevenir lo que otros ignoraron, anticiparse a lo que otros minimizaron, y romper el silencio antes de que sea demasiado tarde. La decisión de atacar fue motivada por una comprensión profunda de lo que significa existir con dignidad en un mundo donde aún hay quienes anhelan la aniquilación del Pueblo Judío. Esa comprensión no se negocia ni se delega. Se asume, o se traiciona.

Israel eligió asumir su responsabilidad de que no se repita una catástrofe para el Pueblo Judío. Lo hizo con dolor, con seriedad, con plena conciencia de las consecuencias. Pero también con la certeza de que hay momentos en que la espera no es prudencia, sino rendición. En una región donde el tiempo siempre favorece al que odia, Israel eligió el único verbo posible para sobrevivir: anticiparse.

 
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