Lo que Israel ha comenzado no se parece a nada de lo que haya hecho antes. Por décadas, la hipótesis de una acción directa contra Irán fue vista como un escenario remoto, casi teórico, reservado para un momento límite que parecía nunca llegar. Ese momento se presenta como la consecuencia inexorable de una acumulación histórica que ya no admitía aplazamientos. La operación táctica israelí en territorio Persa está cambiando la realidad.
Irán no es el grupo terrorista-palestino Hamás, ni es el grupo terrorista radical islámico Hezbolá, ni es cualquiera de las extensiones periféricas que ha financiado, armado y disciplinado durante años desde las sombras. La “República” Islámica de Irán es un Estado reconocido por las Naciones, con estructura militar regular, con redes de defensa organizadas, con capacidad industrial instalada, y con una densidad geopolítica que impone cautela, incluso en sus enemigos más determinados.
Aun así, en apenas días, la Fuerza Aérea del Estado de Israel ha logrado ejecutar operaciones de largo alcance que penetraron espacio soberano hostil, evadieron sistemas de defensa profundamente integrados y reconfiguraron las coordenadas estratégicas de toda la región. Se trata de una incursión que reveló la ejecución meticulosa de un plan elaborado durante años, concebido con sigilo y rigor estratégico, cuyo propósito no fue otro que disuadir al adversario y establecer líneas infranqueables, con dos objetivos inequívocos: (i) desmantelar la capacidad nuclear de Irán y (ii) neutralizar su arsenal misilístico.
Por si todo lo anterior no bastara, el mundo entero observa con asombro la extraordinaria actuación de las Fuerzas de Defensa de Israel, cuya eficacia operativa, con el favor del Todopoderoso, ha superado cualquier expectativa razonable. Después del ataque preventivo israelí, el régimen de Irán ha lanzado más de 520 misiles balísticos dirigidos, deliberadamente, contra la población civil de las ciudades de Israel. De todos los proyectiles lanzados, apenas 25 han logrado impactar en algún blanco no militar, mientras que el resto ha sido exitosamente interceptado por los sistemas de defensa. A ello se suman más de 1,200 drones suicidas enviados por los ayatolas, de los cuales ninguno, ni uno solo, ha tocado el suelo israelí, pues todos fueron neutralizados en el aire mediante una ejecución táctica impecable.
Desde el punto de vista militar, lo que se ha logrado en estas jornadas tiene un valor operativo incalculable. Por los objetivos destruidos y por la transmisión del mensaje disuasivo, enviado a cada proxy regional que se alimenta de la fantasía de un Israel acorralado y estático. Así pues, lo que comenzó el 7 de octubre como un intento de fracturar el alma de la sociedad israelí, ha devenido en una ofensiva meticulosamente calibrada, orientada a desmontar los brazos del proyecto iraní, así como su centro de mando, su eje doctrinal y su ambición territorial.
Pese a lo anterior, nadie en su sano juicio podría sostener que el conflicto ha concluido. Por el contrario, apenas inicia su fase más delicada: aquella en la que cada decisión militar debe ser calibrada con absoluta precisión estratégica, a fin de evitar que la superioridad táctica de Israel se transforme, por exceso de iniciativa, en una exposición operacional innecesaria.
Ante una ventaja como la que tiene Israel, es fácil dejarse llevar por la lógica del impulso, por la tentación de estirar la superioridad hasta el agotamiento del adversario. Sin embargo, una guerra inteligente no se gana acumulando destrucción, sino asegurando que cada golpe produzca una transformación durable en la conducta del enemigo. Ya se aprecian resultados parciales, empero, el núcleo del debate no radica en contabilizar los aciertos operativos, sino en discernir si Irán ha comprendido el mensaje y está dispuesto, o no, a reconfigurar su estrategia nacional.
Pese a lo referido, la decisión de modificar el rumbo no es propia de Israel. No se encuentra dentro de los objetivos de la campaña derrocar a un régimen islamista que ha convertido el antagonismo en una constante estructural de su política exterior. Hoy, ese régimen se encuentra frente a una disyuntiva histórica si desea continuar vigente. Persistir en el proyecto de hegemonía regional con cobertura nuclear, o aceptar que el costo ha superado el umbral de sostenibilidad. Las cosas caen por su propio peso. La historia reciente ofrece precedentes de varios Estados fallidos que, ante la amenaza de colapso, han optado por cambiar de rumbo, por sobrevivir. También hay casos opuestos. La incógnita iraní sigue abierta, y no hay modelo analítico que pueda predecirla con certeza. Por ello, el objetivo inmediato de Israel no puede ser una victoria teatral, ni una paz firmada en papel. Debe ser, más bien, la consolidación de un nuevo equilibrio en el cual Irán, sea cual sea su sistema de gobierno, comprenda que sus márgenes de maniobra ya no son ilimitados, ni lo serán jamás.
Aun si se lograra avanzar en esa dirección, el camino no está despejado. No se sabe quién sucederá al liderazgo actual en Teherán, ni qué doctrina lo acompañará. Tampoco hay certeza sobre cuánto del programa nuclear ha sido efectivamente desarticulado. La inteligencia, en este tipo de contextos es, por definición, parcial, cambiante y desde luego, clasificada. Los sitios más sensibles podrían haber sido vaciados, desplazados o incluso reconstruidos, nadie debe caer en la ilusión de que una o varias operaciones, por brillante que sean, pueden resolver por sí solas un desafío de décadas.
Ante lo sucedido, lo que está en juego, más allá del plano militar inmediato, es el lugar que Israel habrá de ocupar en el reordenamiento regional que se vislumbra como ineludible. El medio oriente observa con atención, Arabia Saudita, por ejemplo, mira lo sucedido a la distancia y sigue haciendo cálculos estratégicos, pues su estabilidad energética, su política de alianzas y su agenda de modernización claramente requieren que Irán no conserve la capacidad de imponer un chantaje geopolítico sostenido. En ese contexto, resulta verosímil que, si Israel demuestra aptitud real para contener, disuadir y eventualmente modificar la naturaleza del régimen iraní, deje de ser percibido como un actor incómodo para convertirse en un socio indispensable. Aunque ese desenlace no forma parte del objetivo inmediato, no sería insensato considerarlo como una posibilidad inesperada, pero valiosa.
Mientras tanto, los demás actores del Golfo Pérsico, aunque muy discretos, han sido testigos privilegiados del conflicto. Su apoyo, aunque silencioso, es significativo, pero también está teñido de temor. Saben que una reacción desesperada del régimen iraní podría tener consecuencias directas sobre sus propias infraestructuras. El mundo árabe no ha olvidado los ataques de 2019, cuando drones y misiles iraníes paralizaron la mitad de la producción petrolera saudita en unas horas sin que nadie los detuviera. A su vez, tampoco queda preterido que ese mismo año, dos buques petroleros, uno japonés y otro noruego, fueron atacados cerca del Estrecho de Ormuz. Hoy, los países sunitas moderados deberían confiar en que Israel no repita el patrón de contención sin resolución, e Israel, debería actuar en consecuencia. En su conjunto, los países de la región esperan que esta vez se llegue hasta el punto de inflexión que redefina las reglas del Medio Oriente.
Nada de esto pretende transmitir que la guerra se está ganando, en el conflicto armado todos pierden, pero esto sí implica que el escenario ha cambiado radicalmente. Irán ya no puede asumir que su territorio es intocable, ya no puede sostener la ficción de que su proyecto nuclear avanza bajo la sombra de la impunidad, y quienes en la región soñaban con el respaldo ilimitado de los ayatolas, comienzan a revisar sus planes con una mezcla de desconcierto y temor. Eso, en sí mismo, no resuelve la amenaza, pero sí establece un nuevo marco en el que las decisiones dejan de estar dictadas por el miedo, y comienzan a orientarse por la posibilidad.
Quizá, en el futuro, se recuerde a estos días como el momento en que Israel dejó de adaptarse al caos del Medio Oriente para empezar a redefinirlo. Lo que ocurrió no fue una respuesta al presente, sino una advertencia hacia el futuro: ningún régimen que proyecte destrucción sobre Israel podrá seguir haciéndolo sin consecuencias. El mensaje fue claro, sumamente estruendoso, directo y perfectamente comprendido en toda la región. La única democracia de Oriente Medio dejó atrás la retórica de contención y trazó una línea con fuego, y quien la cruce, pagará el precio. Solo cuando esa certeza se incruste en el centro de la ecuación regional podrá comenzar a delinearse una estabilidad verdadera, nacida del reconocimiento firme de que Israel jamás delegará su derecho a decidir el momento, el modo y el alcance de su defensa y no lamentablemente, del deseo ingenuo de reconciliación.
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