En España nos cuesta entender que alguien esté dispuesto a sacrificar a miles de los suyos en una batalla propagandística, pero eso es lo que hace Hamás.
es confieso que no he sido capaz de reunir el ánimo suficiente para ver el vídeo en el que un famélico –este sí– Evyatar David cava su propia tumba en un túnel de Gaza. Si todavía sigue vivo, Evyatar lleva cerca de 700 días secuestrado por Hamás, en evidentes condiciones de desnutrición, torturado física y psicológicamente, sin ver la luz del sol y, encima, olvidado por un mundo que está muy ocupado tragándose la propaganda antiisraelí que repiten entusiasmados los medios y los políticos, valga la redundancia, de todo el mundo.
El suyo no es el único caso: muchos de los rehenes que ya han sido liberados –algunos en espectáculos que harían avergonzarse a un guardia de Auschwitz– cuentan la misma historia, no pocas mujeres declararon haber sido violadas y, en una guinda grotesca a toda esta crueldad, hay familias que no pueden cerrar su duelo porque ni siquiera tienen el cadáver de sus seres queridos para poder enterrarlo según sus creencias, un ritual de singular importancia para los judíos.
Aún recuerdo la conmoción que causó en España la liberación de Ortega Lara y su aspecto famélico cuando apareció, de forma totalmente inesperada, en las pantallas de nuestras televisiones. Todos pensamos en el tipo de rata inhumana que hay que ser para tratar así a una persona, todos creíamos hasta ese día que por muy terrorista que fueses, por mucho que odiases a España, no le podías hacer eso a nadie.
Pero la realidad es otra: la verdad es que la ayuda humanitaria no llega a todos porque Hamás hace lo que sea por controlarla, incluyendo matar no a israelíes sino a palestinos. Y es que a Hamás su propia gente sólo le importa en la medida en que es un recurso que se puede sacrificar en la guerra contra Israel. Una guerra en la que se lucha con armas, por supuesto, pero sobre todo en la que se gana con portadas.
Yo sé que a los españoles nos cuesta entender, asimilar si lo prefieren, que alguien esté dispuesto a sacrificar a miles o decenas de miles de los suyos en una batalla propagandística, pero eso es literalmente lo que hace Hamás, más fuerte políticamente por cada palestino cuya muerte pueda achacarse a Israel.
Y si no se lo creen, pregúntense por qué en la Franja de Gaza, bajo la que corren centenares de kilómetros de túneles, no hay refugios para que la población civil se resguarde de los bombardeos; piensen qué razones podía tener Yaha Sinwar para provocar una guerra que sabía que iba a costar decenas de miles de vidas palestinas; encuentren un motivo de verdad por el que Hamás no devuelve a los rehenes, se rinde y pone fin hoy mismo al sufrimiento de los suyos.
Sólo hay un motivo: Hamás no es sólo una banda terrorista y una dictadura asesina, es una versión químicamente pura del mal, un cáncer que se cree con permiso de Alá para hacer lo que sea a quién sea, un pozo negro moral que no va a cambiar, con el que es imposible convivir y al que no se puede conceder ninguna victoria.
Y eso es, precisamente, lo que hacemos desde un Occidente cegado por el antisemitismo de muchos y el buenismo de otros: darle a Hamás triunfos políticos y propagandísticos. Un Occidente que, por cierto, cree que la cosa no va con él porque en el fondo para eso están los judíos: para ser las víctimas propiciatorias y cavar sus propias tumbas, ya sea en el gueto de una ciudad medieval, en los bosques de la II Guerra Mundial o en los túneles de Gaza.
Cómo me alegro de que los judíos de Israel se nieguen a interpretar ese papel.
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