La UNRWA es un pérfido experimento social que en cualquier otra situación sería denunciado como un crimen contra la humanidad.
Muy probablemente, la UNRWA sea aún más siniestra de lo que evidencia. Incluso más que sus vínculos estrechos con el culto genocida de Hamás. Porque la propia idea de esta agencia es un oscuro hito en la historia: el engaño subyacente en la definición ad hoc de «refugiado», convirtiendo a un grupo de sujetos más que en privilegiados de la falsa solidaridad y humanitarismo, en herramientas de la yihad y de un tétrico experimento bio-socio-psicológico.
De tal guisa, los llamados «campos de refugiados» resultan ser un reflejo apenas inexacto de los campos de detención en los que el partido comunista chino concentra a los uigures: de «reeducación«, esterilización forzada, trabajos forzados. La única diferencia parece fundarse en que en el caso chino, quienes están ingresados en los campos serían el objeto de extinción o drástica reducción. En el caso de la UNRWA, en cambio, los «campos de refugiados palestinos» persiguen la multiplicación exponencial de un grupo particular de personas a las que se las vincula por medio de una cultura de resentimiento, victimismo, revancha y derecho omnipotente; y a las que, a su vez, se imbuye de una fe absoluta en sus líderes, su «cultura» y en la supremacía de sus reclamos; con el fin de acabar con otro estado, otro pueblo.
Un pérfido experimento social que en cualquier otra situación sería denunciado como un crimen contra la humanidad: generación de sujetos como instrumentos para un fin ideológico; y adoctrinados en tal sentido: odio al judío/israelí y glorificación del «martirio» desde tan temprano como primer grado (muerte en «defensa de la fe y la nación»).
Bueno, en realidad probablemente no provocaría ninguna reacción. Como no lo hace la política china contra los uigures. Después de todo, cuando la realidad debe ser doblegada ante el altar de la ideología y la conveniencia, nada que pueda menoscabar el simulacro de hecho, circunstancia, puede ser aludido, menos que menos, abordado.
En nombre de esa trampa que es la identidad cultural, se preservan, y hasta se fomentan – mediante la voluntariosa y cómplice negligencia de buena parte de la llamada «comunidad internacional» -, modelos totalitarios, oscurantistas y, consecuentemente, la opresión social y económica de diversas sociedades. A todo esto, y como resaltaba Juan José Sebreli en Asedio a la modernidad, la identidad cultural es la nueva forma que asume el racismo (o el antisemitismo «moral»).
La Unesco, tampoco ha escapado a esta colonización. Indicaba Sebreli que está dominada ideológicamente por el antropologismo culturalista que «convirtió [la realidad humana] en un producto pasivo de la cultura, a la cual debía obedecer sumisamente: de ese modo, la libertad y el individuo desaparecieron por igual«. Y añadía que «la característica de gran parte de los estados miembros de esta organización —regímenes nacionalistas, xenófobos y antidemocráticos—, así como la influencia de los ideólogos tercermundistas consiguieron tergiversar los verdaderos fines para los que fue creada». Así, proseguía, ya en 1982, en una conferencia sobre política educativa patrocinada por la Unesco, se llegó a las siguientes conclusiones:
«… la identidad cultural es el núcleo viviente de la personalidad individual y colectiva; es el principio vital que inspira las decisiones, las conductas, los actos percibidos como los más auténticos».
La «educación» de UNRWA en un pantallazo. El fatal y cruel experimento UNRWA en treinta palabras. Lo tétrico rara vez precisa más explicación.
Por lo demás, Sebreli explicaba que la educación, la que realmente aspira a que el individuo sea artífice de su propia autodeterminación, de su crecimiento vital, «necesita un espacio neutral, libre de toda presión familiar y religiosa, para que el niño y el adolescente, desprendidos de la influencia de los prejuicios, las convenciones, las tradiciones ancestrales, puedan desarrollar libremente su carácter y su inteligencia. La Unesco, en cambio, propició una educación dirigida que negaba autonomía al individuo y que tenía como objetivo subordinarlo a la ideología de la comunidad a la que perteneciera, sin cuestionar el carácter, opresor o retrógrado que ésta pudiera tener».
Quizás, después de todo, la UNRWA sólo sea la más perfecta expresión de la abyección. El desenlace anunciado de un proyecto internacional bienintencionado que cayó, o se dejó secuestrar, una y otra vez por los totalitarismos de turno. El halo de «justicia», de «defensa de los derechos humanos», de «solidaridad», es el revestimiento ideal para que los destinatarios de los discursos de odio y las obediencias ciegas den el primer y funesto bocado de dogma y participación.
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