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| martes agosto 12, 2025

Política de rehenes

Luis Marin-elnacional.com


Eli Sharabi. Rehen de Hamas

Cuando Abraham se enteró de que su sobrino Lot había sido tomado cautivo, armó una cuadrilla (trescientos dieciocho era su número), salió en persecución de sus captores hasta alcanzarlos, cerca de Damasco, donde los atacó, después de haber vencido retornó con él y todos sus bienes, por lo que fue recibido en su tierra con grandes alabanzas (Gn., 14).

Hoy podríamos preguntar qué pasaría si Abraham hubiera dicho: “¿Secuestraron a Lot? Qué pena, tan buen muchacho; enviemos una delegación a Damasco a ver qué piden sus captores por devolverlo.” Sin duda, la historia de la humanidad sería muy distinta y se ilustraría el paso de una posición de fuerza al sometimiento, de la libertad a la sumisión.

Pero Abraham hizo lo que hizo y quizás allí pueda encontrarse la raíz más profunda de ese singular afán que exhiben los judíos por rescatar a sus secuestrados. Resumido en una bella expresión, Pidyon shevuyim, que puede traducirse como “redención de cautivos”, es un mandamiento mayor, que podría tener prioridad sobre otras obligaciones morales como “dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar abrigo al peregrino”, por la sencilla razón de que el cautivo podría estar sufriendo todas esas necesidades juntas: el hambre, la sed, el más absoluto desamparo.

Por supuesto que esta predisposición ha dado origen a la costumbre adversa de tomar cautivos judíos con el propósito de cobrar por ellos cuantiosos rescates, sin importar que fueran judíos pobres, porque igual las comunidades se sentían obligadas a reunir montos exorbitantes para cumplir con aquel mandamiento.

Desde muy antiguo las potencias islámicas, como Turquía, pero también los serenísimos reinos cristianos, practicaron este despreciable tráfico humano, reteniendo cautivos y vendiéndolos al mejor postor en los mercados de esclavos del Mediterráneo y otros mares.

También desde muy antiguo se ha planteado el dilema de hasta que monto sería lícito pagar por un cautivo, para que este pago no se convierta en un incentivo comercial que estimule cada vez más y mayores secuestros, esto es, que se vuelva contraproducente.

Es famoso el caso del Maharam de Rothenburg (Meir Ben Baruch), quien en 1286 fue retenido en Alsacia con la exigencia de un cuantioso rescate que la comunidad recaudó y estaba dispuesta a pagar porque se trataba de su líder espiritual; pero hete aquí que él les prohibió hacerlo, porque esto iba a estimular el secuestro de otros sabios y eruditos. De manera que permaneció en cautiverio en el que murió siete años más tarde, en 1293.

Pero allí no termina la cuestión, porque de todas maneras se negaron a entregar el cuerpo del difunto para que se le diera sepultura. Así que estuvo otros catorce años cautivo hasta que un piadoso discípulo pagó el rescate con la única condición de que al morir se le enterrara junto al maestro. Y allí reposan todavía, en lápidas contiguas, en el cementerio judío de Worms, Alemania.

 

Los sabios de Israel han dictaminado que “los cautivos no deben ser rescatados por más de su valor.” Lo cual implica que hay límites, no se pueden aceptar exigencias absurdas. Pero esta sentencia no está exenta de controversia porque, si la vida humana es invaluable, ¿cuál puede ser el valor de un cautivo? El límite está en el Bien Común, aquello que no afecte a la comunidad. Si la afecta, es excesivo.

Pero que la afecte cómo, ¿por el gasto en sí mismo, el costo bruto, que puede llevar (y ha llevado) a la ruina de toda la comunidad? ¿O por sus consecuencias posteriores, de que se cree un incentivo para más secuestros en el futuro? Seguramente que son ambas: no se puede pretender hacer el bien de unos a costa de causar un mal mucho mayor a todos (incluso a los mismos que se pretende salvar).

No deja de ser inquietante que éstas que parecen discusiones bizantinas tengan tanta pertinencia en la actualidad; como se repite constantemente, la humanidad ha cambiado muy poco en milenios y parece que cuando lo hace es para empeorar.

Ciertamente el llamado Derecho Internacional Humanitario prohíbe expresamente la toma y ejecución de rehenes como represalia por acciones cometidas por otras personas y más claramente todavía el Convenio de Ginebra de 12 de agosto de 1949 sobre la protección de personas civiles en tiempo de guerra, en su artículo 3°, prohíbe la toma de rehenes en general “en cualquier tiempo y lugar”.

 

Ahora bien, de qué sirve esta normativa tan expresa si no solamente se toman rehenes en forma abierta, como una táctica de combate, sino que luego se comercia con ellos a la vista del público, con la asistencia y colaboración de organismos internacionales como la ONU, el Comité Internacional de la Cruz Roja y nunca podrá subrayarse lo suficiente el aplauso de los medios globales, como la BBC de Londres, Euronews, France24, RTVE, CNN, New York Times y un larguísimo etcétera.

 

Lo más alarmante de esto es que el éxito llama al éxito y la política de rehenes se ha extendido también a los regímenes alineados con el extremismo islámico.

No es que en América Latina se ignore la práctica del secuestro como táctica de combate, acción política, propagandística y de financiamiento, que tiene una larguísima tradición sobre todo en los movimientos insurgentes subsidiarios de la llamada Revolución cubana; lo novedoso es que ahora muchos de esos movimientos han arribado al gobierno y elevado esa práctica a la categoría de política de Estado.

¿O es que Gustavo Petro en Colombia, Lula da Silva en Brasil, el Movimiento Tupamaro del Uruguay en pleno, van a dejar de ser lo que son porque llegaron al gobierno? Ninguno disimula su adhesión a los movimientos fundamentalistas islámicos de Hamás, Hezbolá, OLP-Fatah, etcétera, porque todos provienen de la misma matriz terrorista. Así que a ninguno se le agua el ojo ante el secuestro, la extorsión, la tortura psicológica; al revés, la practican con cierto regocijo, porque les resulta funcional.

Meten presa a la gente con acusaciones estrafalarias y hasta sin acusación alguna, pueden soltar a uno que otro en un intercambio o mediante pagos subrepticios; pero no les importa porque ponen a funcionar lo que aquí llaman “puerta giratoria” y los vuelven a capturar, a los mismos o a otros, para reanudar el círculo perverso de negociaciones extenuantes, chantajes y otra vez de vuelta, hasta imponerse de forma absoluta.

Esta triste experiencia es lo que permite ver desde tan lejos lo equivocada que es la actitud capitulacionista de personas y organizaciones que de buena fe (o sin ella) afirman que se debe conceder a los terroristas lo que pidan para que devuelvan unos cuantos rehenes, mientras potencian la capacidad para capturar muchos más en el futuro.

Quizás uno de los aspectos más horripilantes de la política de rehenes es poner a los familiares, amigos y dolientes en general al servicio de sus propósitos, de algún modo, también están atrapados; así, pretenden haber encontrado un infalible “punto débil” y el único antídoto posible contra ello es ser disuasivos: Que no ganen nada y al contrario, que pierdan tanto que nunca más se les vuelva a ocurrir secuestrar a alguien.

Y en esta materia, como en tantas otras, la experiencia es la que manda.

 
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