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| domingo septiembre 7, 2025

Hoy amanecí con una herida abierta en el alma.

Abraham Stern /Porisrael.org


» Por primera vez en cincuenta y ocho años, dudé de mi pueblo.

Fue un instante apenas, pero suficiente para que la duda, ese huésped que siempre llega disfrazado de razón, se sentara a mi mesa como un invitado inoportuno y me señalara como el agresor eterno, como el judío errante, ese condenado a vagar entre los vivos, apátrida perpetuo, marcado por una sarta de pecados colectivos inventados y reciclados en cada generación.

La duda, que nunca viaja sola, trajo consigo el eco de los viejos pregones que resuenan desde hace siglos y que hoy se multiplican en un coro planetario: que el judío rico, que el judío controla, que el judío capitalista, que el judío comunista, que el judío sobra, que el judío estorba, que el judío debe desaparecer, que el judío todo, absolutamente todo. Y lo más aterrador no fue escucharlo en las plazas, en las callejuelas o en las redes sociales, sino oírlo retumbar dentro de mí, como si mis propios huesos llevaran impresa la memoria del odio.

El antisemitismo no es un invento nuevo. Es un río subterráneo que ha cambiado de cauce mil veces, pero nunca de destino: erradicar al judío de la faz de la tierra. Un río que empezó en Egipto, cuando el faraón ordenó que los hijos varones fueran arrojados al Nilo. Que siguió en Babilonia, cuando derribaron nuestro Templo y nos llevaron cautivos. Que pasó por Roma, que arrasó Jerusalén y nos dispersó como polvo al viento. Que visitó Inglaterra en 1290, Francia en 1306 y España en 1492, todos testigos acomodados de expulsiones masivas que hoy todavía pretenden dictarnos cátedra de moralidad. Que ardió en las hogueras de la Inquisición, que tiñó de sangre los pogromos de Rusia y Ucrania, que se disfrazó de peste negra para acusarnos de envenenar pozos y que se convirtió en humo en Auschwitz bajo la modernidad alemana.

Ese mismo río desembocó en Israel el 7 de octubre de 2023, cuando más de mil doscientos inocentes fueron arrancados de la vida en una sola madrugada de otoño. La tierra todavía olía a granadas maduras y a hojas caídas cuando los cuerpos quedaron tendidos, y más de doscientos cuarenta hombres, mujeres y niños fueron tragados por túneles de horror, como si el vientre de la tierra se hubiera abierto para devorar a sus hijos.

Lo que siguió fue todavía más incomprensible: las plazas del mundo se llenaron de aplausos, como si las sombras hubiesen encontrado orquesta y los asesinos hubiesen recibido la absolución de multitudes ebrias de odio. Las Naciones Unidas, con sus salones tapizados de discursos vacíos, y los gobiernos más imperialistas de la era moderna, aparecieron como jueces ciegos exigiendo “mesura” al agredido y “altos al fuego” sin considerar a los rehenes, condenándolos por segunda vez al olvido.

Nunca antes en la historia, pensé, se había celebrado con tanto descaro la matanza de judíos.

Hoy, a un mes de cumplirse el segundo aniversario de la masacre, la Cruz Roja Internacional no ha sido capaz de asomarse a un solo cautivo, pero sí de posar impecable en fotografías, acompañando a los pocos que regresaron, como si su verdadera misión fuera maquillar la tragedia para el archivo del mundo.

Recordé entonces a los secuestrados, vivos o muertos. Vi los cuerpos diminutos de los niños Bibas y el de su madre Shiri. Vi a Noa Argamani, cuya súplica quedó tatuada en la memoria del mundo. Vi a Carmela Dan, de ochenta años, y a Eli Sharabi, arrancado para siempre de los brazos de su familia. Y comprendí que nombrar solo a un puñado es injusto, porque cada nombre que falta en la lista es otra herida abierta, otra prueba que desmiente cualquier duda y desnuda la mentira.

Israel no nació del capricho, sino de la necesidad. Israel no fue un regalo, sino un rescate. Es el hijo póstumo de Egipto, de Persia, de Roma, de Inglaterra, de Francia y de España, de los pogromos, de la Shoá, de los barcos sin destino como el St. Louis (1939), con 937 judíos rechazados en Cuba, EE.UU. y Canadá, de los cuales más de 250 perecieron en la Shoá. El Struma (1942), con 769 refugiados hundidos en el Mar Negro; solo 1 sobrevivió. El Exodus (1947), con 4.500 sobrevivientes del Holocausto, devueltos por los británicos… a Alemania.

No dudes nunca de lo que la historia nos grita: “Los barcos no siempre llegan a puerto”.

Por eso existe Israel: porque no podía no existir.

Comprendí entonces que la verdadera victoria del antisemitismo no está en las marchas, ni en las pancartas, ni en las redes envenenadas. No está en la izquierda progresista, ni en el movimiento Woke, ni en los actores de Hollywood. Está en sembrar en nosotros la duda, en hacernos creer que tal vez merecemos lo que nos pasa. Y esa victoria, la más sutil y peligrosa, no se la podemos conceder.

He dudado, y al dudar comprendí que la duda es como una grieta en el muro: pequeña al principio, invisible tal vez, pero suficiente para que el viento del enemigo se cuele con su aliento de siglos. Comprendí que esa grieta es la primera victoria de quien no necesita vencernos en batalla si logra habitarnos en silencio.

Entendí también que no tenemos más destino que resistir, responder y fortalecer a los nuestros, como quien riega la raíz de un árbol que ha sobrevivido tormentas de cien generaciones. Porque se habrán cometido mil errores desde que inició la guerra, pero existir nunca será un error. Aunque lo repitan todos los días, no lo creas: en el balance final de virtudes y defectos, somos esencialmente un buen pueblo. Y por más que nos demonicen, tú vales la pena, tus hijos valen la pena, nuestra descendencia toda vale la pena.

No más explicaciones al que desea vernos borrados del mapa.

No más súplicas a oídos que nunca escucharán.

Toda palabra, toda fuerza, todo recurso debe invertirse en nosotros mismos, como el campesino que guarda la mejor semilla para su propia cosecha. Que el odio nos resbale como lluvia sobre las piedras del Jordán, que la duda se evapore como neblina al sol, que la memoria nos sea escudo y espada.

Que aprendamos a ser menos sensibles al desprecio y más disciplinados en la preparación. Que cada golpe que venga nos encuentre listos, de pie, ardiendo en la certeza de que existir nunca fue un error.

Escribo estas notas como una catarsis personal; y si de paso logro apaciguar sentimientos similares en otros, ya estaré dos pasos más cerca de la meta.

“Nunca digas que vas en tu último camino. Escucha los pasos: somos un pueblo eterno.” – Himno de los partisanos judíos

AM ISRAEL JAI.

 
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