Nuestro patriarca cambió la forma en que el mundo pensaba sobre sí mismo, sobre la vida y especialmente sobre el Creador.
Nuestro patriarca Abraham cambió el rumbo de la historia. Él transformó la manera en que el mundo pensaba sobre sí mismo, sobre la vida y especialmente sobre el Creador. Por eso su nombre, en hebreo, significa “Padre de numerosas naciones”. Abraham es el padre de la civilización tal como la conocemos. A partir de su época, las personas jamás volverían a pensar en sí mismas del mismo modo.
Abraham nació en una época de enorme agitación y caos. Vivió en un mundo que aún conservaba la memoria colectiva del Diluvio; un mundo que contendía con la tiranía de Nimrod, el primer verdadero tirano; un mundo que se dividiría en naciones separadas; un mundo profundamente en conflicto consigo mismo, que sufriría más de dos décadas de guerras entre grandes potencias; un mundo sepultado bajo el yugo de mil años de idolatría; un mundo enloquecido… En definitiva, un mundo sin esperanza para el futuro.
Hasta que apareció Abraham.
La tiranía de la idolatría
Abraham nació en la Mesopotamia, la actual región de Irak e Irán. Su padre, Teraj, era un comerciante que vendía ídolos. Vender ídolos era un gran negocio en aquellos días. Había uno diferente para cada estado de ánimo, temperamento y personalidad
Abraham proporcionó el liderazgo para cambiar todo eso.
Él viajó varias veces desde la Mesopotamia hasta lo que se convertiría en la Tierra de Israel. No viajó solo. Era una época de grandes movimientos y migraciones. Surgían grandes ciudades y ciudades-estado, cada una con su cultura y sus deidades únicas.
Jerusalem se llamaba entonces Shalem (Salem). De acuerdo con la Tradición Oral, el hijo de Nóaj, Shem, y su nieto Éber, fundaron y dirigieron allí una academia dedicada a las tradiciones del Creador y la moralidad. En ese lugar se desarrolló el conocimiento y la filosofía del monoteísmo. Sin embargo, no tenía muchos seguidores. Era una especie de torre de marfil que no influía en la sociedad. Uno tenía que acudir a ella; no se exportaba a otros.
Abraham cambió eso. En cada lugar al que iba abría una “posada” y ofrecía comidas gratis. Cuando las personas venían a agradecerle, él les decía: “No me agradezcan a mí. Agradezcan a Aquel que nos dio todo”.
Asimismo, en cada sitio donde se establecía abría una escuela. En nuestros términos, podríamos decir que fundaba instituciones de bienestar social y educación. A través de esas instituciones logró llegar a muchos miles, si no millones, de personas.
Los historiadores señalan que varios faraones fueron en esencia monoteístas. No por casualidad, esos faraones vivieron en la época de Abraham o poco después. Su visita a Egipto (Génesis 12) dejó una fuerte impresión. La idea del monoteísmo penetró en los más altos niveles de la sociedad egipcia. Sin embargo, no pudieron transmitirla al pueblo porque existía una tremenda burocracia de culto idolátrico. Ninguno de los sacerdotes de los templos iba a renunciar a su posición. La sociedad egipcia permaneció pagana porque la infraestructura del culto a los ídolos era tan fuerte que ni siquiera el faraón podía revertirla. Creyeran o no en los ídolos, los sacerdotes no abandonarían sus cargos.
Sin embargo, fuera de Egipto el nombre de Abraham se difundió rápidamente entre las masas. Sus ideas, su carácter y su personalidad se convirtieron en tema de conversación en el mundo civilizado. Abraham despertó al mundo del letargo del paganismo. Desde entonces resonó en innumerables familias la idea de que existe un Dios, una moralidad y un propósito superior en la vida.
La vida familiar
Abraham se casó con Sará, quien era una gran persona por derecho propio. Aun sin Abraham ella habría sido una fuerza formidable en el mundo. Dios le dijo a Abraham que escuchara a Sará, porque, de acuerdo con la Tradición, ella era superior a él en profecía.
Sin embargo, estas dos grandes almas llevaron juntos una vida larga y difícil. Sará fue estéril durante muchos años. Al intentar remediar la situación, le pidió a Abraham que tuviera un hijo con su sierva, Hagar. Finalmente, el hijo nacido de ella, Ishmael, causó muchos problemas. Más tarde, Dios ordenó a Abraham expulsar a Hagar e Ishmael de su casa, algo extremadamente doloroso para él.
Abraham tenía un sobrino, Lot, a quien esperaba dejar como heredero, pero una vez que Lot alcanzó el éxito decidió seguir su propio camino y establecerse en Sodoma. Lot no era necesariamente malvado; simplemente no quería asumir responsabilidades, y Sodoma era el lugar ideal para alguien que deseaba escapar de las responsabilidades.
Los conflictos familiares en la casa de Abraham eran constantes. Todo lo que él deseaba era construir una civilización a través de su familia, y todo lo que su familia hacía era fallar en la tarea o abandonarlo.
El Pacto
Finalmente, cuando Abraham tenía setenta años, tuvo una gran visión conocida como el “Pacto entre las partes” (Génesis 15). Este pacto lo distinguió a él y a su familia para una existencia especial dentro de la humanidad. En realidad, este es el comienzo de la historia judía. De hecho, la historia judía no puede comprenderse correctamente si no es a través de la lente del pacto.
Este pacto especial es un compromiso mutuo entre Dios y el pueblo judío que desatará fuerzas que obligarán a su continuidad, incluyendo un sufrimiento terrible. Por eso Abraham en un primer momento se aterroriza de la visión. Ve oscuridad, buitres y fuego. Ve la esclavitud en Egipto y las destrucciones que caerán sobre el pueblo judío a lo largo de la historia. Ve Auschwitz.
Sin embargo, lejos de ser un castigo que conduce a la aniquilación, el sufrimiento del pueblo judío lo fortalecerá y lo hará retornar a su compromiso con el pacto. Esto lo hemos visto cumplirse una y otra vez en la historia. Basta observar los enormes avances del mundo judío después del Holocausto, que es solo el ejemplo más reciente de este fenómeno.
La historia judía comienza con la aceptación del pacto por parte de Abraham. Todo lo que le sucede al pueblo judío es consecuencia de ese pacto. Todos los altibajos están basados en sus predicciones.
En realidad, la elección de Abraham es la misma elección que enfrenta cada generación; de hecho, cada judío. La lucha dentro del pueblo judío por vivir conforme al pacto y perseguir sus objetivos, o renunciar a él (así como la lucha del mundo por quebrar ese pacto) son parte integral de la contienda implicada en la aceptación del pacto.
Más allá de lo imposible
Por supuesto, cuando a Abraham se le ofrece entrar en el pacto hay un problema técnico: él no tiene hijos y su esposa es incapaz de tenerlos. Ella es estéril.
Eso también forma parte del pacto. Bajo circunstancias normales no habría un futuro judío. El pueblo judío es siempre “estéril”, enfrentándose a lo imposible. No puede haber otra generación. Y el mundo cuenta con ello; está seguro de que desaparecerán.
Después de 3.000 años, aún esperan que eso ocurra.
El futuro del pueblo judío es que, en apariencia, no hay futuro. En teoría, nunca debería sostenerse. El pacto no depende de la lógica. Es una verdad que existe en otro plano. ¿Quién podría imaginar que después de tantos años seguiríamos aquí?
Esa es la naturaleza del pacto en la historia judía.
El pacto, grabado en la carne del judío mediante la circuncisión, emana de un ámbito más allá de la razón humana. Es nuestro compromiso con nuestro Dios y con una moralidad superior. Es nuestra fe y nuestra responsabilidad; nuestra historia y nuestro destino.
Y todo se origina en la gran persona que, por sí sola, cambió el rumbo de la civilización: Abraham.
Este artículo apareció originalmente en https://www.jewishhistory.org/




















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