Llevo semanas si no meses observando a la juventud-más chicas que chicos, es cierto- entregada al arte fotográfico del selfie o autorretrato, peinándose una y otra vez, admirándose o escrutándose los hoyuelos y las pecas con una pasión narcisista que la técnica permite y avala. Nada de mirar el entorno, de ayudar a los ancianos a cruzar la calle, nada de leer un libro, de realizar-salvo excepciones- algún que otro trabajito social gratis. De un lado los hijos e hijas de Occidente entregados al tonto hedonismo sin fin de las imágenes, encadenados a la ilusión óptica de unas fotografías anuladas por las siguientes; yendo de concierto en concierto y delirando por los astros de los temibles decibelios, flojos en el estudio y más flojos aún en la conciencia de lo que ocurre a su alrededor. Y no me refiero a la economía, coja y en deuda con la juventud que no consigue obtener su primer trabajo, un problema de poca monta mientras sus abuelos o sus padres tengan algo que darle a los jóvenes, sino a la dramática, trágica, temible situación del mundo actual amenazado por el integrismo islámico dispuesto a desintegrarnos como sea. Del otro lado, la contrafigura, los encapuchados del IS, cuyos rostros y orígenes desconocemos y que pronto enrolará, para trabajos subalternos y hasta despreciables, también a mujeres. España ha detenido a dos adolescentes que querían viajar a Irak para sumarse a la yihad. Ni que decir que sus vestimentas para ello eran las apropiadas, negras y casi monacales.
De un lado, el nuestro, la lasitud, tal vez la saciedad, el hastío acompañado de bulimia y anorexia, del otro los hambrientos, los desesperados, los nuevos bárbaros como los denomina con justicia Pérez Reverte. Los bárbaros islámicos que en cualquier momento se girarán y desplazarán hacia los emiratos o Arabia Saudita para tomar, por la fuerza, el relevo de quienes aún son complacientes con Occidente sin que, por eso, hayan cambiado un ápice su manera de pensar. Y si eso ocurre será aún más difícil la lucha por nuestra supervivencia energética, más duro el combate. Los del califato no se andan con chiquitas, creen en el todo o nada. Entretanto la vieja tortuga occidental, la anquilosada Otan, jadeante, se pregunta cómo detener esa ola de fanatismo y muerte que se alza justo en la mitad del mundo y lo amenaza todo entero: Asia, África, América y Europa. Hasta ahora no hemos visto eso que se denomina, con ligereza, islamofobia, pero a menos que los musulmanes de aquí luchen abiertamente por demostrar que no tienen nada que ver con los otros, con los violentos, serán una y otra vez metidos en el mismo saco, sufrirán una discriminación abierta y, quién sabe, una nueva expulsión de moriscos. Todo es posible, pues mientras en este lado de las cosas sólo se piensa en el PIB o, los utopistas, en un mejor reparto del pastel reciclando viejas y perimidas ideologías, en el otro los jóvenes, algunos imberbes, no piensan más que en avanzar, conquistar, destruir, aniquilar, decapitar, violar, vender y humillar. Mucha gente ignora lo que un beduino o un árabe de a pie pueden hacer con una pita o pan arrugado y cuatro olivas al día: recorrer cientos de kilómetros, matar sin demasiada preocupación a lo que se oponga a su camino, encomendarse a Alláh no para que preserve su vida sino para que le ayude a convertir por la fuerza o a eliminar a los infieles.
El asesinato televisado de los periodistas es el disparo de salida. Espero que ni Estados Unidos ni Europa se hagan una y otra vez selfies mientras los asesinos afilan sus cuchillos. Puede que un día alcen el brazo con la cámara del móvil y se encuentren con que no hay cabeza que fotografiar. Puede, si siguen paralizados por una falsa moral o por el miedo a gastar en guerras lejanas y conflictos cercanos, que ni siquiera lleguen a levantar el brazo
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