La codicia del ser humano parece no tener fin, empieza con algo pequeño que tiene otro niño y continúa y culmina con el deseo de un país por invadir y conquistar otro. Es un derivado del hambre, pero mientras éste puede ser saciado temporalmente y vive de los dictados del estómago, la codicia es una lacra mental, sin duda un producto de nuestra insignificancia en el cosmos. Queremos sobrepasar nuestra altura aún a riesgo de perecer en el intento. Los sufíes creen que en el principio de los tiempos, cuando Alláh creó a las plantas, hizo del rosal un árbol gigantesco que se perdía en las nubes y daba sus mejores flores tan arriba que se necesitaban agallas para llegar hasta allí y recogerlas, claro que empleando las espinas-que entonces crecían mirando hacia el suelo-como escalones. Hubo enamorados que queriendo seducir a sus prometidas subieron hasta la mitad, miraron hacia abajo y cayeron quebrándose en pedazos; otros llegaron más alto, pero envueltos por oscuras nubes de lluvia no llegaron a ver las rosas de prodigio que creían por encima de ellas. Alguno vio un mar de cirros blancos y lo confundió con la nieve del cielo, quiso tocarla y pereció en el intento. El rosal gigante era fuerte, pero aún y así-continúa la fábula-, tantas visitas y ascensiones comenzaron a deteriorar sus ramas y asustar a los botones de las flores, que buscan las horas más silenciosas para comenzar a abrirse.
De tanto en tanto y porque es más generoso de lo que la gente cree, Alláh inclinaba una rama para que las mujeres pudieran entrever esas rosas cuyo encanto calcaba el alba de la primavera y el ocaso del verano, y cuyo aroma entraba por la nariz con la violencia de un estertor amoroso dejando a su dueña más abierta que el ojo de una lechuza en medio de la noche. Eso bastaba para que la codicia creciese, y como ese poco era suficiente para delirar, ansiar, soñar y ambicionar toda clase de artes ascensionales, se idearon sogas, cuerdas y ganchos de hierro para asegurar los pasos de los que subían. Si lo que se huele y alcanza a sospechar es tan grande, pensaban los codiciosos, ¡cuánto más hermoso debe ser todo allá arriba, en las etéreas proximidades del Creador! Se decía, incluso, que en ese lugar nada se marchitaba ni deshojaba en vano, pues los pétalos de una rosa transmigraban a otra, las hojas tenían alas y se posaban donde querían aprovechando la luz del sol para fijarse de nuevo al enorme rosal, lo imperecedero tenía allí su morada y el perfume era la forma más exacta de la eternidad.
Un buen día Alláh descubrió los sufrimientos de su árbol favorito, el que daba sombra a sus paseos, alegraba sus tardes y eras y tenía espinas en forma de escalones. Decidido a limitar la actividad humana invirtió el sentido de las espinas y al mismo tiempo fue reduciendo la altura del rosal hasta convertirlo en lo que es ahora, un simple aunque precioso arbusto, una enredadera o, incluso, una mata silvestre a los pies de la colinas. Una cosa son las espinas como punto de apoyo y otra cosa muy diferente una entidad punzante que lacera la mano que se acerca y rasguña la piel de los ladrones. De este modo el rosal, los rosales llegaron a ser lo que son para controlar y en lo posible reducir la codicia de los seres humanos sin privarlos, por eso, del éxtasis de su hermosura. En recuerdo de su antigua dimensión, los sufíes comenzaron a fabricar rosarios de pétalos machacados en morteros de hierro y acompañar sus giros y frotamientos con plegarias cuya intención secreta era recobrar la ruta del ascenso hacia el cielo del continuo florecer. El calor de la piel despierta viejos aromas, la caricia a las cuentas le susurra al meditador que es por sus pequeños agujeros que pasa la respiración de las alturas, pero aún y así todavía hay quien piensa que si no hubiésemos sido tan ambiciosos tal vez hoy, en este preciso instante nos serían accesibles aquellas lejanas y magníficas rosas para echarles una simple mirada y parpadear de dicha en medio de nuestra atención.
La codicia en distintos estados, al igual que su hermana la ambicion, la duda o la contradiccion, es consubstancial a la naturaleza humana, desde los tiempos en los que los de nuestra especie, decidieron priorizarla al Mandamiento Divino, haciendose asi desobedientes y por ende, esclavos de un pecado, que hemos heredado hoy, por via genética y espiritual, al hallarse contaminada por él nuestra álma, nuestra conciencia y todo nuestro ser …
Recobrar la pureza de antaño, exige disciplinarse y ahuyentar de nosotros, todo aquello que perturba o entorpece tal proceso, relacionado con «el mundo» y sus concupiscencias …
Vaciarnos del ruido interno que nos impide observarnos con lucidez, y deposiar sobre cuanto nos rodea, una mirada nueva, desprovista de prejuicios, en la cual se den cita la benignidad, la necesaria pausa, y la imprescindible altura de álma, sin la cual todo se antoja pláno, previsible y repetitivo, en definitiva, carente de propósito, armonia y encanto …