Bernard-Henry Levy
La reconciliación entre Fatah y Hamás, una tragedia para Israel, supone la pérdida del crédito moral y político del presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas, y es una catástrofe para el pueblo palestino.
15/05/2011
Pero ¿cómo se puede ser tan estúpido?
Un número cada vez mayor de palestinos no puede seguir sirviendo de combustible para la máquina del odio
Esto es un desastre para la primavera árabe, donde se enfrentan la corriente democrática y el islamismo radical
¿Y cómo tantos comentaristas, cómo tal eminencia de tal comisión parlamentaria, tales ministros o ex ministros, cómo el partido socialista, es decir, cómo tantas mentes lúcidas pueden recibir como una buena noticia, una buena señal o la tan esperada reunificación de un pueblo dividido hace tanto tiempo, esta reconciliación Fatah/Hamás que es, en realidad, una catástrofe?
Una catástrofe para Israel, que ve cómo una organización cuyo método de diplomacia predilecto, desde el golpe de Estado de 2007, consiste en lanzar misiles sobre los civiles de Sderot y que, hace apenas un mes, disparó un misil antitanque Kornet contra un autobús escolar, ahora vuelve a tomar las riendas.
Una catástrofe para el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas, que acaba de arruinar de un plumazo -en el tiempo exacto que le llevó firmar un acuerdo en el que, posiblemente, ni él mismo crea- todo el crédito político y moral que venía acumulando desde hace años a fuerza de resistir a un Hamás catalogado como «organización terrorista» por todas las voces autorizadas del mundo, empezando por la Unión Europea y Estados Unidos. Y ahora Mahmud Abbas regresa a la peor época, a la época de los dobles discursos, como cuando Yasser Arafat declaraba caduca la carta de la OLP, mientras que, por debajo de la mesa, fomentaba ataques terroristas de todo tipo.
Una catástrofe para el pueblo palestino -aunque tal vez eso no le interese a estos grandes conciliadores, a estos amigos de ese mismo pueblo que saben mejor que los propios interesados qué es lo más conveniente para ellos-, una catástrofe, sí, para el millón y medio de habitantes de Gaza que viven bajo la ley de un partido no solo terrorista, sino también totalitario, enemigo de las mujeres palestinas (esas «fábricas de hombres», según el artículo 17 de la carta fundacional de Hamás, que algún día deberíamos dignarnos a leer…), asesino de las libertades y derechos palestinos (artículos 24 y 27, entre otros), y que preferiría sacrificar hasta la última gota de sangre del último palestino antes que participar en unas «conferencias internacionales» que no son más que una «pérdida de tiempo» y «actividades inútiles» (artículo 13 de la misma carta fundacional).
Una catástrofe para una paz que no es cierto que estuviese en punto muerto: la mayoría de los israelíes -todos los sondeos lo confirmaban- estaba y está preparada para la paz; y una cantidad cada vez mayor de palestinos no podía, ni puede, seguir sirviendo de combustible para una máquina de odio ya obsoleta, y estaría dispuesta a oponerse a la intransigencia de sus líderes a cambio de un Estado viable. Pero todo esto se vino a pique con la rehabilitación de la única parte en este conflicto interesada en proclamar (artículo 7 de la misma carta) que «el cumplimiento de la promesa» no tendrá lugar hasta que «los musulmanes» hayan «combatido» y «dado muerte» a todos «los judíos».
Una catástrofe, finalmente, para una primavera árabe que, como todos sabemos, es un campo de batalla ideológico en el que se enfrentan dos fuerzas: de un lado, la corriente democrática y liberal, partidaria de los derechos humanos y de un islam moderado; del otro, los viejos conspiradores del islamismo radical, los tiranos de ayer y siempre -el indestructible movimiento de los Hermanos Musulmanes creado en 1928, en Egipto, tras los pasos del incipiente hitlerismo y del que Hamás es hoy la rama palestina-. ¿Cómo no ver que, dadas las circunstancias, este acuerdo «histórico» no es más que una regresión prehistórica? ¿Cómo no comprender que esta confraternización espectacular es un insulto a todo aquello que los recientes levantamientos pudieron aportar a un mundo árabe oprimido; un insulto a los jóvenes de la plaza de Tahrir de El Cairo, que se manifestaron durante semanas sin que asomara ni la más mínima sombra de un eslogan antioccidental, antiestadounidense ni antiisraelí? Un insulto a los insurgentes de Bengasi que luchan para que Libia deje de ser, como fue bajo el régimen de Gadafi, la segunda patria de todo negacionista, asesino de judíos y terrorista; un escupitajo en la cara a los centenares de sirios masacrados desde marzo a manos del mejor amigo de Hamás; una ofensa a Mohamed Bouazizi, el joven tunecino que comenzó todo y que, hasta donde yo sé, no se inmoló «en solidaridad con los yihadistas de 1936» (oh, casualidad, 1936… la misma carta fundacional de Hamás, artículo 7. ¿Me siguen?).
Y ya sé lo que dicen algunos: «Esperad, ya veréis, hay que darle tiempo al tiempo; será de ese modo, dejando que los fascistas vuelvan al juego, teniéndoles un poco de consideración, halagándolos, como lograremos moderarlos y, a la larga, hacerles cambiar para bien».
Sí. Ya veremos. Excepto que lo único que hemos visto hasta el momento, el primer gesto fuerte que tuvieron los aspirantes al «cambio para bien» al día siguiente de este acuerdo vergonzoso fue condenar el asesinato de Bin Laden: ese «crimen» (en palabras del jefe de Hamás, Ismail Haniya) se inscribe dentro de la «política de opresión» fundada sobre «el baño de sangre» de las antiguas colonias. Está todo dicho. Y hay algo sumamente inquietante no solo en esas palabras, sino en el silencio ensordecedor que, de este lado, les hace eco.
Traducción: José Luis Sánchez-Silva
Difusion: www.porisrael.org
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