En los últimos días, a propósito de algunos artículos míos colgados en la red, en los cuales reconozco un marcado pesimismo, he recibido unos cuantos mensajes –y hasta extensas cartas– de lectores jóvenes, llenos de esperanzas y de posibles futuros felices.
No pretendo enfriar su entusiasmo, que, como dicen los progreocultistas, es pura energía positiva. Pero sí me gustaría situar de una manera más o menos precisa esas esperanzas, y las acciones por ellas impulsadas, en el marco adecuado, que no es el de la política inmediata, sino el de la historia.
La teleología agnóstica –la de los creyentes tiene su respuesta y sólo queda esperar al Mesías y el Juicio– se ha procurado montones de motores de la historia, el último y más aceptado de los cuales ha sido la lucha de clases. Yo creo que el único motor real de la historia es la esperanza, y esto vale para agnósticos y creyentes –de paso sea dicho, el ateísmo no existe, es una rabieta de agnósticos positivistas–, porque la esperanza siempre lo es de justicia. («Justicia, sólo justicia buscarás», dice el Deuteronomio, 16:20).
Se puede decorar la esperanza como se prefiera, vestirla de Parusía o de dictadura del proletariado –hasta disfrazarla de líder político, si se quiere–; es por ella por lo que actuamos, es por ella que la humanidad avanza, a trompicones pero avanza.
Sin embargo, hay que tener presente que la esperanza no pertenece al mundo del pensamiento, sino al de la ideología. Podemos sostener racionalmente que la historia es un proceso, un work in progress, y hasta aventurar, de acuerdo con lo que parece demostrar el relato del pasado, que ese proceso ha sido hasta aquí ascendente, pero no cabe afirmar el progreso como resultado inevitable de ese proceso, como lo hiciera Federico Engels en su fase más positivista, al definir «la línea ascendente del desarrollo» de la sociedad y la cultura.
Nunca he comprendido por qué a tanta gente le cuesta menos creer en el progreso que en la existencia de Dios. Ambas son cuestiones de fe, pero, puestos ante argumentos racionales, hay más en favor de Dios que de la ineluctabilidad del progreso. Qué duda cabe de que la humanidad ha avanzado. El conocimiento humano ha crecido de forma exponencial: en el siglo XIX, la suma de los saberes adquiridos en todos los campos de la ciencia fue diez veces mayor que el total de lo acumulado en los treinta mil años precedentes, desde que empezamos a andar sobre dos patas, y el XX duplicó ese tesoro. La esperanza de vida se duplicó en menos de cincuenta años con el antibiótico, la quimioterapia, la energía nuclear, el diagnóstico por rayos X y por ultrasonido. Eso es progreso.
No obstante, cada página de la historia del progreso lleva en su anverso una página de la historia de la barbarie, como afirmaba con razón Walter Benjamin. Fleming sintetizó la estreptomicina bajo la presión de miles de muertos diarios por infecciones en el curso de la Segunda Guerra Mundial, mientras Heisenberg ponía todo su saber al servicio del nazismo. Los reactores en los que hoy cruzamos los océanos en horas fueron un desarrollo bélico, y fue en las grandes guerras donde avanzaron la traumatología y la neurología. A mediados del XIX, Semmelweis se dio cuenta del valor de la higiene al comprobar que cuando los médicos y las matronas se lavaban las manos antes de atender un parto, las muertes de madres e hijos por infecciones puerperales se reducían drásticamente. Lo hizo en la línea de los descubrimientos de Louis Pasteur, que elaboró la vacuna contra la rabia y el ántrax después de ver por primera vez los microbios. No era difícil hervir la leche antes de beberla, pero hubo una monstruosa resistencia a hacerlo porque en su superficie no se veía nada.
Y mientras todo eso ocurría, y Einstein daba un vuelco definitivo a los paradigmas tradicionales de las ciencias físicas y matemáticas, cuatro siglos después de Copérnico, una alta proporción de la humanidad seguía entregada a la evidencia de que la Tierra es plana y el Sol gira a su alrededor. Y ahí sigue.
La mitad de nuestra especie, empezando por los 1.300 millones de musulmanes que en el mundo son –y pese a que emplean armas sofisticadísimas para volar el universo en pedazos, asesinar israelíes y matarse entre ellos– y acabando por los muy numerosos animistas de África y el Caribe, y una notable cantidad de hindúes tradicionalistas, a los que se han añadido últimamente los indigenistas americanos y los narcoguerrilleros, todos ellos cumbres del atrasismo, llevan una guerra despiadada y constante contra cualquier forma de progreso. Aquí mismo, en cualquier ambulatorio de Madrid al que acude una mujer a que la visite otra mujer en presencia del marido, hay una mala bestia cuya mayor obsesión es limitar la libertad de los demás.
La desidia, la codicia, la violencia, las psicopatías extendidas en la clase política, que han estallado esta semana en la persona del socialista Strauss Kahn, nos dejan en una situación de completa indefensión, lo mismo que la silenciosa invasión (a veces nada silenciosa y hasta provocadora, como los cortes de calles para el rezo, la mezquita de la Zona Cero o las manifestaciones antiamericanas por la ejecución sumaria de Ben Laden) que está convirtiendo Europa en Eurabia y que ya se ha extendido a las Neoeuropas (las Américas, Australia).
Sin embargo, no se pierde la esperanza. Hay quien, como los perseguidos de Bradbury en Fahrenheit 451, aprende trozos de libros para perpetuar una memoria de la humanidad que ya no es seguro tener en papel ni en ningún otro soporte que no sean las cabezas mismas de los individuos, sobre las que también se cierne la amenaza de que acaben separadas de sus cuerpos. Y, como una burla, ese tipo de Moncloa, incapaz, como todo sociópata, de experimentar empatía, habla de alianza de civilizaciones y abre la puerta a la barbarie con una sonrisa.
No voy a sumarme a lo que mi amigo Pablo Odell llama con gran atino «la industria de la queja», que invade la prensa y, por tanto, nuestras cabezas. Sólo quiero decir a quienes preservan su esperanza que ésta sólo dará frutos a largo plazo, después de épocas de retroceso brutal, experiencias inconcebibles, guerras, miserias, hambre, matanzas, mediocridad cínica en las clases dirigentes, ausencia de vanguardias, sumisión de los desgraciados y todas esas cosas que son habituales en la historia, que no está hecha sólo de pasado, también de presente y porvenir.
Qué duda cabe de que las grandes individualidades lúcidas han tenido, tienen y tendrán un papel fundamental en ese porvenir. Cuando se incendió la primera Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos y se construyó un más sólido edificio, Thomas Jefferson donó sus libros como inicio de la nueva colección: ¡diez mil volúmenes, a finales del siglo XVIII! La biblioteca de Jefferson era la de toda una nación en aquel momento. Pero cada tanto, en el desigual proceso de la historia, hay una Alejandría que decae, una biblioteca que arde en ella por decisión de algún hombre. Cada tanto, vienen los bárbaros.
El porvenir no es mañana. Para entender y aceptar esto desde la esperanza hay que volver sobre una idea en la que he insistido en muchas ocasiones: la diferencia, abismal, mareante, entre los larguísimos ciclos de la historia general y la penosamente breve duración de las existencias individuales. La ansiedad es la madre de todos los fracasos, en lo personal y en lo general. La izquierda, mientras existió, tuvo la pretensión de acelerar la historia: podían, en teoría, porque creían saber hacia dónde iba. Eso es una revolución: un intento de acelerar la historia, y así lo concibieron Lenin y Hitler y sus cientos de millones de seguidores. Pero nadie sabe realmente hacia dónde va, y tenemos por delante un largo esfuerzo, hecho por todos y cada uno de nosotros, para orientarla en el mejor sentido posible: el de la verdad, la libertad y la justicia.
Horacio Vázquez-Rial
En medio de esta acelerada uno se pregunta adonde encontrar a los amigos. Yo también las veo en tinieblas, pero de pronto te encuentro Horacio, igual que a David, Dori y Pilar y me vuelve el alma al cuerpo. Gracias!