Hay una teoría difundida e infundada que sitúa los orígenes del Estado de Israel en la culpa de las naciones por lo ocurrido en el Holocausto, a modo de compensación por los horrores y desgracias sufridas por los judíos. Nada más lejos de la realidad. La idea del retorno de los judíos a su tierra ancestral fue un anhelo constante durante 20 siglos, a través de los cuales hubo incluso varios intentos frustrados de hacerlo de forma organizada. Pese a ello, siempre hubo un flujo de almas, especialmente hacia Jerusalén, que no se interrumpió ni en tiempos de absoluto abandono de la zona por las distintas potencias que la ocuparon.
En realidad, fue justamente al revés: el holocausto pudo existir por la inexistencia de un estado que protegiera a los judíos, a pesar de que el Mandato británico sobre las antiguas posesiones otomanas fuera expresamente presentado ante la Sociedad de Naciones como un Hogar Nacional Judío. Una vez más, las promesas y declaraciones (la más famosa, la de Lord Balfour de 1918) no tardaron en incumplirse, con la creación apenas dos años después de un estado para los árabes de la región (entonces auto-identificados como sirios del sur) al que llamaron Transjordania, y al que asignaron nada menos que el 78% de la “tierra prometida” por ellos mismos. Fue entonces cuando los árabes del restante 22% del territorio, huérfanos de identidad y siquiera de un nombre propio, decidieron adoptar el título de palestinos con el que la corona inglesa denominaba a los lugareños, tanto árabes como judíos.
Si los británicos hubieran cumplido con su palabra antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, cuando la situación de los judíos alemanes empezaba a ser acuciante, estos seguramente hubieran sido perseguidos y expoliados, pero hubieran tenido un lugar donde sobrevivir, como pasaría apenas unos años después con los que vivían en países árabes. Por el contrario, ante la colaboración ideológica de los principales líderes árabes (el Muftí de Jerusalén) y su agitación para provocar tumultos y matanzas contra los judíos en el Mandato, los británicos optaron por cerrar las puertas de la inmigración (y la consiguiente salvación) a la judería europea mediante las infames limitaciones conocidas como Libro Blanco. Fueron cómplices del holocausto por omisión de socorro. Tampoco el resto de naciones hicieron mucho. La conferencia internacional de Evian de 1938 para solucionar el problema de los refugiados judíos se saldó apenas con un anecdótico ofrecimiento de la República Dominicana de acoger unos miles en la zona de Sosúa con la intención declarada de “blanquear” racialmente la población regional.
Decía en un reportaje reciente Raúl Fernández Vítores, profesor de Filosofía y Director del CTIF Madrid Sur, que si Israel no existiese, nadie recordaría la Shoá, como durante tantas décadas no existió un genocidio armenio reconocido hasta que dicho estado se independizó de la Unión Soviética. Sin Israel no hay holocausto, porque sin Israel no habría memoria del holocausto.
Director de Radio Sefarad
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